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Javier Gómez de Liaño

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La independencia judicial y el honor son conceptos que pertenecen, por igual, al patrimonio moral de los jueces y respetarlos es obligación de todos. Hacer excepciones es propio de una concepción totalitaria

Foto: La ministra de Igualdad, Irene Montero. (EFE/Mauricio Dueñas Castañeda)
La ministra de Igualdad, Irene Montero. (EFE/Mauricio Dueñas Castañeda)

El diccionario de la Real Academia Española ofrece una sola acepción de la voz leguleyo, ya: m. y f.: "Persona que trata de leyes no conociéndolas sino vulgar y escasamente". Sin entrar en la oportunidad de ambas definiciones, creo que faltan, cuando menos, otras dos que pudieran enunciarse así: a) personaje confuso y pretencioso que, en su soberbia, se cree fabricado a imagen del jurista Papiniano que, por cierto, tiene una estatua en la Plaza de la Villa de París donde se encuentra la sede del Tribunal Supremo; b) mezcla rara de sabidurías, adivinaciones e intuiciones, por un lado, y de ideas preconcebidas y obscuridad, por el otro. Para desorientar mejor a la clientela, tan dispares características suelen presentarse juntas y hasta mezcladas con las propias de los rábulas y tinterillos, que son categorías dominadas por charlatanes y vocingleros.

En relación con las leguleyas, cuentan las crónicas que han aumentado tanto que hace un par de años crearon una asociación denominada Más Leguleyas y que, para estímulo de las militantes, anualmente otorga un premio a la mejor leguleya de la temporada. No sé quiénes fueron las ganadoras de ediciones anteriores, pero, por lo que se ha filtrado, a la cabeza de las preseleccionadas para el certamen de este año figura doña Irene Montero Gil que, además de ministra de Igualdad, es licenciada en Psicología. Al parecer, la señora Montero se ha ganado el puesto por haber embestido contra los magistrados que, en aplicación de la Ley Orgánica 10/2022, de 6 de septiembre, de Garantía Integral de la Libertad Sexual (Logils), han tenido que revisar algunas condenas impuestas con arreglo al Código Penal vigente al tiempo de los hechos, lo que ha supuesto una rebaja punitiva, algo que estaba cantado. Y es que, como el profesor Gimbernat anticipó con mano maestra en su artículo "Contra la nueva regulación de los delitos sexuales" (ABC 27/09/2022), "la inútil derogación (…) de la regulación anterior no ha solucionado ningún problema, sino que (…) solo ha creado otros tan nuevos como absurdos (…)", hasta el punto de que "la nueva formulación de la agresión sexual introducida por la Logils pone disparatadamente al revés lo que hasta la entrada en vigor de dicha ley estaba bien colocado del derecho". Sobre todo después de la sentencia del Tribunal Supremo 344/2019, de 4 de julio, que en el caso la Manada condenó a los miembros del grupo por un delito continuado de violación, en lugar de por abusos sexuales, que es como la Audiencia Provincial de Pamplona había calificado los hechos.

Foto: Yolanda Díaz e Irene Montero, en el Senado. (EFE/Archivo/J.J. Guillén)

Al conocer las decisiones judiciales, la señora Montero ha puesto el grito en el cielo, llegando a afirmar que constituyen "un incumplimiento de la ley del solo sí es sí y la actuación reaccionaria de unos jueces machistas que están aplicando la ley de forma defectuosa y en un sentido contrario". Luego, una de aquellas colegas remató la faena diciendo que esas revisiones "son obra de jueces ignorantes escasos de formación". "¿Dónde está la formación de los jueces? Es una vergüenza. Fórmense, señores jueces", dijo la secretaria de Estado de Igualdad, demostrando que la osadía siempre es muestra del analfabetismo.

A este rayo de palabras volanderas, aplaudidas por los fieles defensores de la señora Montero, el Consejo General del Poder Judicial ha respondido con una declaración en la que, además de señalar que las resoluciones judiciales dictadas como consecuencia de la entrada en vigor de la ley lo han sido en aplicación estricta de la legalidad, y recordar que en el informe que emitió en su día ya advertía de que la reforma supondría una reducción de los límites máximos de las penas y, por consiguiente, la revisión de las condenas impuestas, "expresa su más firme repulsa a los intolerables ataques vertidos". Al comunicado del CGPJ han prestado su adhesión todas las asociaciones judiciales, máxime, según declara una de ellas, porque las acusaciones contra los jueces y juezas "resultan ofensivas y producen una alarma innecesaria y devastadora en la confianza de quienes son o han sido víctimas de estos delitos, devaluando los estándares de calidad democrática que, en toda la Unión Europea, reclama el Estado de derecho".

