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El feminismo no se debe ideologizar
Es y seguirá siendo el principal motor de la transformación social para futuras generaciones. No es casual que haya surgido en la era contemporánea
El pasado 8 de marzo volvió a ser un día internacional cuyas reivindicaciones van propagándose por todos los rincones del mundo, logrando, a pasos agigantados, lo que nuestras madres y abuelas siquiera se atrevieron a soñar. En Irán —nuestro país de origen— ha estallado la primera revolución feminista de todo Oriente —no solo del mundo islámico—.
Junto con la lucha contra el cambio climático, el feminismo es y seguirá siendo, por mucho tiempo, el principal motor de la transformación social para las futuras generaciones. No es casual que haya surgido en la era contemporánea. No se debe únicamente a que esta sea la era de la igualdad y de los derechos humanos. Hay una razón de mayor peso: “Atrás han quedado —escribe Shoghi Effendi— los largos periodos de infancia y niñez por los cuales ha pasado la raza humana. La humanidad experimenta ahora las conmociones relacionadas con la etapa más turbulenta de su evolución, la etapa de la adolescencia, cuando la impetuosidad de la juventud y su vehemencia alcanzan su clímax”. Tomando este símil que compara la historia colectiva con la evolución biográfica de la persona, podemos afirmar que el feminismo es un fenómeno que ha surgido cuando la humanidad ha cumplido su mayoría de edad y se halla atravesando, ahora, su juventud.
El feminismo es un fenómeno que ha surgido cuando la humanidad ha cumplido su mayoría de edad y se halla atravesando, ahora, su juventud
En efecto, desde hace un siglo y medio, habiendo alcanzado nuestra mayoría colectiva de edad, hemos ido descubriendo, de manera paulatina y no exenta de irregularidades, una verdad antropológica: el espíritu humano es una cualidad universal de la especie, y no varía en grado según se trate de unos subgrupos o de otros. La demostración irrevocable de esta verdad filosófica vino, como siempre, de la mano de la ciencia: al filo del cambio de milenio se secuenció el genoma humano y se comprobó este hecho.
Es, ciertamente, esta verdad incontrovertible la que hace del feminismo el movimiento más estratégico de los próximos decenios. Va a ser el motor de la democratización de todas las sociedades del planeta; las que aún no tienen experiencia democrática y las que, habiéndola consolidado, adolecen, a temporadas, de cierta regresión o déficit en sus democracias.
El feminismo no es solo un movimiento de equidad y justicia reparadora de un trágico agravio que se ha perpetuado desde la noche de los tiempos. Lo es, ciertamente. Pero constituye, sobre todo, la gran clave, la llave maestra, para abrir las compuertas principales a la supresión de todas las demás asimetrías irracionales; no solo las de género. Es la fuerza motriz para hacer eclosionar, en todos los lugares y todas las culturas, la abolición de cualquier tipo de inequidad que exista entre distintos grupos humanos por razón de rasgos o características no elegidas: la etnia, la lengua materna, la nación o el género.
Y es que resulta, sencillamente, inviable reivindicar —mucho menos, hacer interiorizar en las mentalidades— la irracionalidad de una supremacía (sea nacional, lingüística, política o de clase) si no se conquista y consolida, primero, la supresión de la supremacía más importante de todas cuantas se han dado: la que se refiere a la diferencia de género. En efecto, se trata de la hegemonía y disimetría de mayor impacto en cualquier colectivo o grupo humano por tres razones. En primer lugar, por una obvia razón biológica: el sexo femenino no es un elemento accesorio o de segundo orden; es el fundamento existencial de la especie. En segundo lugar, por la magnitud de la inequidad en cuestión: afecta a una de cada dos miembros de cualquier sociedad. Y, en tercer lugar, porque economistas como Augusto López-Claros han demostrado empíricamente, desde el Banco Mundial, que la discriminación —no importa cuán sutil o tenue— de la mujer impide el progreso y prosperidad de la sociedad y de cualquier organización económica.
Ambos hemos nacido en el seno de familias repletas de mujeres y hombres que defendieron la igualdad de género de forma activa. Algunos de nuestros antepasados fueron torturados y condenados, por ello, a muerte. La más reciente es nuestra tía Tuba: una apasionada y vocacional profesora de Secundaria, defensora a ultranza de la prioridad de las mujeres en la educación, que animaba y ayudaba a sus alumnas a no abandonar los estudios, aun a costa de costeárselos, en ocasiones, de su propio bolsillo. Fue ahorcada, por tal motivo, en Shiraz en 1983. Quizás ello nos dé cierta legitimidad para reivindicar que una causa tan noble como el feminismo ni se debe frivolizar —como hacen algunos grupos políticos actuales— ni se debe ideologizar. El filósofo canadiense William Hatcher define la ideología como cualquier tipo de pensamiento o movimiento que coloque un fin —por loable que este sea— por encima del valor y la dignidad humanas. Muchas formas de feminismo se están convirtiendo en ideología. Habiendo olvidado su noble origen y elevados propósitos, se están radicalizando, dejándose instrumentalizar de forma partidista y partidaria.
El pasado 8 de marzo volvió a ser un día internacional cuyas reivindicaciones van propagándose por todos los rincones del mundo, logrando, a pasos agigantados, lo que nuestras madres y abuelas siquiera se atrevieron a soñar. En Irán —nuestro país de origen— ha estallado la primera revolución feminista de todo Oriente —no solo del mundo islámico—.
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