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La apropiación cultural como práctica extractiva
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La apropiación cultural como práctica extractiva

Las comunidades deben disponer de recursos para reconocer el valor de sus productos culturales y adoptar un rol lo más activo posible en su protección

Foto: La cantante Rosalía fue acusada de apropiación cultural. (EFE)
La cantante Rosalía fue acusada de apropiación cultural. (EFE)

En unos tiempos en los que las prácticas colonialistas son el centro de gravedad de un sinfín de discusiones, en 2025 se cumplirán veinte años de la Convención sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales con la que la UNESCO respondió a la urgencia de establecer criterios que permitieran identificar y evitar las prácticas apropiacionistas de unas culturas sobre otras. El patrimonio, material e inmaterial, que la UNESCO protege no solo incluye los objetos y espacios propios de cada cultura sino también los conocimientos, las prácticas y las expresiones que conforman aquello que llamamos identidad cultural y que se ha transmitido de generación en generación, adaptándose en el tiempo a las nuevas coordenadas históricas, reforzando la identidad como expresión inequívoca de la diversidad cultural que merece el máximo respeto.

Son escasos los acervos culturales que no han sido colonizados por otros y somos conscientes de que existe un colonialismo que domina y se superpone a las culturas más frágiles, pero hay otro colonialismo extractivo, el de la apropiación cultural, que toma ingredientes que le son ajenos desposeyendo a sus dueños originales de valores intrínsecos que se diluyen en otros contextos extraños a su origen.

Si bien la apropiación cultural siempre ha existido, en nuestros días vive un intenso y necesario debate en todas las artes y de ello son en gran parte responsables las tecnologías de la reproducción a las que un visionario Walter Benjamin otorgaba hace ya 90 años una capacidad voraz de transformar definitivamente la relación del público con la cultura, anunciando la aparición de un mercado masivo de consumo y de transmisión de la información.

Y aquí nos encontramos, un tanto huérfanos y faltos de instrumentos para controlar un fenómeno que debilita las herencias más valiosas de las culturas del planeta. Por eso es crucial preguntarnos por los límites sobre la apropiación de los recursos pertenecientes a una determinada comunidad y cómo podríamos establecer sistemas de control que ayuden a otorgarles valor en lugar de debilitarlos por el uso mercadotécnico de sus ingredientes idiosincráticos. Y, en este sentido ¿podríamos imaginar que un pueblo pueda otorgar o no el permiso de utilización de sus recursos culturales o las condiciones de su cesión sin que se considere un límite al derecho de creación artística o libertad de expresión de quien decide utilizarlos? Porque, siguiendo a Benjamin, si la apropiación, gracias a los medios de reproducción que ostenta el mercado, puede suponer una difusión extraordinaria, hacerlo de una manera respetuosa y debidamente acreditada, podría servir para afianzar valores culturales haciéndolos precisamente más resistentes a su desaparición.

Sin embargo, la fragilidad de los patrimonios inmateriales es un hecho preocupante que necesita apoyos más contundentes y regulados que el simple enunciado proteccionista de los grandes y bienintencionados organismos internacionales. Sin duda, uno de estos apoyos podría venir del ámbito de lo legal y, en este caso con especial protagonismo, de la propiedad intelectual e industrial, aunque no sea más que porque estamos asistiendo a una sistemática apropiación cultural desde campos estrictamente regulados por éstas: moda, artes visuales, diseño gráfico, música, cosmética o medicina, por citar solo los más visibles. A este respecto es sabido, pues en eso consiste la propiedad intelectual/industrial y sus derechos en exclusiva, que utilizar una marca, un diseño, una patente o una obra de un tercero puede suponer una infracción de derechos o incluso, en ocasiones, un acto de competencia desleal fruto de una imitación o explotación de la reputación o del esfuerzo ajeno. Siguiendo esa línea, conectar la apropiación cultural y la propiedad intelectual/industrial podría construir el soporte regulado a cuyo través proteger expresiones culturales tradicionales, pero la claridad de la intención no tiene un camino fácil.