Foto: Foto: EFE/Juan Ignacio Roncoroni.

En España hace tiempo, quizá demasiado tiempo, que asistimos a la suplantación de la Justicia por los fantasmas de la Justicia. La técnica jurídica, la doctrina científica y la jurisprudencia como fuente del derecho han quedado desfasadas y lo que importa es la opinión del indocto o del zurupeto de turno con sus alardes de jurispericia parda. Para el leguleyo, las leyes son tan plásticas como el barro y los jueces tienen que hacer con él lo que la ocasión aconseja, o sea, un cántaro o un botijo.

Eso es lo que pienso que puede haberle sucedido a doña Irene Montero, a la que me permito sugerir dos cosas. La primera, que aunque solo fuera por precaución, cuando hable de asuntos judiciales mida y sopese cuanto dice y que, en los casos de duda, antes de ponerse delante de un micrófono, cuente hasta 10. No digamos cuando se hace bajo los efectos de una ingesta desmedida de arrogancia, en cuyo supuesto sería aplicable la correspondiente atenuante, incluso con rango de muy cualificada.

Ahora bien, esto que le ha ocurrido a doña Irene es lo que sucede a todos los leguleyos dedicados a la política, pues coinciden en una cosa: en llevar el agua a su molino cuando la ocasión se presenta. Hay entre ellos una especie de mutua atracción o comunidad de intereses. Hoy, como ayer, siguen siendo válidas las palabras de Wenceslao Fernández Flórez, uno de los observadores más lúcidos de su tiempo, cuando ponía de manifiesto que "los políticos que defienden teóricamente la independencia de los jueces, no se resisten muchas veces a imponerles una opinión". Para mí que los leguleyos a los que me refiero ignoran, o quieren ignorar, que una resolución judicial, para ser justa, ha de adecuarse a la ley y que encierra una peligrosa mentira el pensamiento de Maquiavelo de que lo que es necesario es justo. Lo justo es algo que no puede supeditarse ni a la necesidad, ni a la conveniencia, ni a nada.

"Los políticos que defienden teóricamente la independencia de los jueces no se resisten muchas veces a imponerles una opinión"

Lo he dicho varias veces y lo repetiré cuando la ocasión se presente. Siempre estaré a favor de la censura de las resoluciones judiciales. La libertad de expresión figura en uno de los primeros lugares de la nómina de elementos que entendemos por sistema democrático. Sin embargo, distinta de la crítica es la ofensa pública a los tribunales, pues crea tensión, malestar o miedo, cosas, todas ellas, no previstas en la Constitución. La independencia judicial y el honor son conceptos que pertenecen, por igual, al patrimonio moral de los jueces y respetarlos es obligación de todos. Hacer excepciones es propio de una concepción totalitaria de la justicia, concebida como un instrumento de poder. En cualquier caso, los buenos jueces españoles saben que la función de juzgar es pasto propicio para los desahogos de justicieros y que el oficio es una servidumbre que hay que llevar con resignada compostura.

En fin. Aquí concluyo esta crónica leguleya que deseo hacer con un proverbio que en tiempos de estudiante en Salamanca aprendí de mi catedrático de Derecho Romano y que, gustosa y gratuitamente, ofrezco a quien sirva de ayuda o consejo: Pessimum genus ignorantiae, ignorare quod omnes intelligunt! —pido perdón por la insistencia en el latín— y que significa que "la peor clase de ignorancia es ignorar lo que todos entienden".

El diccionario de la Real Academia Española ofrece una sola acepción de la voz leguleyo, ya: m. y f.: "Persona que trata de leyes no conociéndolas sino vulgar y escasamente". Sin entrar en la oportunidad de ambas definiciones, creo que faltan, cuando menos, otras dos que pudieran enunciarse así: a) personaje confuso y pretencioso que, en su soberbia, se cree fabricado a imagen del jurista Papiniano que, por cierto, tiene una estatua en la Plaza de la Villa de París donde se encuentra la sede del Tribunal Supremo; b) mezcla rara de sabidurías, adivinaciones e intuiciones, por un lado, y de ideas preconcebidas y obscuridad, por el otro. Para desorientar mejor a la clientela, tan dispares características suelen presentarse juntas y hasta mezcladas con las propias de los rábulas y tinterillos, que son categorías dominadas por charlatanes y vocingleros.

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