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¡Qué vengan en avión! Cómo acabar con las muertes y mafias en el Mediterráneo
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Ilya Topper

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¡Qué vengan en avión! Cómo acabar con las muertes y mafias en el Mediterráneo

Bastaría con expedir visados a todo africano que lo pidiera para acabar con las mafias de la migración y sus mitos de prosperidad. Solo así Europa recuperará el equilibrio

Foto: Migrantes en el Mar Mediterráneo. (Reuters)
Migrantes en el Mar Mediterráneo. (Reuters)

El Mediterráneo se ha convertido en un cementerio: 33.000 en el último cuarto de siglo. 14.000 muertos en cinco años. Casi 4.000 solo en 2016. Las cifras son abrumadoras, espantosas. Hay diarios que nos lo explican gráficamente: portadas en blanco, listas de nombres, páginas repletas de salvavidas.

Tenemos un síndrome de salvavidas. El debate gira alrededor de esta misión: si hay que salvar más o menos, en qué puerto desembarcar, dar la foto o no darla. ¿Hace falta mostrar la crueldad para despertar nuestra conciencia? Porque de nuestra conciencia se trata, o eso parece. Ellos mueren y nosotros no hacemos lo suficiente para salvarlos. Es culpa nuestra.

Vamos a tener claro esto: cuando alguien se ahoga, es una obligación salvarlo. No solo ética: es un imperativo legal. No hacerlo es un delito tipificado como denegación de auxilio. Obstaculizar la labor de quienes intentan salvar a náufragos en el Mediterráneo es un crimen. Y no importa si alguien se ha lanzado al mar porque quiso, por necesidad o en plan suicida. La ley es la misma.

Eso parece que en Europa se ha olvidado. Porque, frente a los criminales que dificultan la labor de salvamento – Salvini y quienes lo apoyan desde la derecha–; la prensa y los pensadores que reivindican más salvavidas –digamos, la izquierda– se justifican mediante un discurso que creen hermoso, pero que es preocupante. Los migrantes que se lanzan al mar no tienen la culpa, se nos dice. No tienen otra opción. Huyen de un mundo invivible, un mundo que nosotros hemos destrozado. Nosotros somos responsables de que crucen el mar. Y, por eso, es nuestra obligación salvarlos. (¿Si no fuera culpa nuestra, sería legítimo dejar que se ahoguen?).

Donde vivir es, ¿imposible?

Este 'mea culpa' pretende evitar el debate. Lo diré con las palabras de la alcaldesa Ada Colau, no para darle gusto a su club de 'haters' sino porque resume bien el discurso que desde hace dos décadas caracteriza a la izquierda: "Nadie se lanza al mar arriesgando su vida si no es porque realmente lo necesita. Distinguir a las personas según de dónde vengan creo que es inmoral y no está justificado desde el punto de vista de la legislación de derechos humanos". No es algo limitado a España. El diario berlinés Tagesspiegel define a quienes se ahogaron en el Mediterráneo como “quienes huyen del terror en su país, quienes huyen de su país por hambre, sequía, bombas”. El mensaje es el mismo: al otro lado del mar, vivir es imposible.

Pensar que no todos los africanos que se montan en la barca realmente necesitan huir de su continente para sobrevivir, que haya diferencias según el país o la región, eso es “inmoral”. Nosotros no somos quiénes para decir si lo necesitan o no: vivir en Europa es un derecho que se adquiere arriesgando la vida. Quien lo hace lo necesita. Este es el parámetro de selección. Socialdarwinismo puro.

Mientras, hay europeos que se lanzan al mar, a los hielos del Everest o desde la cornisa de un rascacielos jugándose la vida sin necesitarlo en absoluto. Por deporte, por ganas de aventura, por interés científico, por anhelo de fama, incluso por codicia. Eso los europeos, claro. Los negros no tienen este tipo de motivos. Solo se lanzan al mar por instinto de supervivencia.

Los que huyen de nuestras guerras

Podemos parar aquí y dedicarnos a la inmoralidad de distinguir de dónde vienen esos migrantes. En 2017, más del 70 % de las 28.000 personas que llegaron a España por mar o por valla eran de Marruecos, Argelia, Guinea, Costa de Marfil y Gambia. Ninguno de ellos está en el top 10 de los países más pobres de África, y tampoco están en guerra. En Italia, el país más representado era Nigeria, seguido de Guinea, Costa de Marfil, Bangladesh, Mali, Gambia, Senegal, Eritrea, Marruecos y Sudán. En 2019, Nigeria desaparece de la lista y lo reemplaza... Túnez.

