Tribuna
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La insoportable lentitud de la Justicia
La Justicia atrasada es una deficiencia tan grave que ella sola descalifica todo el sistema judicial
"La tardanza de la justicia es uno de esos males de los que el hombre solo puede librarse mediante el suicidio" (W. Shakespeare. 'Hamlet')
Esta opinión de hoy viene a cuento del comentario de Margarita Robles, ministra de Defensa y, a los presentes efectos, magistrada de profesión ante todo, a propósito del largo camino judicial que ha seguido el asunto de los ERE, al poner énfasis en la lentitud de este proceso hasta llegar a la reciente sentencia pronunciada por el Tribunal Supremo. También, puesto a citar otro caso, a la vista del retraso de las diligencias instruidas por el accidente del tren Alvia, ocurrido hace ahora nueve años, con el balance de 80 personas fallecidas y casi el doble de lesionadas, aunque, según cuentan las crónicas, está previsto que el juicio comience a finales del próximo mes.
Sin entrar en el fondo de los asuntos —ni siquiera cuestionar por qué el Tribunal Supremo considera que en el procedimiento de los ERE no han existido dilaciones indebidas—, mi reacción, como, sin duda, la de muchos, es lamentar, una vez más, que los trámites judiciales vayan a paso de tortuga. La Justicia atrasada es una deficiencia tan grave que ella sola descalifica todo el sistema judicial, hasta el punto de que en ocasiones casi más importante que el acierto del fallo es su puntualidad. El artículo 24.2 de la Constitución proclama “el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas” y salvo los responsables por autoría, cooperación necesaria, complicidad o encubrimiento, la mayoría de los juristas consideran que una justicia a destiempo es una forma de denegación de justicia. Como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos declaró en el asunto Bendayan Azcantot et Benalan Bendayan c. España, en el que se condenó a nuestro país porque los tribunales españoles tardaron siete años y 10 meses en ejecutar una sentencia, “la duración irrazonable de un procedimiento se asimila a un funcionamiento anormal de la Administración de Justicia”.
Las infundadas demoras de la Justicia convierten el Estado de derecho en algo meramente retórico y no valen excusas de sobrecargas de trabajo o falta de medios materiales y personales. Lo dijo el Tribunal Constitucional en la sentencia 87/2015, de 11 de mayo: "(…) por más que los retrasos experimentados en el procedimiento hubiesen sido consecuencia de deficiencias estructurales u organizativas de los órganos judiciales o del abrumador trabajo que sobre ellos pesa, esta hipotética situación orgánica (…) de ningún modo altera el carácter injustificado del retraso (…), ni todo ello limita el derecho fundamental de los ciudadanos para reaccionar frente a tal retraso, puesto que no es posible restringir el alcance y contenido de ese derecho, dado el lugar que la recta y eficaz Administración de Justicia ocupa en una sociedad democrática (…)".
No cabe duda, pues, que la Administración de Justicia es lenta. Toda la vida se ha movido con monotonía, en ocasiones hasta con tedio. Una justicia que sabes cuándo comienza, pero que ignoras cuándo llegará. Siempre se ha dicho que ya mejoraremos, que en todos los países pasa lo mismo, pero la verdad es que aquí, en España —que es lo que más debe importarnos—, los ritmos judiciales son desesperantes, hasta el punto de que, a tenor de las últimas encuestas y barómetros de opinión, el 72% de los españoles piensa que, si se puede, es mejor evitar acudir a ella.
¿Que cuáles son las principales causas de la parsimonia de la Justicia? A mi juicio, a bote pronto, podrían citarse las siguientes: a) falta de experiencia de muchos profesionales, entre los que se incluyen el personal judicial y los abogados; b) las maniobras dilatorias de las partes del proceso; c) el deficiente sistema de citaciones, notificaciones y comunicaciones entre órganos jurisdiccionales. Y todo esto sin descartar la pereza como otro de los factores; una inercia que se arrastra desde antiguo. Es cierto que no pocos jueces y funcionarios judiciales trabajan con aplicación y buen aprovechamiento en el mejor servicio a la Justicia, pero no lo es menos que otros dan escaso golpe y se limitan, con ánimo contemplativo, a ver pasar el tiempo mientras esperan que otros trabajen por ellos. Ahora bien, si la lentitud judicial carece de remedio es porque no se quiere remediar. Nadie o casi nadie tiene auténtico interés en solucionar el problema. La cosa sigue marchando mal, y el ciudadano se calla por dos únicas razones; a saber: porque piensa que su voz va a caer en el desierto o porque supone que ni siquiera merece la pena hablar. No hay nada más decepcionante para quien acude a un juzgado que saberse preso tras la dura reja de la incertidumbre. Releo a un clásico. Montesquieu: “Los litigios deben resolverse en plazos razonables, ya que de otro modo lo que es un pleito se convierte en un drama personal o tragedia familiar”.
Si la lentitud judicial carece de remedio es porque no se quiere remediar. Nadie o casi nadie tiene auténtico interés en solucionar el problema
Como el profesor Alejandro Nieto afirma en su obra '
Hace muchos años, noviembre de 1981, para ser exacto, siendo juez de Vigilancia Penitenciaria en Cataluña, un preso de la cárcel Modelo de Barcelona me dijo:
—Señoría, en el reloj de la Justicia hay más horas de desesperación que minutos de esperanza.
Tenía razón aquel interno, cuyo nombre aún guardo en la memoria. Se llamaba José Molina Castillo. A veces, el reloj de la Justicia es un reloj lánguido, un reloj que marca muchas horas de decepción e impotencia.
En su novela '
En fin. El reloj de la Justicia delata cansancio y su tictac sobrecoge. Está viejo. De no rejuvenecer, dentro de poco será un reloj sin vida, desahuciado. Hasta Cronos, el anciano dios del tiempo, lloraría de rabia al verlo cómo arrastra su torpe maquinaria.
*Javier Gómez de Liaño. Licenciado en Derecho por la Universidad de Salamanca. Ingresó por oposición en la carrera judicial. Tras varios destinos en juzgados y tribunales, se incorporó como magistrado a la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. Posteriormente, fue nombrado miembro del Consejo General del Poder Judicial, cargo en el que permaneció hasta que pasó a cubrir la plaza de magistrado-juez central de Instrucción número 1 de la Audiencia Nacional. En el año 2000, solicitó la excedencia voluntaria en la carrera judicial para dedicarse a la abogacía.
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