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La extraña crisis de Alemania: cómo escoger entre ahorrar o gastar
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Ramón González Férriz

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La extraña crisis de Alemania: cómo escoger entre ahorrar o gastar

El país tiene una deuda pública del 65% (frente al 110 de España o el 123 de Estados Unidos) y un paro por debajo del 6%, sigue siendo la economía más fuerte de Europa y la mayor exportadora

Foto: El canciller alemán, Olaf Scholz. (EFE/Clemens Bilan)
El canciller alemán, Olaf Scholz. (EFE/Clemens Bilan)
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A juzgar por los chistes y las encuestas, uno pensaría que a Alemania está sumida en una profunda crisis nacional. Los amigos ya no mandan mensajes avisando de que su tren va a llegar tarde; los mandan más bien, entre risas, cuando contra todo pronóstico parece que va a llegar puntual. Los empresarios afirman que, ante las incertidumbres económicas, van a recortar seriamente sus planes de inversión. Si mañana hubiera elecciones, el partido que lidera la coalición de Gobierno, el socialdemócrata del canciller Olaf Scholz, quedaría en cuarto lugar, por detrás de la derecha moderada, la derecha radical y los verdes, el segundo partido de la coalición. El tercer partido, el liberal, ni siquiera conseguiría representación parlamentaria. Pero, en realidad, el país no está tanto en mitad de una crisis como atrapado en un dilema.

Porque la situación de Alemania no es dramática. El país tiene una deuda pública del 65% (frente al 110 de España o el 123 de Estados Unidos) y un paro por debajo del 6%, sigue siendo la economía más fuerte de Europa y la mayor exportadora. Pero, desde principios de este año, se ha sumido en una especie de depresión. Con una capacidad para la introspección y la autocrítica difícil de encontrar en otros lugares, la élite alemana está revisando ahora su modelo energético —que durante mucho tiempo hizo al país dependiente de Rusia y, luego, supuso la renuncia a la energía nuclear—, su estrategia industrial ante el auge del coche eléctrico, su dependencia comercial de China o su dejadez con las infraestructuras. El mes pasado, en mitad de este proceso, un nuevo golpe sacudió a los alemanes.

El freno de la deuda

En 2009, al principio de la crisis económica, Alemania introdujo en su Constitución la obligatoriedad de que los déficits presupuestarios no superaran el 0,35%, salvo en caso de emergencia. En 2016, la veneración por el Schwarze Null (el "cero negro", es decir, la inexistencia de números rojos) llegó a tal punto que el Ministerio de Finanzas del land de Hesse colocó en su sede una escultura que constaba de varios círculos de aluminio negros en homenaje al déficit cero. Los políticos, y buena parte de los ciudadanos, parecen adorar ese mecanismo que alienta, hasta límites un poco obsesivos y extravagantes, la responsabilidad fiscal.

Sin embargo, el mes pasado el "freno de la deuda" jugó una mala pasada al país. Durante la pandemia, el Gobierno de Angela Merkel declaró una situación de emergencia que le permitió aprovisionar miles de millones de euros extra. Sin embargo, no llegó a gastarlos todos. El Gobierno de coalición actual decidió utilizar parte de ese dinero ya reservado, 60.000 millones de euros, para acelerar la transición energética y la reconversión industrial. Pero el Tribunal Constitucional estimó que era una decisión ilegal.

Ese veredicto fue una bomba para la coalición. Los liberales afirmaron que debía respetarse y, en consecuencia, se debía reducir el gasto público para que volvieran a cumplirse las reglas constitucionales del déficit; sus líderes señalaron que era la excusa perfecta para repensar un Estado del Bienestar lleno de ineficiencias. Una parte relevante de los socialdemócratas y los verdes, sin embargo, quieren quitar de la Constitución el "freno de la deuda". Pero sería una decisión muy controvertida y que requeriría el apoyo parlamentario de los conservadores, que están encantados con la crisis del Gobierno. Scholz, en todo caso, ha dicho que no va a hacer recortes en el Estado del Bienestar, que siguen adelante los planes para apoyar a Ucrania y desengancharse de la energía rusa y que el país puede encontrar un camino alternativo para financiar sus objetivos, entre los que se encuentra el de convertirse en un gran fabricante de chips. Existe un cierto consenso en que esa financiación es importante: a fin de cuentas, buena parte de los problemas del país se debe a su renuencia a invertir grandes cantidades de dinero para modernizarse y recuperar el dinamismo perdido. Y es probable que el Gobierno encuentre algún truco para seguir adelante.

Un dilema profundo

Sin embargo, todo ello refleja un dilema profundo que está en las raíces ideológicas de la democracia alemana. El país está enamorado de su propio rigor, pero ve cómo sus competidores —no solo Estados Unidos, sino también Francia o Corea del Sur, por no hablar de China— le están adelantando en cuestiones cruciales para el futuro a medio plazo gracias, en parte, a sus generosas políticas fiscales. La élite alemana se toma enormemente en serio la eficiencia, pero no parece encontrar la manera de asumir que esta requiere ahora un poco más de gasto, no menos.

Esta semana, cuando el gobierno de coalición cumplía dos años, la televisión ARD hizo pública una encuesta según la cual Scholz tiene el peor índice de aprobación entre los cancilleres de la historia reciente: apenas un 20%. Parece una cifra exagerada para un país que, pese a estar sumido en una profunda autocrítica, sigue siendo modélico en muchos sentidos. Sin embargo, es un hecho que la coalición muestra algunas señales de inoperancia, que la derecha radical tiene un asombroso 21% de intención de voto y que no solo los trenes, sino también las carreteras o las escuelas, por ejemplo, muestran señales de declive. Pero el país parece haberse metido voluntariamente en un callejón sin salida. Este puede destruir a la coalición y devolverle el poder a la derecha tradicional. Pero ni siquiera eso solventaría los problemas. Escoger entre el rigor fiscal, por un lado, y la inversión para crecer más, por el otro, es una dificultad inherente para todo Gobierno. Pero en Alemania es algo más que eso: es un dilema filosófico que no parece tener una resolución cercana.

A juzgar por los chistes y las encuestas, uno pensaría que a Alemania está sumida en una profunda crisis nacional. Los amigos ya no mandan mensajes avisando de que su tren va a llegar tarde; los mandan más bien, entre risas, cuando contra todo pronóstico parece que va a llegar puntual. Los empresarios afirman que, ante las incertidumbres económicas, van a recortar seriamente sus planes de inversión. Si mañana hubiera elecciones, el partido que lidera la coalición de Gobierno, el socialdemócrata del canciller Olaf Scholz, quedaría en cuarto lugar, por detrás de la derecha moderada, la derecha radical y los verdes, el segundo partido de la coalición. El tercer partido, el liberal, ni siquiera conseguiría representación parlamentaria. Pero, en realidad, el país no está tanto en mitad de una crisis como atrapado en un dilema.

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