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La pobreza: ¿defecan ustedes sin correr riesgo?
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Javier Brandoli

Crónicas de tinta y barro

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La pobreza: ¿defecan ustedes sin correr riesgo?

¿Qué es ser pobre? Depende de dónde se haga la pregunta. ¿Le han dado usted alguna vez importancia al retrete que tienen en sus casas? Es un lujo que salva vidas y agresiones.

Foto: A toilet is pictured in a field outside a school near jaikisan camp village
A toilet is pictured in a field outside a school near jaikisan camp village

¿Qué es ser pobre? Fuera de Europa, entre otros lugares, quizá cambia esa respuesta. La pobreza puede ser una expectativa. No se trata sólo de ser pobre, se trata a veces de sentirse pobre. La pobreza de muchos es bienestar para otros muchos. En Europa hay cada vez más gente que se siente pobre, más familias sin recursos, más vidas rotas…, pero Europa sigue muy lejos de sufrir verdadera pobreza. Sin mitigar dramas, con prudencia, para no ofender a los pobres europeos con batallitas que minimizan su dolor hablando de países lejanos. Si debo ponerme a la cola de un centro social para recibir comida, ¿no soy pobre? Si todos mis recursos son una pensión de 400 euros, ¿no soy pobre? Absolutamente sí. Pero es una pobreza individual, un drama demoledor de complicada solución, pero no es la gangrena de la plural miseria. El viejo continente, de hecho, es una isla de “privilegios” en ese campo que cuando se vive muchos años lejos se aprende algo a valorar. Mi generación, en Europa, ha vivido tan bien que hemos perdido la perspectiva entre tanto derecho y tan pocas obligaciones.

Hay una pobreza que es endémica, alarmante, y no es la que se vive en los sistemas que muchos quieren demoler quemando contenedores. ¿La revolución extremista de izquierda y derecha es para ir a dónde? Afuera hace mucho frío, cuidado con confundir no ganar con perder. Mejor, si se puede, arreglar que demoler lo que funciona razonablemente bien. ¿Y cómo se sabe que funciona razonablemente bien? Comparando un poco con todo el resto de lo que ya existe.

Foto: Colas del hambre en Roma. La asociación de okupas en Forte Prenestino entrega alimentos a los vecinos. (Javier Brandoli)

Desde que en 2010 me fui a vivir a Sudáfrica, y luego a Mozambique, y luego a México, entendí que la pobreza más jodida no es ser pobre, es ser pobre en un país pobre. La diferencia es gigantesca. En Europa todos tienen, al menos, cubiertos unos servicios mínimos. El 70% de la población de este planeta ni siquiera sueña con la escuela, centro de salud, autobús y comisaría que tiene un europeo debajo de casa. Y, sin embargo, cuando regresé en 2019 a vivir a Europa y me instalé en Roma sentí que mucha gente estaba profundamente insatisfecha con sus vidas y pensé en las millones de vidas que me tocó contemplar antes que se cambiarían por ellos. No se cambiarían por sus vidas, se cambiarían sólo por vivir cerca de ellas. La primera y más importante lotería de la vida es el país en el que naces. El niño que nace en una familia pobre de Nápoles, Londres o Barcelona lo tiene difícil, el niño que nace en una familia pobre de Nairobi, Tegucigalpa o Manila lo tiene casi imposible. Esa es la pobreza más cruel, la que te cae encima por geografía, como si más que tu madre te pariera un país entero.

El país que vive de las pensiones

“No duermo casi. Estoy cansada, pero no duermo. Vivo con la angustia de aún poder empeorar más. No sabes cuándo acabará esta pesadilla, ni si acabará”, explicaba Ornella Abbate, romana de 52 años, con dos hijos, en un reportaje que publicamos en octubre en El Confidencial sobre okupas que recogían y daban comida a las arruinadas clases medidas de su barrio. Ornella vestía bien, iba maquillada, era culta, pero trabajaba sin contrato llevando las cuentas de un hotel de la periferia que tras el virus echó el cierre definitivo. “Mis hijos y yo vivimos con la ayuda de mis padres. Espero que llegue un trabajo, pero a mi edad lo veo difícil. Siento vergüenza de pedir. Antes yo ayudaba a los demás, salía a cenar, iba a la peluquería… Nunca digas nunca jamás. Nos han quitado la esperanza del mañana”, decía.

