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Madrid-Nueva York: Unamuno y yo, retenidos en inmigración
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Luján Artola

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Madrid-Nueva York: Unamuno y yo, retenidos en inmigración

Después de unos 20 minutos, el policía me dijo que tenía que terminar mi proceso de entrada en Estados Unidos en lo que llaman el 'cuarto' de retenidos de inmigración

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Cruzar el famoso charco en plena pandemia es desolador. Volar a España para ir a un funeral es el único viaje macabro que puede acompañar a estos tiempos. Hacía 10 meses que no pisaba mi país, y he visto lo mismo que veo en Manhattan, pero allí duele todo más. La vida de este 2020 empieza a ser un milagro poder contemplarla, con pequeñas excepciones de antiguas costumbres que nos transportan a la época pre-vírica, pero que en cuanto uno cede a la evasión, la realidad se despierta de golpe y vuelve esta pesadilla que no acaba. Tras una estancia demasiado corta, otra vez al aeropuerto hueco en el que embarqué en el vuelo de vuelta. Y ese avión inmenso en el que antes había que hacer un camino eterno hasta encontrar el asiento, de repente era un pasillo largo, en el que estábamos 10 pasajeros. En la siguiente zona, algunos más. En 'business', cuatro y el de la guitarra.

No sé cuántas veces he podido hacer este trayecto, pero más de 30, seguro. Y nunca he pasado tanto frío ni he echado tanto de menos que alguien me meta la rodilla en la espalda o se me duerman las piernas. En cambio, todo eran viajeros que no estaban y almohadas y mantas plastificadas. Y sí, la culpa de todo la tiene el covid, pero también la guerra de visados que no permite la entrada libre en Estados Unidos salvo a los que sean americanos, los que tengan Greencard o los que sean de México o República Dominicana, por ejemplo, con quienes en estos momentos la Administración americana hace excepciones. Porque para volver a Nueva York, teniendo visado y permiso de trabajo vigente y legal, necesité además un documento de la embajada americana en España que aprobaba la excepcionalidad de mi viaje.

placeholder Aeropuerto de Barajas. (EFE)
Aeropuerto de Barajas. (EFE)

Discrecionalidad que aprueban por defunciones o contactos, según consideren. Total, para eso están los tratados internacionales, para saltárselos o para que ciudadanos legales españoles, sodomizados a impuestos americanos, generadores de puestos de trabajo para el Tío Sam, paguen, además, con no tener libertad de movimiento. Así, se ha prohibido la entrada a estudiantes, se han cancelado visados de trabajadores que llevaban una vida aquí y, de paso, se han llevado por delante unos cuantos millones de derechos. Me indigna todo lo que hoy en día no se ajusta a criterios científicos, o al sentido común.

Mi refugio en las ocho horas del vuelo fantasma fue ver la última película de Amenábar, y colocarme de compañero de viaje invisible a Miguel de Unamuno. Asiento 22 C. Me puse una manta con sus diálogos como el chaleco salvavidas amarillo para no ahogarme. Las conversaciones con su discípulo Salvador Vila, tan reales, tan enfrentadas en casi todo, tan del hoy de izquierdas y derechas, pero tan unidas por ese hilo indestructible de la amistad, la admiración y la lealtad. La voz, el acento y la interpretación de Karra Elejalde me recordaron a mi abuelo. A esa manera sobria, encorvada, medio enfadada y directa al hablar. A cómo contaba que el alcalde de Andoain, del PNV, Pablo Eguíbar, le avisó de que tenía orden de detenerlos a él y a su “cuadrilla”, y después de cuatro días escondidos, se fueron al frente.

"No me había ocurrido nunca, nos pasó a todos los que aterrizamos en este vuelo de Madrid. Los que llegaron de Londres desfilaron sin problemas"

Cuando acabó la guerra, fueron ellos, sus amigos, los que firmaron los avales para que Eguíbar pudiera volver de Francia. Me acordé de esa carta que escribió a mi abuela al enterarse de que habían matado a su padre y hermano en Paracuellos. Unas letras de alguien de otro bando que no entendía la muerte, el crimen y el horror y que, por encima de todo, era amigo, un amigo leal. Y así, con mi cabeza en los debates brillantes de Unamuno, aterricé ayer en Nueva York. Pensando en ese intelectual al que muchos consideraban un veleta, un vendido, alguien que se contradijo y que fue juzgado sin piedad por los amputados de mente que todo querían verlo en un bando o en el otro. Y todo raro y extraño otra vez. Mil preguntas sobre mi estancia en España, si había ido a otras ciudades de Europa, si había tenido contacto con positivos de covid, si volvía a trabajar, si tenía el documento de la embajada y un eterno dialogo de plexiglás, escueto como siempre, pero demasiado largo para el calor y la mascarilla. Después de unos 20 minutos, el policía me dijo que tenía que terminar mi proceso de entrada a Estados Unidos en lo que llaman el 'cuarto' de retenidos de inmigración. No me había ocurrido nunca, pero ayer nos pasó a todos los que aterrizamos en este vuelo de Madrid. Los que llegaron de Londres, media hora antes, desfilaron sin problemas.

