Tribuna
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Perder pie
El anuncio de la amnistía, una medida torticeramente escondida en el programa electoral del PSOE, es el símbolo de esa confusión entre medios y fines, del "todo vale"
Quiénes somos y cómo nos vemos en el mundo es en buena parte el resultado del procesamiento de colecciones variadas de informaciones, experiencias e interacciones con nuestro entorno, desde las más próximas generadas en la familia, los amigos o el puesto de trabajo, hasta las más lejanas que nos llegan a través de la educación, las lecturas, el arte o los medios de comunicación.
La integración de todos esos inputs se realiza mediante algún procedimiento que les asigna cierta importancia en nuestra vida, que va poniendo los coeficientes que ponderan su relevancia para cada uno de nosotros. Esos coeficientes se van ajustando con la reflexión, la experiencia y la relación con los demás. Se va construyendo así un sustrato de ideas, valores y actitudes con el que nos sentimos a la vez individuos y parte de un colectivo.
Este sistema de coeficientes puede desajustarse transitoriamente, por lo general como producto del estrés o de algún shock, y generar obsesiones o conflictos con nuestro entorno sin gran fundamento. Lo habitual es que este desajuste se vaya reabsorbiendo y volvamos a redimensionar las cosas de manera más acorde con la realidad. De nuevo aquí la reflexión, la experiencia y los otros ayudan a reconducir estos procesos, estos descarrilamientos puntuales de nuestra valoración de la realidad.
Pero también puede ocurrir que estos mecanismos de corrección de errores no funcionan como debieran y las desviaciones adquieran un carácter sistemático o, peor aún, una dinámica de progresiva desproporción. Este tipo de disfunción es más frecuente en entornos cerrados, ya sea por aislamiento del individuo, ya sea por lo que pudiéramos llamar el aislamiento grupal, que se produce cuando la gente se relaciona únicamente con individuos de su misma tipología. En estos casos, los sesgos pueden enquistarse y los procesos de desubicación consolidarse. Llevar, en suma, a perder pie.
El aislamiento grupal cuaja en los entornos del poder porque tienden a agrupar a gente con la misma ideología y por las relaciones jerárquicas
El protagonista de la película 'Taxi Driver' es un buen ejemplo de la pérdida de contacto con la realidad por efecto del aislamiento individual; nos muestra una persona cuyas acciones disparatadas tienen una lógica dentro de su propio mundo. Los ejemplos derivados del aislamiento grupal son tan variados como evidentes. Desde el inofensivo sesgo sistemático de los hinchas de un club de fútbol en la valoración de un penalti, al más preocupante despropósito que a veces engulle a los políticos o a quienes ocupan posiciones de poder.
El aislamiento grupal tiende a cuajar con mayor facilidad en los entornos del poder, ya sea político, económico o social, por dos razones complementarias. Primera, porque esos entornos tienden a agrupar personas de similar orientación ideológica y con parecidos mimbres culturales. Segunda, porque en ellos suelen existir relaciones jerárquicas bien definidas dentro del grupo. La combinación de estos elementos facilita la correlación de errores y abona la inercia del seguidismo (ya sea por ósmosis, efecto del liderazgo, o como reforzamiento de la pertenencia al grupo). El cuento del rey desnudo podría ilustrar esto último.
El aislamiento grupal es seguramente un fenómeno del que los implicados tardan más tiempo en caer en la cuenta, si es que lo hacen. En algunas ocasiones a los líderes de un grupo se les descompensan estos ponderadores de la realidad y este desequilibrio se transmite a su entorno; lo que provoca una actualización de sus valoraciones en la misma dirección, reforzando así el proceso. Ya hay bastante evidencia de que las redes sociales sirven más para remachar nuestras propias ideas que para tener una discusión amplia y abierta sobre las mismas.
