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Un poco más de respeto hacia el campo y los campesinos
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Jose Luis Gallego

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Un poco más de respeto hacia el campo y los campesinos

La pugna por el voto rural está dando lugar a imágenes esperpénticas y discursos triviales que muestran el desdén de los políticos hacia el campo y sus gentes

Foto: Un pastor con su rebaño de cabras en Candelaria (Tenerife). (EFE/Cristóbal García)
Un pastor con su rebaño de cabras en Candelaria (Tenerife). (EFE/Cristóbal García)

Todos los que amamos la naturaleza y tenemos en ella aula y patio sabemos que sus mejores enseñantes son las gentes que la habitan: las gentes del campo. De hecho campo y naturaleza son tan indisociables como conocimiento y cultura, forman un todo: uno conduce a la otra, y viceversa.

Los que nos consideramos naturalistas somos en verdad devotos del campo: disfrutamos por igual recorriendo el sendero del bosque tras el tamborileo del pico picapinos, que hablando con el panadero en la tahona, acompañando al pastor con su rebaño o escuchando al calor de la lumbre al paisano de la casa rural.

"Encerrados en sus despachos, viven desconectados del campo y de los muchos problemas que tenemos quienes vivimos en él"

En los veranos de mi primera juventud pasé largas estancias en una de las mejores aulas de naturaleza al aire libre: el refugio de rapaces de Montejo de la Vega, actual Parque Natural de Las Hoces del Río Riaza, en la provincia de Segovia. Por aquel entonces ya era un devoto lector de Delibes. 'Las Ratas', lectura obligatoria en el colegio, me había contagiado un intenso apego al paisaje castellano, a sus gentes, sus campos, su naturaleza, así como al estilo narrativo de su autor: uno de los grandes paisajistas de nuestra literatura. En mi primer viaje a Montejo me leí 'El disputado voto del señor Cayo'.

placeholder El campo es además una gran aula de naturaleza al aire libre. (Jose L. Gallego)
El campo es además una gran aula de naturaleza al aire libre. (Jose L. Gallego)

Para quienes desconocen la trama de esta novela, llevada al cine por Antonio Giménez-Rico, todo transcurre en un pueblo castellano olvidado por la sociedad al que llegan desde la ciudad unos jóvenes políticos con sus carteles y folletos de campaña. Entre sus ruinas descubren a Cayo, uno de los dos únicos habitantes que le quedan al pueblo.

Aquel anciano, que vive desconectado de la actualidad informativa, ni siquiera sabe que se han convocado elecciones. Se trata de un hombre viejo y discreto, entregado a sus rutinas, que a los ojos del lector y de los recién llegados da la primera impresión de ser un desdichado, víctima del aislamiento y la soledad de la vida en el campo.

Sin embargo, con la maestría literaria y el virtuosismo periodístico que le caracteriza, el gran escritor vallisoletano da rápidamente la vuelta a la situación para descubrirnos que los desamparados en verdad son ellos: aquellos jóvenes adoctrinados por el partido que han arribado desde la ciudad, cargados de prejuicios, y que son incapaces de entender cómo alguien puede vivir allí.

Foto: Paisaje de dehesa. (EFE) Opinión

Para ellos, huéspedes del asfalto, víctimas del estrés, de la contaminación y de la peor de las soledades, que es la soledad urbana (véase el escalofriante caso de la muerte del fotógrafo francés René Robert), aquel hábitat agreste resulta inquietante. Aunque lo que les perturbará aún más es descubrir en Cayo a un ser libre, autosuficiente, plenamente ensamblado con su entorno, dueño exclusivo de su tiempo y su destino. Las opiniones de este hombre de campo suponen una enorme lección de vida, de coherencia, de arraigo a la tierra y de convivencia con la naturaleza.

Desde aquel primer viaje siempre que acudí a Montejo de la Vega, además de disfrutar de mi afición, de observar embelesado la silueta de los buitres leonados volando en círculos, sin mover una sola pluma de las alas, sostenidos por una térmica; de deleitarme a través de los prismáticos con la imponente belleza del halcón peregrino posado en la peña; de seguir el rastro de la nutria, escuchar el ulular del búho real o el ladrido del zorro, tuve la suerte de conocer a muchos paisanos que me enseñaron a valorar la vida de campo más allá de la naturaleza.

placeholder Cuadrilla de segadores en la Fiesta de la Siega de la Albufera (Valencia). (EFE)
Cuadrilla de segadores en la Fiesta de la Siega de la Albufera (Valencia). (EFE)

Hombres y mujeres de los que aprendí que ser campesino es en verdad una de las formas más nobles de habitar el mundo, y que la sabiduría y el conocimiento de sus gentes es uno de los mayores patrimonios de este país. Un patrimonio que debemos respetar y proteger tanto o más que a la propia naturaleza.