Según datos del Instituto de Estadística de Italia (Istat) de inicios del pasado marzo, hay 5,6 millones de personas en pobreza absoluta en Italia. La pandemia ha subido 1,3 puntos esta cifra respecto a 2019 y ahora es un 9,4% del total de la población.

placeholder Entrega de alimentos en una asociación okupa (J.B.)
Entrega de alimentos en una asociación okupa (J.B.)

Italia es además un país de ancianos. Un curioso símbolo de riqueza. Donde hay ancianos ha habido mucho bienestar: a viejo llegan los que se pueden cuidar. Hoy ese bienestar se traduce en que hay muchas familias en Italia que dependen económicamente de sus pensiones. Según datos del Istat, los abuelos salvan a 7,4 millones de familias italianas de la pobreza con sus “salarios”.

Por último, en Italia, según un estudio de Caritas, hay 50.724 personas sin hogar. La cifra ha aumentado en los últimos años. La plaza de San Pedro del Vaticano es cada noche un campamento de sin techo, pero también ahora que no hay turistas en Roma lo es el Panteón o el Tíber donde acampan decenas de personas.

Por tanto hay más pobres, más ancianos manteniendo familias y más sin techo. Mal. Un problema grave. Pero todos ellos están muy lejos de la realidad y cifras de la mayor parte del globo. Tener una simple pensión, una medicina pública que te atiende siempre, una escuela gratuita que puede llevarte hasta la universidad, un grifo al que llega agua potable, una cisterna que se lleva excrementos, un policía fiable… Es un lujo para el resto de pobres de la mayor parte del mundo. Un simple dato: la ONU afirma que sólo el 29% de la población mundial tiene cobertura de la seguridad social y el 50% no tienen acceso a servicios sanitarios básicos.

A ese drama de crecimiento de pobreza que hay en Italia se suma el de muchas personas que se sienten desgraciadamente pobres y que en realidad no lo son. Pobreza no es no poder viajar, ganar un sueldo ajustado a los gastos, no tener algún canal de pago en televisión, no comprar ropa nueva... Por muy decepcionante que pueda resultar todo eso. A veces escucho a ciudadanos que dicen que viven como en Uganda, Perú, o Camboya. Al oírlo se tiene sólo una certeza: el autor de la frase no ha estado en Uganda, Perú o Camboya.

El país de los vagabundos abandonados

Por ir desengranando poco a poco el planeta en vez de llegar rápido a la manida África o América Latina para hablar de cruda pobreza, merece la pena acercarse a la realidad de Estados Unidos. De sus pobres me refiero. Las diferentes veces que he viajado allí lo que más me llamó la atención es la cantidad de vagabundos que uno puede ver en las calles. Llega a abrumar. En los grandes y vacíos estados rurales del medio oeste uno va pasando con el coche y ve ranchos endebles y perdidos, posiblemente desestructurados dentro, desconozco esa realidad de cerca, pero en las grandes ciudades de Chicago, Nueva York, Washington, Miami, o en el riquísimo estado de California, la pobreza está desparramada obscenamente en las calles sin que a nadie le importe. He visto en la superpotencia americana imágenes que no he visto en países mucho menos desarrollados.

Foto: El 'Golden Gate' en San Francisco. (Reuters)

En San Francisco alquilamos una semana un apartamento en el centro, cerca del Ayuntamiento y la Ópera. Nuestro entorno era tétrico, parecía la serie The Walking Dead con decenas de mujeres y hombres deambulando como zombis. En una ocasión encontramos a un tipo defecando en la calle, frente al portón de nuestro párking junto a una mujer que dormía tirada en la acera. En San Diego la imagen fue bizarra. Tropezamos con un campamento de vagabundos en el que eran todos ex combatientes. Eran cientos, con los estandartes de sus regimientos colgados por todas partes como si su única dignidad ya fuera demostrar que se jodieron la vida por luchar por la patria de los otros. Les habían puesto unas tiendas de campaña y unos baños portátiles (luego haré una analogía con eso).

placeholder Campamentos de excombatientes en San Diego. (J.B.)
Campamentos de excombatientes en San Diego. (J.B.)

