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Contra el espacio público como charca
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Manuel Cruz

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Contra el espacio público como charca

¿Hay una gran diferencia cualitativa entre lo que se lee en Twitter, amparándose en el anonimato, y la impunidad con la que tanto columnista deja caer maldades a granel amparándose en la libertad de expresión?

Foto: Persona frente a una pantalla con el logotipo de la red social Google+. (EFE)
Persona frente a una pantalla con el logotipo de la red social Google+. (EFE)

A medida que los decibelios de la crispación van en aumento y el ruido en el espacio público en todo lo concerniente al debate político se torna casi ensordecedor, algunas fronteras, antaño nítidas, parecen difuminarse. Los tópicos, que tan bien funcionaban hasta hace poco, acerca del deterioro que suponen las redes sociales para una deliberación plural y cargada de buenos argumentos sobre los asuntos que a todos conciernen empiezan a revelarse, más que inadecuados, directamente insuficientes. El contraste entre lo que en aquellas se vierte y lo que podemos encontrar en esos otros espacios —digamos que tradicionales— en los que se daba por descontado que el lector iba a encontrar seriedad profesional, rigor informativo y argumentación racional es cada vez menor.

Ese mismo lector, que hoy tiene la sensación de que no le queda más remedio, si quiere mantenerse informado, que beber de muchas más fuentes que hace unos años, es extremadamente probable que llegue un momento en que se plantee una serie de desasosegantes preguntas: ¿de verdad hay una gran diferencia cualitativa entre lo que se lee en Twitter, amparándose en el anonimato, y la impunidad con la que tanto columnista deja caer maldades a granel amparándose en la libertad de expresión? ¿Y con los insultos e insidias que, a su vez, algunos representantes públicos arrojan a la cara de sus adversarios, amparándose en la especial protección que merece la representación política?

El ciudadano no solo se cree autosuficiente en sus criterios, sino que considera que nada los diferencia de los del más cualificado

Como ha señalado José Antonio Zarzalejos en más de una ocasión, lo que está ocurriendo tiene que ver con la desaparición de la opinión pública en sentido clásico. La había cuando la profesión periodística disponía de capacidad de intermediar, de contrastar, de añadir valor. Acierta de lleno en su diagnóstico. Ciertamente, en gran medida ha sido una tecnología pésimamente utilizada la que ha hecho saltar por los aires ese paradigma. De manera que, por un lado, el ciudadano no solo se cree autosuficiente en sus criterios, sino que considera que nada los diferencia de los del más cualificado analista, político o científico social. Véase, si no, el desparpajo con el que los mayores ignorantes se lanzan a colgar comentarios descalificadores, como si ellos fueran destacados especialistas, tras la edición digital de cualquier artículo escrito por una autoridad en alguna materia.

El problema es que, por otro lado, muchos de los periodistas que deberían —por el lugar en el que se desempeñan— reivindicar la dignidad de su profesión parecen haberse lanzado a la igualación por abajo y se diría que compiten por emular al más deslenguado y bronco de los tuiteros, sabedores de que, a diferencia de otros participantes en la esfera pública (como los políticos, por ejemplo), nadie les va a pasar factura por sus eventuales desvaríos y excesos verbales. Una determinada prensa de derechas de este país hace tiempo que viene solazándose en este tipo de prácticas.

No hay duda de que tales procesos dañan el correcto funcionamiento de la esfera de lo común. Porque se diría que la comentada desaparición de la opinión pública ha corrido en paralelo con el creciente protagonismo de algunos profesionales de la comunicación, que han asumido, de manera descarada, la condición de actores políticos. No pretendo desempolvar, quede claro, la escasamente descriptiva categoría de cuarto poder, pero ello no debería impedirnos constatar el papel activo y la notable influencia de determinados comunicadores que ofician abiertamente no ya solo de transmisores de la crispación sino con frecuencia de potenciadores de la misma.

No es que se les hurte la información sobre el propio medio, sino que el manto de silencio se extiende sobre cualquier otro

Sin que ello, como apuntábamos, vaya acompañado de la menor asunción de responsabilidad. Es más, con enorme frecuencia los mencionados no solo se consideran en este punto exentos de lo que ellos reclaman a los demás (especialmente a los representantes públicos) sino que incumplen otras exigencias que consideran fundamentales cuando se las plantean a terceros. Pienso, por ejemplo, en la de la transparencia. Así, a propósito de ella, es un hecho que los lectores de cualquier medio se han acostumbrado a no recibir información alguna —más allá de la escueta notificación de los nombres de los entrantes y los salientes— acerca de los relevos que se producen tanto en el seno de las redacciones de sus diarios habituales como en las propias empresas periodísticas.

