En itinerancia
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Sopa de murciélago, asado de perro. ¿Realmente se come de todo en China?
Ni murciélagos ni ratas ni civetas ni pangolines ni serpientes forman parte del menú estándar de la cocina china contemporánea
“Me daba apuro estornudar dentro del taxi, así que bajé la ventanilla, pero acabé por estornudarle a un hombre que pasaba. Se debió de quedar preocupado cuando vio mi cara china”, me contaba allá por febrero del año del covid-19 un taiwanés resfriado. Tras medio año fuera de Taiwán, mi amigo era entonces un más que improbable foco de contagio de coronavirus; yo, en cambio, hacía tan solo dos meses que había salido de China continental y podría haber despertado algún recelo. Pero no, era su cara asiática la que atraía aprensiones y chistes continuos sobre sopas de murciélago.
Ahora que somos los occidentales quienes nos miramos con desconfianza y nos lavamos las manos con brío tras saludarnos, ahora que somos los europeos los que vemos nuestros viajes a Asia limitados por miedo a infecciones importadas, ¿nos costará menos comprender que las enfermedades son cuestiones humanas y globales?
Aún queda mucho por sacar a la luz sobre el origen exacto del virus causante del covid-19, aunque se ha asociado a los murciélagos y se ha señalado que animales como tal vez el pangolín podrían haber jugado el papel de transmisor (igual que la civeta en el caso del SARS). El hecho de que los primeros enfermos diagnosticados se asociaran a un mercado de animales dio pronto carta blanca a comentarios muy maliciosos sobre qué comen los chinos: todo lo que se menea, según la malicia popular. No importa que el vídeo de una reportera china degustando sopa de murciélago fuera grabado en Palau, ni que la comunidad china se organizara pronto con la campaña “no soy un virus”: la lista de estereotipos desfiló con el disfraz de chiste.
A lo largo de mis años viviendo en China he visto tortugas para guisos a la venta en mercados físicos y online, he comido sándwiches de carne de burro típicos del norte del país y rana de Sichuán, y he tenido constancia de los controvertidos mercados y ferias de carne de perro en regiones localizadas del sur de China. Sin embargo, como cualquier nacional o 'expat' aclimatizado puede atestiguar, ni murciélagos ni ratas ni civetas ni pangolines ni serpientes forman parte del menú estándar de la cocina china contemporánea.
Como la profesora de Cultura Culinaria Zhou Hongcheng explica, en China el problema del lucrativo mercado de animales salvajes no reside tanto en la gastronomía, como en leyes anticuadas y en arraigadas creencias sobre la salud. Por ejemplo, el tráfico de pangolines para consumo de carne ya era ilegal antes del covid-19 y se percibía con rechazo (en el sur de China, las fotos de un banquete de pangolín servido en 2015 por un político corrupto despertaron espanto). Sin embargo, el tráfico de pangolines con fines medicinales, para aprovechar sus escamas en tónicos y remedios, es una práctica con hondas raíces.
En la concepción holística de la medicina tradicional china, lo fundamental no es curar, sino prevenir las enfermedades. Es decir, la medicina no es solo una rama del saber manejada por expertos, sino una forma de vida donde la dieta juega un papel fundamental para equilibrar el cuerpo. Prevenir y curar con comida sería preferible a acudir a medicamentos. Por ello, personas con diferentes flujos, condiciones o naturalezas deberían utilizar estos o aquellos condimentos o remedios; en determinadas estaciones las mujeres priorizan ciertos tés y los hombres otros; en caso de inflamación mejor evitar el picante, etc. Si en Europa la charla de ascensor pasa por el tiempo que hace, en China es clásico recomendarse un “bebe mucha agua caliente”; incluso una vez cierta camarera se negó a servirme un plato porque sus ingredientes me iban a ir fatal para una herida de la que me estaba recuperando.
Por otra parte, la creencia global de que "lo parecido alimenta lo parecido" (以形補形) ha favorecido que ciertas partes animales se utilicen en tónicos o medicinas para sanar partes similares del cuerpo humano (remedios a base de penes y testículos animales para potenciar la virilidad son ejemplo clásico). El hecho de que cuanto más difícil de encontrar sea un animal, más aumente su valor en la escala medicinal favorece que animales exóticos sean todavía más codiciados por los dueños de granjas.
Sin embargo, este tipo de superstición no es ni mucho menos exclusiva de China. En todo el mundo existen prácticas de “magia empática” basadas en que lo similar afecta lo similar y de que cosas que han estado en contacto seguirán influyéndose. Clavar agujas en el muñeco que representa a una persona para dañarla, comer nueces para incrementar la inteligencia porque recuerdan la forma de un cerebro, usar mechones de cabellos robados para crear bebedizos de amor... son ejemplos internacionales. De hecho, incluso la homeopatía (del griego, 'igual' y 'dolencia') se erige sobre ese viejo principio de que "lo similar cura lo similar".
En los últimos años, en un esfuerzo por acabar con la tremenda pobreza de las zonas rurales, el gobierno chino fomentó la creación de granjas escasamente controladas. Se reportó que 19.000 fueron cerradas a raíz de la explosión del coronavirus y se sospecha que entre ellas muchas podrían haber albergado todo tipo de animales salvajes destinados al mercado medicinal (tres mil dólares por un kilo de escamas de pangolín, se calcula).
En febrero de 2020 se prohibió el tráfico de animales salvajes de forma permanente en China, en abril se sacó a los perros de la lista de animales comestibles y ciertas ciudades han prohibido directamente su consumo; también se planea regular por fin el uso de animales en medicina tradicional. Todavía hay mucho que cambiar en las imperfectas leyes de protección de la vida salvaje y abuso animal, en la insalubridad de los mercados de animales vivos y en la tolerancia hacia supuestos tónicos y remedios. Pero, por favor, que esto no sea excusa para caer en tópicos. La actitud de las nuevas generaciones chinas es mucho más sensible ante el bienestar animal, y los consumidores jóvenes son exigentes con respecto a la salubridad de restaurantes y mercados.
Justo tras la aparición del coronavirus, al abrir mis redes sociales chinas, la pantalla del móvil se cuajaba de mensajes contra el consumo de animales salvajes. En un país donde publicidad y propaganda son indistinguibles, es un indicio de que se están dando pasos para endurecer la legislación.
Ahora que las tornas del coronavirus han dado una vuelta completa, que Europa y América Latina han pasado por duras cuarentenas y que son los turistas europeos quienes se han visto vetados en las fronteras de China, resulta más urgente que nunca que todos asumamos que la cara de la enfermedad no es asiática. Las enfermedades no han sido nunca patrimonio de un país ni de una etnia. Mucho menos en esta época hipercomunicada, y muchísimo menos aún si queremos encontrar soluciones coordinadas a problemas globales.
“Me daba apuro estornudar dentro del taxi, así que bajé la ventanilla, pero acabé por estornudarle a un hombre que pasaba. Se debió de quedar preocupado cuando vio mi cara china”, me contaba allá por febrero del año del covid-19 un taiwanés resfriado. Tras medio año fuera de Taiwán, mi amigo era entonces un más que improbable foco de contagio de coronavirus; yo, en cambio, hacía tan solo dos meses que había salido de China continental y podría haber despertado algún recelo. Pero no, era su cara asiática la que atraía aprensiones y chistes continuos sobre sopas de murciélago.