La probabilidad de que estos desequilibrios ocurran y se extiendan aumenta cuando un colectivo se ve en liza con algún otro, de modo que la percepción de la realidad se realiza frente al otro, desde la trinchera. Decía Herbert Marcuse que nada hay que una tanto como un enemigo común.
No hace tanto que hemos asistido a este proceso de pérdida de pie en Ciudadanos que, a la postre, ha supuesto uno de los mayores fracasos políticos que se recuerdan (habría que remontarse a la destrucción de la UCD para encontrar un fenómeno de esa magnitud). Solo en términos de ese aislamiento grupal cabe entender el despropósito del seguidismo del partido, de los dislates de su líder. No son los únicos. Pensemos en la oposición de Vox a que se hable de violencia machista o el cambio climático, dos fenómenos con una evidencia empírica incontrovertible. Me temo que, a base de repetirse las mentiras unos a otros, acaban creyéndolas. Algo similar a lo que debió ocurrir con los protagonistas del procés, pero no voy a entrar en ello.
¿Y qué decir de la estrategia del Partido Socialista que calla y otorga a una dirección que parece haber hecho de su adhesión inquebrantable al poder su mayor timbre de gloria? Aunque sea a costa de haber dado a Podemos en la pasada legislatura una influencia que las urnas nunca le concedieron y admitiendo ahora la completa dependencia de los nacionalistas para retener el poder, pagando un precio que nunca nadie creyó posible. Pedro Sánchez sigue a lo suyo, aferrado al poder como los drogadictos que solo buscan un pico más, mientras es aplaudido por los miembros de su Gobierno y sostenido por el mutismo de los principales responsables del partido. Me pregunto cuánto nos va a costar recuperarnos de las implicaciones de esta estrategia. Parece que a nuestros dirigentes se les olvida que el poder es un medio, no un fin.
Me pregunto cuánto nos va a costar recuperarnos de lo que implica esta estrategia. Parece que se les olvida que el poder es un medio, no un fin
Los coeficientes que miden el valor del poder político como medio parecen haberse empequeñecido en la dirección del PSOE, mientras que los que lo entienden como un fin se han agigantado. Que esto le pase al gobierno es malo. Pero que le pase al partido es desastroso. Porque los partidos debieran ser instituciones con una proyección de largo plazo, que miran más allá de los cuatro años de gobierno, que diseñan estrategias para la sociedad que son capaces de superar el tacticismo de la confrontación política del momento. Ese es el Partido Socialista al que yo he estado votando, no el que se pliega resignado a los designios de un líder que ajusta sus principios a la permanencia en el cargo. Ninguna “misión” justifica renunciar a los valores, ninguna tarea social puede sustituir al respeto de los principios.
El anuncio de la amnistía, una medida torticeramente escondida en el programa electoral con el que el PSOE se presentó a las elecciones, es el símbolo de esa confusión entre medios y fines, del “todo vale”. Sin duda, Vox es lo mejor que le ha pasado a Pedro Sánchez, porque le ha permitido aglutinar una serie de apoyos incongruentes, cada uno con su precio y el gobierno con la cartera abierta en canal. La cartera de todos, no la suya. Un “gobierno de izquierdas” cuyas políticas dependen de Junts o del PNV, unos partidos que, hasta donde yo consigo entender, no son precisamente la punta de lanza de la izquierda.
Los socialistas han perdido pie. Más valdría que lo reconocieran y empezaran a ponerle remedio. Cuanto antes. Quizás las ideas que expone Jordi Sevilla en su último libro podrían abrir una vía de recuperación de un partido comprometido con la sociedad y no con el poder.
*Antonio Villar es catedrático de Economía de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.
Quiénes somos y cómo nos vemos en el mundo es en buena parte el resultado del procesamiento de colecciones variadas de informaciones, experiencias e interacciones con nuestro entorno, desde las más próximas generadas en la familia, los amigos o el puesto de trabajo, hasta las más lejanas que nos llegan a través de la educación, las lecturas, el arte o los medios de comunicación.