En el centro histórico de Los Ángeles y por la noche en la playa de Venice Beach vimos campamentos de cientos de personas que duermen bajo plásticos. En Palm Springs, la vacacional y lujosa ciudad de Elvis Presley en medio del desierto, cuando se puso el sol, en la céntrica zona de Indian Canyon Drive, sólo quedaba en la calle la cicatriz de decenas de vagabundos y yonquis que daban gritos para confirmar que sus quejas aún se diferenciaban del ladrido de los perros callejeros con los que compartían cartones.

placeholder Hollywood Boulevard en Los Angeles (J.B.)
Hollywood Boulevard en Los Angeles (J.B.)

Hay 532.000 sin techo en EEUU, según la OCSE. En 2016 escribí un reportaje sobre la pobreza en California, un estado que si fuera un país estaría entre la 7 y 10 economía más grande del mundo. Según datos del Gobierno estatal, había en 2016 un 16,4% de californianos que vivían en la pobreza y un 40% en ella o rayando la pobreza. El último informe, de 2018, antes del impacto del covid, bajaba esa cifra a un 35,2%

Es evidente que los estadounidense apostaron por otra sociedad, por tener la sanidad que cada uno puede pagarse, por incentivar la escuela de los mejores con becas o por la seguridad de tener un arma en casa…, pero entre ser pobre en Madrid o en Los Ángeles, parece mejor Madrid. ¿Eso es bueno como sociedad? Decidan ustedes.

El país de los niños trabajadores

La primera vez que enfrente la pobreza estructural fue en un viaje de trabajo en Perú hace ya muchos años. Vi a un niño de tres años, Juan, sentado sobre unos ladrillos que se cocían al sol abrasador de un secarral llamado Ladrilleras, a las afueras de Lima. Juan tenía la piel de un anciano y una sonrisa arrugada y triste. Porque Juan trabajaba. Porque con tres años pesaba poco y podía caminar sobre ladrillos de adobe extendidos sobre una polvareda a los que iba dando la vuelta sin romperlos para que terminaran de endurecerse. Sus padres estaban allí, sentados junto a él, esperando que el calor terminara de hacer sus ladrillos y decidir si venderlos o, para tener algo que comer, meterse toda esa arcilla en la boca.

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Juan en las ladrilleras de Lima (J.B.)

En aquel viaje visitamos muchos lugares paupérrimamente miserables en los que vivían cientos de miles de personas, en desiertos, montañas o selvas. De cerca, en esos números, en esas cantidades, en esa obscena certeza de saber que todos ellos están condenados a parir más pobreza, el mundo es un bofetón de realidad. Según el informe del Instituto Nacional de Estadística de Perú, cerca de dos millones de niños y adolescentes peruanos trabaja, lo que coloca al país a la cabeza de Sudamérica. Hay diversos informes al respecto, pero todos sitúan entre un 17% y un 22% la tasa de trabajo infantil. Es decir, hay casi dos millones de niños en el país que lo primero que aprenden es que son muy pobres y su “juego” es sobrevivir.

Esa pobreza infantil desemboca en mil dramas. Desde luego, el primero, es una especie de condena vital que se recibe en forma de herencia: la pobreza se hereda en familias y países. El otro es que entre la necesidad surge con facilidad la bajeza del ser humano. “Aquí tenemos un grave problema de prostitución infantil”, me explicaba un trabajador social en la amazónica ciudad peruana de Iquitos. Las calles estaban llenas de mensajes y carteles que denunciaban ese abuso. “Hay prostitución de menores en casi todos los hoteles de Iquitos”, denunciaba en 2014 la congresista peruana Rosa Mavila.

placeholder Ladrilleras en Lima (J.B.)
Ladrilleras en Lima (J.B.)

Iquitos es una ciudad extraña. Una de esas cabronadas de la aldea global donde unos pocos ganaron muchísimo dinero con la extracción y comercio del caucho a finales del siglo XIX y comienzos del XX a costa de múltiples y aberrantes abusos de las comunidades indígenas y de tropas de trabajadores. La fiebre del oro pasó y se quedó una pobreza contagiosa entre las calles de una ciudad de ínfulas europeas en la que hoy viven miles de personas en barcazas endebles que flotan en el amazónico barrio de Belén. Pobreza estructural es nacer para prostituirte.

