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¿Qué fue del urbanismo democrático?

El discurso urbano, en la insondable profundidad de la vida a la que sirve de marco y aliento, ha quedado aplastado por la abstracción de coeficientes, aprovechamientos, algoritmos y certificados de eficiencia energética

Foto: Imagen aérea de Madrid. (EFE/Fernando Villar)
Imagen aérea de Madrid. (EFE/Fernando Villar)

Probablemente, la década de los ochenta del pasado siglo fue la de mayor exultación democrática antes de que la filoxera de la corrupción, la partitocracia y el cantonalismo arruinara sus brotes verdes. En esa década se escribió una de las páginas más brillantes del urbanismo español con la hornada de planes generales de ordenación urbana redactados en virtud de la ley del suelo de 1975, que convirtieron nuestras ciudades en la referencia europea de un urbanismo nuevo, prolongando con renacido ímpetu las corrientes procedentes de Italia, país con el que no es difícil encontrar similitudes.

Cuarenta años después, podemos recordar cómo la redacción de estos planes generales tuvo que superar el clima de inicial recelo, cuando no manifiesta hostilidad, de unas ciudades cuyo desaforado crecimiento inmobiliario era el motor para la capitalización económica sobre la que se basó el llamado milagro español. No era fácil superar ese clima por más que la crisis de los setenta mostrara los pies de barro del modelo. Pero pudimos hacerlo gracias a esa euforia primordial con que la democracia recuperada cambió el foco de las prioridades, del ladrillo al ciudadano, siendo precisamente en la ciudad donde el pálpito de la democracia mejor se identificaba con el pulso de lo cotidiano.

Como escribía entonces el profesor Maurizio Marcelloni, “la democracia de la ciudad era una de las formas, entre las más importantes, de expresar… la demanda de democracia”. De esta suerte, la redacción de los planes urbanísticos de los ochenta propició un fluido y fecundo intercambio de ideas entre profesionales y políticos de todo el país, con la conciencia exaltada de estar generando una nueva cultura urbanística basada en el estatuto de ciudadanía que la Constitución consolidaba. (Ese flujo torrencial se atemperó luego con el Estado de las Autonomías, pues las urgencias identitarias parecían derivar las ideas más hacia las identidades que hacia la universalidad).

Hasta donde pudo llegar su influencia, estos planes generales fueron un proyecto para los ciudadanos, “abriendo un amplio cauce a la ilusión colectiva de vivir mejor en comunidad” —como escribía entonces Ángel Menéndez Rexach, director general del Instituto del Territorio y Urbanismo— y suministrando a las corporaciones locales los mecanismos teóricos y disciplinares para hacer posible ese propósito, ya que, hasta ese momento, la ciudad era a fin de cuentas, un argumento inmobiliario.

El urbanismo, necesitado de una urgente revisión de sus fundamentos, ha dejado de ser el elemento nuclear de la política local

En aquellos planes todavía el urbanismo era cosa de urbanistas, que coordinaban, desde su responsabilidad en la definición final de un proyecto concreto, las múltiples disciplinas subsidiarias inherentes a la complejidad de las ciudades. Sus equipos redactores fueron escuelas en las que el catalizador de lo urbano proporcionó un refuerzo científico y un nuevo sentido disciplinar a todos los profesionales que los constituían: abogados, economistas, historiadores, ingenieros, geógrafos, demógrafos, etc., conjurando, con una dedicación militante, cualquier tentación de escapismo teórico. Había ahí fuera toda una sociedad expectante que esperaba de nosotros la construcción de una ciudad mejor que la que hasta ese momento había conformado nuestro paisaje físico, anímico e incluso moral, según esa estrecha relación entre pensamiento y ciudad ya señalada por Mumford.

Pero tiempo después, una vez aprobados los planes, muchas de esas disciplinas sectoriales descubrieron el provecho gremial que suponía pasar de ser una aportación subsidiaria al planeamiento a ser su absoluto protagonista. Poco a poco, la estimulante visión holística que impregnaba el nuevo urbanismo democrático fue degenerando en una espesa burocracia estamental cuyos fragmentos no eran otra cosa que las terminales de míseros y pretenciosos corralitos de poder corporativo.

Nadie quería quedar fuera del festín del urbanismo y desde todas partes empezaron a brotar gabinetes de expertos como champiñones. Y así, el glorioso pedigrí del urbanismo, que había nacido en el siglo XIX para el control de alarmantes epidemias, que fue algún día afán de científicos o de reformadores sociales, y que ahora servía a la cristalización de anhelos democráticos, acabó siendo abrevadero de expertos y arsenal de burócratas. El urbanismo, necesitado de una urgente revisión de sus fundamentos ante una revolución urbana sin precedentes, se ha recluido hoy en refugios académicos y concilios laicos, con profusión de profetas de laboratorio, pero ha dejado de ser el elemento nuclear de la política local.

Regularlo todo, en su propia imposibilidad, viene a ser el reverso de no regular nada

El discurso urbano, en la insondable profundidad de la vida a la que sirve de marco y aliento, ha quedado aplastado por la abstracción de coeficientes, aprovechamientos, algoritmos y certificados de eficiencia energética, para negocio de gestorías y comerciantes de apocalipsis. Se resucitan modelos arquitectónicos y urbanos tan burdos como los heredados del desarrollismo, blanqueados ahora con toda una jerga de ecologismo woke, patinetes, ciudades de 15 minutos, observatorios de horizontes, manzanas verdes, espacios de socialización, rascacielos ecológicos, huertos urbanos de chirimoyas y oasis de relax para mascotas.

Toda esta monumental superchería seguiría funcionando si no fuera porque la misma espesura burocrática creada por la administración para el festín competencial teje ahí su propia trampa. Alarmada por el engendro, y por la ruina de cientos de fondos inmovilizados por la burocracia, la política se afana ahora, no en devolver al urbanismo su saqueada función científica y humanista, sino en legislar solo para “agilizar los trámites”, sin ser conscientes de que son los obstáculos los que crean el negocio en una economía parasitaria.

Regularlo todo, en su propia imposibilidad, viene a ser el reverso de no regular nada. Y de esa nada, significante de la total desregulación, puede surgir el todo de la total arbitrariedad, siempre que se justifique como “generadora de riqueza” en esta competición empresarial entre ciudades, que es en lo que ha quedado aquel urbanismo de los ochenta, cuando era al ciudadano —y no a los fondos de inversión— a quien la democracia encomendaba la construcción de la polis y la gestión de la civitas.

*Salvador Moreno Peralta, arquitecto (codirector, con Damián Quero y José Seguí, del Plan General de Ordenación Urbana de Málaga 1983, Premio Nacional de Urbanismo, 1985).

Probablemente, la década de los ochenta del pasado siglo fue la de mayor exultación democrática antes de que la filoxera de la corrupción, la partitocracia y el cantonalismo arruinara sus brotes verdes. En esa década se escribió una de las páginas más brillantes del urbanismo español con la hornada de planes generales de ordenación urbana redactados en virtud de la ley del suelo de 1975, que convirtieron nuestras ciudades en la referencia europea de un urbanismo nuevo, prolongando con renacido ímpetu las corrientes procedentes de Italia, país con el que no es difícil encontrar similitudes.

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