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Atrapados en la tiranía del año fiscal
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Atrapados en la tiranía del año fiscal

Cuando surge la posibilidad de asesorar en un asunto que no tiene posibilidad de producir ingresos a corto plazo, los actuales despachos-negocio cortocircuitan

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Hace falta remontarse varios milenios, hasta tiempos babilónicos, para encontrar los orígenes de la contabilidad y, con ella, la división del tiempo en períodos homogéneos que sirvieran para algo que hoy nos parece tan natural como cerrar cuentas y ver cómo ha ido la cosa y, a un nivel más empresarial, poder comparar unas compañías con otras.

Esta sana costumbre se fue perpetuando de generación en generación y extendiendo a cada negocio, por pequeño que este fuera. Y las firmas de abogados, como no podía ser menos, no fueron una excepción.

Así que cuando se van escalando posiciones en el seno de un bufete, llega un momento en el que, aparte de otorgarle a uno (con suerte), un despacho individual, le cascan un presupuesto personal anual. Vamos, como si fuera un encargado de una franquicia de comida rápida o de una tienda de móviles. Tras varios años en los que el joven letrado (o letrada) había podido por fin confirmar su vocación y se creía un personaje de The Good Wife, Suits o, para los más veteranos, Ally McBeal, resulta que su preocupación principal, la que le robará horas de sueño, no será la defensa de los intereses de sus clientes, sino si será capaz o no de llegar a final de ejercicio habiendo cumplido con el puñetero presupuesto. De cómo se fija el mismo hablaremos en otra columna, pero como adelanto les diré que no esperen nada muy científico.

A primera vista, el tema no parece tan grave. Lo malo es que la cosa no se queda ahí. Porque, con el pretexto de no encontrarse con sorpresas imprevistas a final de año y con la teórica intención de poner remedio antes de que sea demasiado tarde, se establecen unos períodos intermedios de control, hasta el punto de que el sufrido abogado empieza a tener que rendir cuentas de manera semestral, después trimestral y, como norma prácticamente universal en la actualidad, mensual. Vamos, que si antes ya era una angustia insoportable ver acercarse el cierre del año (en la otra columna explicaremos por qué siempre y sin excepción, vaya como vaya el año, el cierre es un suplicio), ahora esa tortura tiene cadencia mensual (y sé de bufetes en que el control es semanal).

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La única excepción, el único (aparente) oasis de tranquilidad surge cuando te fichan de lateral hire, es decir, cuando un despacho contrata a un letrado sénior de otra firma. En estos casos, se suele conceder una carencia de un año (en tiempos pretéritos, incluso de hasta tres) en la que no se exigen resultados. Y digo aparente porque, pese a lo que se haya firmado, a los tres o cuatro meses comenzarán las presiones (por lo general envueltas en eufemísticas reuniones de "cómo podemos ayudar a que te integres mejor"). Que se lo pregunten a Albert Rivera.

No sé, quizá es que los letrados nos hayamos confundido a la hora de comprender para qué sirve en realidad un instrumento meramente contable y lo hayamos convertido en la principal herramienta de gestión de un despacho de abogados (de esto podemos dar las gracias a Tony Angel), olvidándonos de que nuestro cometido consiste en asesorar a terceros (los clientes) cuando acuden a nosotros con sus problemas (que no tienen por qué ser necesariamente anuales y mucho menos mensuales) y no en aplicar palancas para mejorar los números detrás de los casos.

Foto: Sede de Allen & Overy en España.
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Por tanto, cuando surge la posibilidad de asesorar en un asunto que no tiene posibilidad de producir ingresos a corto plazo, los actuales despachos-negocio cortocircuitan. Porque, por mucha buena voluntad que se quiera poner, la espada de Damocles de los malditos números anuales (o trimestrales, mensuales…) acabará por generar tal presión que muchos encargos terminarán siendo rechazados. Solo se acometerán los que tengan visos de otorgar ingresos seguros de manera regular o a corto plazo.

Esta dinámica se carga (aparte de la salud mental de cualquier profesional), la posibilidad de una planificación estratégica innovadora, la búsqueda de nuevos productos que requieran de un mínimo desarrollo, que precisamente acabarían siendo los más rentables (pero en unos años), empujando a dedicarse a lo que ya está contrastado, produciendo un frenazo en la evolución del negocio y repercutiendo en la calidad del servicio (que no en su eficacia, que son dos cosas distintas). Justo lo opuesto a lo que hacen las grandes empresas de otros sectores, probablemente porque ellos sí que tienen al frente personas que saben distinguir una simple técnica de un instrumento de gestión.

* Javier Vasserot es abogado y escritor.

Hace falta remontarse varios milenios, hasta tiempos babilónicos, para encontrar los orígenes de la contabilidad y, con ella, la división del tiempo en períodos homogéneos que sirvieran para algo que hoy nos parece tan natural como cerrar cuentas y ver cómo ha ido la cosa y, a un nivel más empresarial, poder comparar unas compañías con otras.

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