Tribuna
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Barbaridades sostenibles
La ciudad ya no será más una 'cívitas' y una 'urbs', una naturaleza filtrada por la razón humana, una proyección de sus anhelos y un testimonio de su historia. Lo importante es que tenga los niveles de CO₂ y NO2 adecuados
El covid-19 encontró en la globalización el vehículo para devenir en pandemia, pero, sobre todo, para hacernos pensar que por primera vez estábamos ante la primera gran crisis de lo urbano después de que la ciudad hubiera paseado su triunfo a lo largo de 6.000 años de historia. Pero, por aparatosa y dramática que haya sido esta, lo cierto es que, por su propia naturaleza, la ciudad siempre estará en el gerundio de su crisis, obligada a la permanente reflexión sobre sí misma. Ahora, con la misma urgencia o más con la que los inquietos protourbanistas del siglo XIX alumbraron la ciencia urbana para afrontar la explosiva ciudad industrial, la crisis actual acumula suficientes ingredientes como para aplicar sobre ella el riguroso análisis empírico y el conocimiento científico que nutrió la rica historiografía urbanística de los siglos XIX y XX: por ejemplo, la confluencia en un mismo espacio de dos planos existenciales, el analógico y el digital; el saqueo de la intimidad por el "capitalismo de la vigilancia"; la autocracia de poderes omnímodos y deslocalizados; el aumento de la brecha social en las grandes metrópolis; la distópica sustitución de las facultades humanas por el dictado de una inteligencia artificial que se nos ha ido de las manos… Pero, en la cúspide del terror, reinando sobre todo lo demás, lo que emerge es el Godzilla del cambio climático.
Mucho nos tememos, no obstante, que, en vez de aplicar un rigor científico que llenara de sentido político a la acción sobre el medio en que vivimos, la situación esté siendo abordada hoy desde el fanatismo religioso. La ausencia de memoria y una irresponsable excitación ante redobles de apocalipsis por el cambio climático han sustituido la ciencia urbana por la nueva religión de la ecología que, en vez de ciencia y conciencia, es contemplada desde un "yihadismo" de la sostenibilidad que invade el discurso público con jaculatorias de corrección política para conjurar al leviatán del clima.
Como en el casino, la banca siempre gana: primero se hace negocio con la creación del problema y luego con su solución
Como todas las religiones, el culto a la ecología tiene sus textos sagrados, sus sacerdotes y sus profetas; y, también como todas las religiones, acaban consolidándose en organizaciones humanas que convierten el miedo a lo desconocido en simoniacas industrias de la transcendencia. No se trata de abrazar la causa del terraplanismo y la negación de las amenazas sobre el planeta por el calentamiento global, pero sí de desenmascarar a los embaucadores que están haciendo del apocalipsis climático el mayor negocio del mundo. El cambio climático es algo mensurable, como las emisiones de gases de efecto invernadero sobre el planeta. De la alarma ante esa medición han surgido medidas legislativas que operan en el ámbito de la producción y el consumo, pero también ha dado lugar a la aparición de un gran mercado, el llamado "ambientalismo de final de tubería", consistente en arreglar los problemas de la contaminación con artefactos tipo smart cities —ese pleonasmo de las ciudades inteligentes— basados en unos avances tecnocientíficos detentados por la sofisticada industria que los puede fabricar… y vendérsela a quienes no la poseen, incluso imponiéndola en todo el mundo con carácter normativo en la biempensante legislación ecológica. Por ejemplo, hoy día, el mercado inmobiliario no puede comercializar un producto que no lleve aparejado cualquiera de esos certificados de eficiencia energética que todas esas joyas de la arquitectura popular —la "arquitectura sin arquitectos" recogida en el famoso libro de Bernard Rudofsky— no hubieran podido acreditar, pues aun siendo el resultado de la sabiduría ancestral de los pueblos del mundo en su constante diálogo con la naturaleza, hoy, para obtener el certificado de virtud ecológica, hay que pasar por caja.
A diario vemos en nuestros periódicos los anuncios de las mismas barbaridades arquitectónicas y urbanísticas de siempre precedidas del nihil obstat de "lo sostenible" con cuya alusión todo se legitima. No tardaremos en ver tanques, bombas y fusiles sostenibles. Como en el casino, la banca siempre gana: primero se hace negocio con la creación del problema y luego con su solución; pero con una solución que, además, no es tal, porque si, para limpiar nuestra atmósfera, para ver delfines en nuestros puertos y patos anadeando por nuestras calles, como ocurrió durante la pandemia, ha hecho falta nada menos que la paralización universal de nuestras ciudades, es ingenuo, si no falaz, intentar combatir la metástasis del modelo urbano con aspirinas de eficiencia tecnológica.