Esta sala, llamada Secondary Inspection (segunda inspección), tiene varias filas de sillas blancas como las de los centros de salud, pero con policías en unos cubículos situados en una tarima desde la que miran con una displicencia insoportable. Está pensada para intimidar y de hecho es el primer lugar por el que pasa alguien que va a ser detenido. Y ahí estaba el policía con mi pasaporte para arriba y para abajo, sacándole brillo… Y yo, mientras, estaba empezando a cabrearme de verdad. Me giré para ver cómo estaban interrogando en la parte de atrás a un joven con capucha. Y de repente, un tipo alto con polo verde se levantó bruscamente y entonces pude ver su placa de policía. Me echó la bronca y me dijo que mirara para adelante. Que no volviera a mirar hacia atrás.

Subió a esa suerte de altar, se acercó al que sobaba mi pasaporte como si fuera a salir Aladdin y le dijo que me pidiera que me quitara mi mascarilla para compararme con la foto. Y los dos, risitas, y miraditas de esas en las que una no distingue al hombre de párvulos, al grosero o al agente de la ley. Más de media hora mientras uno tecleaba una tesis doctoral y el otro con el móvil en la mano debía estar, como mucho, jugando al Tetris. Y yo, incendiada, pero no de calor sino de rabia. Y entonces entró otro pasajero, y otro, y otro… Y los que estábamos antes en la fila nos encontramos sentados y pegados como si fuera un juicio por atraco a mano armada y, encima, sin distancia social. Y ahí, mientras me aburría pensando lo mal que sienta el poder a algunos seres humanos, seguía teniendo a Unamuno en la cabeza y ese momento en el que dejó tieso el paraninfo de la Universidad de Salamanca: "Acabo de oír el necrófilo e insensato grito '¡viva la muerte!'. Esto me suena lo mismo que '¡muera la vida!'. Y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían, he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. Como ha sido proclamada en homenaje al último orador, entiendo que va dirigida a él, si bien de una forma excesiva y tortuosa, como testimonio de que él mismo es un símbolo de la muerte. El general Millán-Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo".

Subió a esa suerte de altar, se acercó al que sobaba mi pasaporte como si fuera a salir Aladdin y le dijo que me pidiera que me quitara mi mascarilla para compararme con la foto

"Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma. Desgraciadamente, en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán-Astray pudiera dictar las normas de la psicología de las masas. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre, no un superhombre, viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como he dicho, que no tenga esta superioridad de espíritu es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor".

Y mientras miraba al frente, me sacó de esa realidad paralela que me estaba montando el golpe seco del sello en mi pasaporte. Y me acordé de los mensajes de algunos que creía amigos, poniéndome verde sin piedad por criticar a Donald Trump en anteriores artículos. Y pensé otra vez en mi abuelo y ese grupo de amigos de bandos contrarios que se salvaron la vida entre ellos. Y vi la mirada de rabia de ese policía. Y me vino a la cabeza esa ansia viva que hay por encasillar, etiquetar a fuego, y todo con una mala educación insufrible. Y repasaba el susto que tenían encima muchos de los que iban desfilando por ese cuarto de inmigración. Y volví a intentar entender qué está pasando para que los mancos esparcidores de odio y división estén contagiándose más rápido que el virus. El mundo no ha debido ser idílico nunca. Y no seré la ilusa que crea a estas alturas en él. No idealizo nada ni a nadie. Pero la crispación y la bronca están ganando y sacando de quicio a demasiada gente. Y esa curva, paralela a la del coronavirus, está agrietando más pulmones y dejando mutilados mentales por todos lados. Cogí mi maleta, que llevaba una hora y media dando vueltas en bucle, me metí en un taxi amarillo con Miguel a mi lado y nos fuimos a ver el Empire State de noche.

Cruzar el famoso charco en plena pandemia es desolador. Volar a España para ir a un funeral es el único viaje macabro que puede acompañar a estos tiempos. Hacía 10 meses que no pisaba mi país, y he visto lo mismo que veo en Manhattan, pero allí duele todo más. La vida de este 2020 empieza a ser un milagro poder contemplarla, con pequeñas excepciones de antiguas costumbres que nos transportan a la época pre-vírica, pero que en cuanto uno cede a la evasión, la realidad se despierta de golpe y vuelve esta pesadilla que no acaba. Tras una estancia demasiado corta, otra vez al aeropuerto hueco en el que embarqué en el vuelo de vuelta. Y ese avión inmenso en el que antes había que hacer un camino eterno hasta encontrar el asiento, de repente era un pasillo largo, en el que estábamos 10 pasajeros. En la siguiente zona, algunos más. En 'business', cuatro y el de la guitarra.

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