No sé si ustedes han pasado sus vacaciones alguna vez en Túnez o Marruecos. Y si, de hacerlo, han concluido que el gran déficit de democracia, derechos humanos y reparto de la riqueza en estos países no tiene solución y que sus ciudadanos harán bien en huir cuanto antes. Tampoco sé si ustedes conocen los movimientos sociales y políticos en estos países que intentan buscar soluciones en lugar de huir.

Pero ¡y los sirios! escucho decir. Del millón de personas que llegaron a Europa en 2015, la mitad eran sirios. ¿Estos no son refugiados que huyen de las bombas?

Lo son. Y precisamente por esto es fundamental hacer la diferencia – esa que “no está justificada”– entre refugiados e inmigrantes. Los sirios tuvieran que huir de su país para salvar la vida. Europa, según las leyes de las que se dotó la humanidad hace 70 años, está obligada no solo éticamente sino legalmente a acogerlos. Eligió no hacerlo, violando la ley. Con ello no solo cometió un crimen, sino algo peor: un error.

Pero este medio millón de sirios que se embarcó a las islas griegas –recuerdan la foto del niño ahogado Alan Kurdi– no arriesgó la vida para huir de las bombas. Sino para abandonar un país en el que tenían trabajo (malpagado), escolarización, sanidad gratuita y hasta cartilla de racionamiento. Eran refugiados, sí, pero tenían opción. Esto no debería hacernos olvidar los otros dos grandes colectivos que se agolpaban en las barcas del Egeo: afganos e iraquíes. Con mucho menos atención por parte de Turquía y de la prensa, ellos sí huían de nuestras guerras -si llamamos “nuestras” las que ha lanzado Estados Unidos-. Eso sí, con un retraso de años, esperando en vano una solución internacional, un asilo que nadie les ofreció. Pese a la ley.

Refugiados de Níger: cero

La llegada de refugiados no le toca a Europa. Le suele tocar a los países vecinos del que esté en guerra. A Europa solo llegan a rastras de los flujos de migración económica.

Si por guerras fuera, ahora tendríamos cola de yemeníes. Las cifras: hubo 50 entre los 16.000 personas que cruzaron el Mediterráneo entre enero y marzo pasados. Si es por hambrunas y pobreza, debería llegarnos buena parte de los 20 millones de habitantes de Níger, el cuarto país más pobre de África, un PIB per cápita a la mitad del de Gambia. Las cifras: cero. El país está en plena ruta de la migración: en 2016, decenas de miles de africanos lo cruzaban cada mes para dirigirse a Europa. ¿Por qué los nigerinos no? Porque ellos organizan el tráfico. Ponen la oferta, no la demanda.

Sí, es hora de decirlo: el flujo migratorio de África y Asia hacia Europa tiene muy poco que ver con pobreza, sequía o guerras y mucho con un negocio organizado de traficantes. Con dinero. ¿Quieren saber cuánto? Multipliquen el número de personas que llegaron a Europa con los quinientos o mil euros que pagan por una plaza en la barca. Tripliquenla por los intentos fallidos. Súmanle lo gastado en el viaje. Los chantajes y rescates exigidos bajo amenaza de muerte por las mafias en el camino. Los muertos. La Europol calculó que los beneficios alcanzaron 5.000 millones solo en 2015, y unos 2.000 millones anuales desde entonces. Dinero gastado en jugar a una ruleta rusa.

¿De dónde sale este dinero? Se lo diré: del trabajo de los africanos. Hay gente que se desloma de sol a sol y ahorra. Algo no tan diferente a su destino si ganan por fin a la ruleta rusa y acaban bajo los plásticos de los invernaderos de Almería o de Apulia. Hay quien encadena trabajos durante cinco años, pasando de un país africano al siguiente, para apostarlo todo por fin al disparo final. A esto, a trabajar y a ahorrar, es lo que llamamos aquí “no poder sobrevivir”, “no tener opción”.

La estafa de Europa

Solo vemos a quienes se arriesgan -en torno a un 20%, según la Unión Africana-. A ese otro 80% que migra para huir de una guerra o para buscar trabajo, pero sin salirse del continente, no lo vemos. Ir a trabajar de Nigeria a Libia y volver a casa cuando las cosas se ponen feas puede ser razonable, pero no interesa: destrozaría el discurso que nos obliga a acoger al otro 20% por pura humanidad.