No decepciona tanto la perogrullada de su formulación, sino el erial de incultura urbana en el que caen estas semillas
No: el reto de la habitabilidad del planeta es de mucho mayor calado como para encomendar la supervivencia de las ciudades solo a medidas tecnológicas de eficacia medioambiental. Exige atacar de raíz el problema, empezando por cambiar el modo de verlas, de vivirlas y de denunciar algunas mentiras consolidadas. Salidos de la pandemia con la euforia de quien ha soltado sus pecados en el confesionario, estamos asistiendo a una exacerbada proliferación, a una histérica carrera por saturar la huella edificada de nuestras metrópolis con los rascacielos más estrafalarios, con el impudor de llamar a "eso" ciudad compacta, y, por tanto, más económica que la "ciudad dispersa". Desoyendo voces autorizadas y ante la realidad de un medio urbano en el que la pandemia destapó la intrínseca insostenibilidad de su sobredimensionamiento, seguimos apostando por un crecimiento extensivo, en vez de buscar modelos de negocio en la regeneración universal de lo existente.
Como seguimos lanzando cortinas de humo sobre la realidad profunda de nuestros problemas mientras los nuevos profetas del vacío descubren la vida tradicional de los barrios de siempre con el nombre de "ciudades de 15 minutos", soberbia memez que irrumpe con la fuerza de un sonoro branding en el magma de la desinformación digital, ignorando que la ciudad policéntrica, conectada y equipada con servicios de proximidad forma parte del corpus doctrinal del urbanismo español, al menos desde los planes generales municipales de los 80/90 del pasado siglo. No decepciona tanto la perogrullada de su formulación, ni siquiera la fascinación que el "descubrimiento" ha causado en alcaldes y medios profesionales mentecatos, sino el erial de incultura urbana en el que caen estas semillas, hasta el punto de ver aquí conspiraciones siniestras para confinar a la gente en guetos urbanos. A veces, es precisa una idiotez contraria para darle lustre a la propia.
Mientras navegamos en el vacío dejado por una historiografía urbanística que se ignora, ha llegado la IA y se ha hecho con la plaza
Mientras los urbanistas de corte se dedican a poner huevos de Colón, mientras la gente se deja jirones de ciudadanía en una atolondrada cotidianidad vigilada, mientras las fuentes de formación e información son las redes sociales, y mientras navegamos en el vacío dejado por una historiografía urbanística que deliberadamente se ignora, ha llegado la inteligencia artificial y se ha hecho con la plaza: la ciudad ya no será más una cívitas y una urbs, una naturaleza filtrada por la razón humana, una proyección de sus anhelos y un testimonio de su historia. No preocupará ya su estética, ni que su aire nos haga libres. Lo importante es que tenga los niveles de CO₂ y NO2 adecuados porque del resto —el diseño, la belleza, la gobernanza y los objetivos de convivencia inherentes a la buena planificación— ya se encargan los algoritmos con la siniestra lógica de su arbitrariedad.
*Salvador Moreno Peralta es arquitecto urbanista y Premio Nacional de Urbanismo 1985
El covid-19 encontró en la globalización el vehículo para devenir en pandemia, pero, sobre todo, para hacernos pensar que por primera vez estábamos ante la primera gran crisis de lo urbano después de que la ciudad hubiera paseado su triunfo a lo largo de 6.000 años de historia. Pero, por aparatosa y dramática que haya sido esta, lo cierto es que, por su propia naturaleza, la ciudad siempre estará en el gerundio de su crisis, obligada a la permanente reflexión sobre sí misma. Ahora, con la misma urgencia o más con la que los inquietos protourbanistas del siglo XIX alumbraron la ciencia urbana para afrontar la explosiva ciudad industrial, la crisis actual acumula suficientes ingredientes como para aplicar sobre ella el riguroso análisis empírico y el conocimiento científico que nutrió la rica historiografía urbanística de los siglos XIX y XX: por ejemplo, la confluencia en un mismo espacio de dos planos existenciales, el analógico y el digital; el saqueo de la intimidad por el "capitalismo de la vigilancia"; la autocracia de poderes omnímodos y deslocalizados; el aumento de la brecha social en las grandes metrópolis; la distópica sustitución de las facultades humanas por el dictado de una inteligencia artificial que se nos ha ido de las manos… Pero, en la cúspide del terror, reinando sobre todo lo demás, lo que emerge es el Godzilla del cambio climático.