El sistema falla cuando la propiedad intelectual exige la presencia de un autor y de un titular de derechos identificables, que son quienes podrán hacer uso de los derechos morales y de explotación que la propiedad intelectual les atribuye de forma exclusiva. Además, se requiere de una fecha de creación de la obra para determinar su plazo de protección, que no es ilimitado pues transcurrido éste los derechos pasan al dominio público. Asimismo, es necesaria la fijación de la obra en un soporte tangible, lo que hace difícil la protección de un patrimonio cultural creado por un colectivo no individualizado y transmitido muy a menudo oralmente. Por lo demás, la propiedad industrial exige que un diseño o una invención deben ser novedosos para acceder al registro, lo que en derecho significa no haberse divulgado anteriormente, aspecto de por sí imposible de cumplir para recursos culturales históricos, a lo que deben sumarse las limitaciones de registrar un objeto como marca. Todo ello, hace incompatible en términos generales la protección de los ingredientes culturales colectivos por la propiedad intelectual o industrial. Asimismo, ambas disciplinas condenan la reproducción y la transformación, pero permiten abiertamente la inspiración como manifestación de la libertad de expresión o de creación artística, que es sin duda el gran caballo de batalla del uso de los recursos estéticos ajenos para la creación.

La propia Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), institución que ha analizado esta problemática en diversas de sus sesiones, establece que “Si bien los derechos exclusivos del titular de los derechos de autor incluyen normalmente el derecho a autorizar o impedir la adaptación de la obra protegida, ello no impide, en general, que los creadores se inspiren en otras obras o tomen préstamos de ellas. El derecho de autor fomenta la idea de que los artistas se basen en las obras de otros autores y recompensa la improvisación. Dicho de otro modo, se permite la inspiración y el “préstamo”, pero no la adaptación o la copia. Distinguir entre unas y otras no siempre resulta fácil”.

Resulta utópico pensar en construir un registro legal en el que ritmos ancestrales, patrones cromáticos, geometrías textiles y producciones cotidianas de los pueblos convivan con productos actuales animados de carga autoral como objetos de diseño, composiciones musicales, o tipografías de manera que pudiéramos considerar el presente y sus productos culturales que mejor nos representan como una etapa más de una historia que se remonta a las primeras producciones de la humanidad. Mientras tanto, es importante que las comunidades puedan disponer de recursos para reconocer el valor de sus productos culturales y adoptar un rol lo más activo posible en su protección. De hecho, estamos actualmente asistiendo al surgimiento de asociaciones que se proponen la defensa de estos activos, liderando las reclamaciones frente a terceros de no pocas comunidades. Por otro lado, en cuanto a los usuarios de estos recursos se refiere, deberán analizar si están en el campo de la inspiración, que es libre y necesaria, o en el de la infracción, si bien en situaciones fronterizas el camino más seguro será iniciar un contacto con la comunidad y en la medida de lo posible involucrarla en el proceso.

* Blanca Cortés, socia de Propiedad Intelectual e Industrial de ThinkSmartLaw.

En unos tiempos en los que las prácticas colonialistas son el centro de gravedad de un sinfín de discusiones, en 2025 se cumplirán veinte años de la Convención sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales con la que la UNESCO respondió a la urgencia de establecer criterios que permitieran identificar y evitar las prácticas apropiacionistas de unas culturas sobre otras. El patrimonio, material e inmaterial, que la UNESCO protege no solo incluye los objetos y espacios propios de cada cultura sino también los conocimientos, las prácticas y las expresiones que conforman aquello que llamamos identidad cultural y que se ha transmitido de generación en generación, adaptándose en el tiempo a las nuevas coordenadas históricas, reforzando la identidad como expresión inequívoca de la diversidad cultural que merece el máximo respeto.

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