El país sin retretes

Empezamos a cruzar charcos secos. No parecían charcos de lluvia, eran charcos de aguas residuales. Había humo, olor a carbón. Donde hay mucha pobreza siempre hay alguien que prepara comida. Esa idea me quedó de las barriadas mexicanas donde no falta un vendedor de tacos o tamales. El mejor negocio en la pobreza es vender alimentos. Se come en cuanto se puede no vaya a ser que luego no se pueda comer.

Nosotros estábamos en Sinai, una barriada de Nairobi, y caminábamos deprisa para contemplar el logro del proyecto de Mama Jane. De pronto giramos a la derecha, por un espacio entre chabolas que no sería más ancho de un metro y medio, y llegamos hasta un centro de acogida de menores sin hogar. Jane Orifa Zadock, Mama Jane, creó este orfanato para niños de la calle en el que ayudaban algunas ONG españolas como Aztivate o la Kobo Trust Foundation. Clara Macías, una joven española que colaboraba con ellos, nos hacía de guía. Finalmente llegamos, vimos a decenas de niños que tenían una casita de latón, con una escuela cerca y comida. “Mucho”, tenían “mucho”, pero nos querían enseñar su última milagrosa adquisición de la que estaban muy orgullosos todos: un retrete. Era uno de esos retretes portátiles de plástico, como los que le pusieron a los ex soldados en San Diego. Un lujo, nos contaron, que había generado envidias en muchos vecinos.

placeholder Baños públicos en Maputo (J.B.)
Baños públicos en Maputo (J.B.)

En los años que estuve en África hice varios reportajes sobre la importancia de los retretes. ¿Le han dado usted alguna vez importancia al retrete que tienen en sus casas? Es un lujo que salva vidas y agresiones. Recuerdo una historia sobre el escándalo de barriadas en Sudáfrica en las que habían construido unos retretes abiertos, sin muros, para los vecinos. No había protección ni intimidad para que las personas fueran al baño en una zona con altos índices de agresiones sexuales y Sida. Se defecaba u orinaba a la vista de todos. El escándalo acabó en el Tribunal Supremo que sentenció que esas construcciones comunitarias eran ilegales.

placeholder Baño en un hostal de Cuamba, Mozambique (J.B.)
Baño en un hostal de Cuamba, Mozambique (J.B.)

En Zimbabue recuerdo una historia de un brote de cólera en la ciudad de Bulawayo en la que las autoridades pidieron a los vecinos que todos los lunes a las siete de la tarde tirarán de la cadena a la vez o lanzaran agua con cubos en los retretes, zanjas o pozas para intentar que la enfermedad desapareciera. En Mozambique visitaba las barriadas de las afueras de la capital, Maputo, con un proyecto que pretendía meter retretes saludables en barrios y escuelas. En aquel reportaje, que se tituló “La lucha de las letrinas”, contaba que sólo el 38% de las casas de Mozambique tenía acceso a una letrina aceptable. La ONU recuerda que las diarreas son la segunda causa de muerte infantil en el mundo. Según un informe de 2017 de la Organización Mundial de la Salud, “mueren cada año 525.000 niños menores de cinco años por diarreas”. Son enfermedades, dice la OMS, previsibles y tratables. Otro informe de la ONU cifra que 432.000 de esas muertes se producen por tener las casas un saneamiento deficiente. Pobreza estructural es correr riesgo hasta cuando se va a defecar.

¿Qué es ser pobre? Fuera de Europa, entre otros lugares, quizá cambia esa respuesta. La pobreza puede ser una expectativa. No se trata sólo de ser pobre, se trata a veces de sentirse pobre. La pobreza de muchos es bienestar para otros muchos. En Europa hay cada vez más gente que se siente pobre, más familias sin recursos, más vidas rotas…, pero Europa sigue muy lejos de sufrir verdadera pobreza. Sin mitigar dramas, con prudencia, para no ofender a los pobres europeos con batallitas que minimizan su dolor hablando de países lejanos. Si debo ponerme a la cola de un centro social para recibir comida, ¿no soy pobre? Si todos mis recursos son una pensión de 400 euros, ¿no soy pobre? Absolutamente sí. Pero es una pobreza individual, un drama demoledor de complicada solución, pero no es la gangrena de la plural miseria. El viejo continente, de hecho, es una isla de “privilegios” en ese campo que cuando se vive muchos años lejos se aprende algo a valorar. Mi generación, en Europa, ha vivido tan bien que hemos perdido la perspectiva entre tanto derecho y tan pocas obligaciones.

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