Siento un profundo respeto por las gentes que trabajan la tierra. Como señala la vieja cita de Cicerón: "La agricultura es la profesión del sabio, la más adecuada al sencillo y la ocupación más digna para todo hombre libre". Un reconocimiento que compartimos todos los naturalistas. Como mi compañero en este diario Joaquín Araujo, escritor y divulgador ambiental pero ante todo campesino en esencia, para quien buena parte de los males que aquejan al campo vienen de ese desapego del ciudadano hacia el mundo rural.

Todo ello sin caer en la cuenta de que, en realidad, todos somos súbditos del campo. "A nuestra sociedad, mayoritariamente urbana —me dice Joaquín— le cuesta reconocer esa condición parásita de los amontonados, apresurados y acomodados".

Foto: Un pastor con su rebaño de ovejas. (EFE/M. Bruque)

Porque aunque mantengamos hacia él una actitud de indiferencia, cuando no de desdén, lo cierto es que el campo es nuestro último refugio. Para la también campesina Irene Nonay "El campo es ese lugar al que siempre puedes acudir cuando no sabes a donde ir. Conectar con el paisaje y los seres que habitan en él es la bombona de oxígeno que nos mantiene con vida en este mundo globalizado y saturado".

Pero para ello necesitamos a sus guardianes, a las gentes que lo pueblan, porque como me dice esta joven campesina "el campo necesita quien lo habite y lo trabaje, pues la tierra que se abandona se vuelve yerma y no atrae a nadie".

En estos días de campaña electoral emerge de nuevo el argumento de la novela de Delibes, siendo muchos los políticos que acuden al campo en busca del voto de sus olvidados habitantes. Sin embargo, como me cuenta Irene "en el campo se vive y se trabaja 365 días al año, no solo cuando hay campaña electoral y se acuerdan de nosotros".

placeholder Irene Nonay trabajando en su finca agrícola. (@irenenonay)
Irene Nonay trabajando en su finca agrícola. (@irenenonay)

Sin perder nunca esa sonrisa honrada de quien se siente a gusto con lo que hace, identificada con el lugar que habita y orgullosa de ser 'de campo', esta joven farmacéutica que colgó la bata blanca para irse a cultivar los campos de almendros de su abuelo en las Bárdenas Reales, reclama un poco más de respeto y atención hacia el mundo rural por parte de quienes "encerrados en sus despachos, viven desconectados del campo y de los muchos problemas que tenemos quienes vivimos en él".

Menos poses, menos disfraces, menos demagogia ocasional y más interés real. La cercanía no se puede impostar. El respeto al campo se demuestra con más complicidad para resolver los problemas de sus gentes, pero no ahora, sino siempre. No desde los discursos de campaña sino desde las votaciones de los presupuestos, desde las leyes, desde las ayudas a un sector que tras años de abandono y desapego por parte de la clase política está al límite de sus fuerzas.

placeholder Joaquín Araujo en su granja de Las Villuercas, Extremadura. (Jose Luis Gallego)
Joaquín Araujo en su granja de Las Villuercas, Extremadura. (Jose Luis Gallego)

Como dice Araujo: "La única salida contra el vaciamiento es retribuir con equidad el trabajo de todo el sector primario, teniendo en cuenta que como mínimo los precios al agricultor y al ganadero deberían ser de dos a cinco veces mayores que los actuales". Algo en lo que coincide plenamente Irene Nonay al añadir que "para seguir cuidando el paisaje mientras producimos alimentos, necesitamos que la agricultura sea un medio de vida rentable y que no nos despisten con debates vacíos".

Menos discurso oportunista, menos tirarse el campo a la cabeza unos y otros en defensa de sus propios intereses y más respeto por quienes habitan el campo y lo sostienen sosteniéndonos así a todos. Esa es la cuestión fundamental. Rendir una mayor consideración hacia esa parte fundamental de nuestra sociedad, de la que todos somos subsidiarios, pero de la que los políticos solo se acuerdan cuando el señor Cayo es convocado a las urnas.

Todos los que amamos la naturaleza y tenemos en ella aula y patio sabemos que sus mejores enseñantes son las gentes que la habitan: las gentes del campo. De hecho campo y naturaleza son tan indisociables como conocimiento y cultura, forman un todo: uno conduce a la otra, y viceversa.

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