Relevos que, sobre todo en el caso de significativos cambios en el accionariado o en la propiedad, a menudo implican importantes volantazos en la línea editorial de un medio, asuntos sobre los que se supone que los lectores, en tanto que tales, tendrían derecho a estar debidamente informados. En realidad, puestos a decirlo todo, no es que se les hurte la información sobre el propio medio, sino que el manto de silencio se extiende sobre cualquier otro. Como si funcionara una particular modalidad de corporativismo o de pacto de no agresión implícito entre empresas y profesionales que tiene como resultado que no trasciendan prácticamente nunca a la esfera pública determinado tipo de informaciones que atañen a dimensiones internas de dichos medios.

El amarillismo no puede ser considerado ni como control democrático ni como el certificado de haber superado el cedazo de la crítica

Quienes intervienen, como profesionales o como empresarios, en el espacio público no pueden soslayar su responsabilidad. Y no es de recibo afirmar que las redes y los medios controlan al poder político, mientras que a ellos ya les controla directamente el público que consume los productos que se les ofrece. Que el amarillismo o la maledicencia puedan tener un buen rendimiento comercial en el mercado de la comunicación tal vez sea algo perfectamente legítimo (en modo alguno se está proponiendo ninguna modalidad de fiscalización y menos aún de censura sobre los medios), pero dicho rendimiento no puede ser considerado en absoluto ni como un test de control democrático ni como el certificado de haber superado el cedazo de la crítica. Considerarlo así constituye un severo error que solo puede terminar dañando el espacio público. Porque semejante planteamiento da por descontado que los miembros del público son fundamentalmente consumidores, no ciudadanos con derechos.

Habermas nos tenía advertidos de la necesidad de considerar las informaciones y las opiniones que reciben los ciudadanos y con las que van configurando sus preferencias sobre lo que a todos afecta como material sensible que los poderes públicos deberían alentar y proteger en orden a un buen funcionamiento de la democracia. La decidida apuesta habermasiana es a favor de unos medios de calidad, cosa que en ningún momento identifica con un determinado signo ideológico ni prejuzga su titularidad, y se basa en un argumento ciertamente potente: ese material sensible no puede ser tratado como una mercancía más.

Nuestro problema mayor hoy no es (solo) la política: es el espacio público por entero

En efecto, lo que aquí se encuentra en juego no son las preferencias fijas predeterminadas de los ciudadanos, a cuyo refuerzo tantos se aplican con denuedo desde los medios y las redes, sino precisamente la posibilidad de modificar aquellas al recibir mejores argumentos. Se trata, con la terminología del filósofo alemán, de "un proceso de aprendizaje autopaternalista con un resultado no predeterminado". Demasiado en tiempos de dogmatismos y sentimentalismos bobos, incapaces de cuestionarse nada.

Sin duda que, siguiendo estas recomendaciones, no evitaremos que haya quienes, como los aludidos al principio, continúen empeñados en convertir el espacio público en una charca en la que poder chapotear impunemente. Pero mucho habríamos ganado si consiguiéramos que se les hiciera menos caso. Porque nuestro problema mayor hoy no es (solo) la política: es el espacio público por entero.

(*) Manuel Cruz es filósofo y expresidente del Senado. Autor del libro 'Democracia: la última utopía' (Espasa).

A medida que los decibelios de la crispación van en aumento y el ruido en el espacio público en todo lo concerniente al debate político se torna casi ensordecedor, algunas fronteras, antaño nítidas, parecen difuminarse. Los tópicos, que tan bien funcionaban hasta hace poco, acerca del deterioro que suponen las redes sociales para una deliberación plural y cargada de buenos argumentos sobre los asuntos que a todos conciernen empiezan a revelarse, más que inadecuados, directamente insuficientes. El contraste entre lo que en aquellas se vierte y lo que podemos encontrar en esos otros espacios —digamos que tradicionales— en los que se daba por descontado que el lector iba a encontrar seriedad profesional, rigor informativo y argumentación racional es cada vez menor.

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