Este discurso humanitario alimenta dos mafias. Una es la red de empresas europeas de alta tecnología que reciben dinero público para “blindar” las fronteras de Europa. Cientos de millones al año que los políticos tienen muy fácil justificar: si no lo gastamos -nos dicen- toda África viene a invadirnos. Total, no tienen otra opción. No pueden sobrevivir en sus países. Y nosotros decidimos creerles. Enarbolaremos alguna pancarta pidiendo que se derriben las vallas y se erradiquen las fronteras, así, a lo grande, pero ni nosotros mismos nos las tomaremos en serio. Porque, si no hubiera fronteras, ningún refugiado podría ponerse a salvo en ninguna parte. ¿Es eso lo que queríamos?

La otra mafia es la de las lanchas, que se beneficia aún más e incluso aprovecha el remedio de los salvavidas. Esos buques que recogían a los náufragos jugándosela frente a Salvini y sus cómplices se convirtieron en un eslabón más de la cadena. Los traficantes ya no tenían que mandar las barcas hasta la otra orilla, sino que ahora les bastaba con llegar a un incierto sector marítimo donde hubiera salvavidas. Ahora bien, retirar los buques – lo cuenta el reportero Karlos Zurutuza – no redujo la migración. Solo aumentó las muertes.

Y este mismo blindaje, este obstáculo casi insalvable, respalda el mito de una Europa-paraíso que compensará todos los esfuerzos. Los propios migrantes, una vez llegados, enfrentados a la dura realidad de que el pastel no es el que se esperaban, colaboran con el bulo: da vergüenza admitir que han pagado por un inmenso fraude.

La migración a Europa a través del Mediterráneo es una estafa creada a mayor beneficio de las mafias a ambas orillas. Y si tenemos culpa en ella no es por lanzar pocos salvavidas, sino por contribuir a un discurso alarmista que, bajo pretexto de compadecerse con los pobres africanos, los atrae a esa trampa mortal.

Vida al otro lado del cementerio

La realidad es más sencilla. La realidad es que existe vida al otro lado del cementerio. Bastaría con expedir durante dos o tres años visados y billetes de avión –un trámite online de 24 horas– a todo africano que lo pidiera. Los políticos que tengan el valor de hacerlo serán barridos por la ultraderecha en las siguientes elecciones. Pero no pasaría más de un lustro y se lo agradeceríamos: solo así, Europa recuperará su equilibrio.

El demográfico, en primer lugar: Europa necesita un millón de inmigrantes al año para compensar el envejecimiento de la población que lleva a la ruina al cualquier Estado de bienestar. No lo digo yo, lo dice Forbes y lo dicen los bancos.

En segundo lugar, un equilibrio laboral. Lo que habría al cabo de dos o tres años no sería una flujo de África a Europa sino una sana circulación de personas, como ahora la hay dentro de la UE: todo africano que no encontrase trabajo en Europa simplemente utilizaría el billete de vuelta para regresar a casa (lo digo yo, pero también lo dice Stephen Smith). Porque aunque a algunos les cueste imaginarlo, a los africanos también les gusta dormir en una cama normal y tener un trabajo legal en lugar de correr ante la policía y hacinarse en un piso patera.

En tercer lugar, uno financiero. Esos miles de millones anuales que no se gastarán en pagar a la mafia, los utilizarán para invertir en negocios, en salud, en la educación de sus hijos. En África.

Y en cuarto lugar, un equilibrio social. Si dejamos de convertir el camino a Europa en una carrera de violaciones, robos, chantajes, palizas y mares; si dejamos de aplicar lo peor darwinismo para que solo lleguen a Europa los más duros, curtidos en la peor de las escuelas de supervivencia, quizás nos encontraríamos con una población africana inmigrante mucho más similar a nosotros. Hombres y a mujeres que no lleven a cuesta traumas y golpes, sino ilusión y confianza.

La migración no es un problema: la humanidad no existiría sin el flujo de poblaciones de un continente a otro. Tampoco es un drama. Un problema es que todos nosotros, tanto europeos como africanos, nos estamos arruinando en un cruel juego de Supervivientes. Que seamos lo suficientemente estúpidos como para no ver que es una estafa, eso sí es un drama.

El Mediterráneo se ha convertido en un cementerio: 33.000 en el último cuarto de siglo. 14.000 muertos en cinco años. Casi 4.000 solo en 2016. Las cifras son abrumadoras, espantosas. Hay diarios que nos lo explican gráficamente: portadas en blanco, listas de nombres, páginas repletas de salvavidas.

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