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Ante la crisis, despidamos a los extranjeros
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Ángel Villarino

Historias de Asia

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Ante la crisis, despidamos a los extranjeros

Unos 35 trabajadores reciben diariamente su carta de despido en Singapur desde que la crisis global empezó a inquietar en esta isla de prosperidad y bienestar,

Unos 35 trabajadores reciben diariamente su carta de despido en Singapur desde que la crisis global empezó a inquietar en esta isla de prosperidad y bienestar, considerada una de las tres economías más libres del mundo a pesar de estar gobernada por un régimen represivo que no tolera ni la más mínima crítica al sistema. En este aséptico y orwelliano 'mundo feliz', donde no hay mendigos por las calles ni colillas en el suelo, varias generaciones han crecido ajenas a la posibilidad del desempleo. Quizá por eso, el nuevo dato viene acompañado de comentarios catastrofistas: la prensa habla de "tiempos duros", de "pánico laboral" y de otras plagas bíblicas. Y sí, la cifra del paro crece, pero ni el pronóstico más pesimista la eleva por encima del 5% en 2009.

Más sorprendente que el alarmismo es la reacción de los sindicatos oficiales, que están exigiendo a las empresas una medida que en cualquier nación europea sería recibida con histeria: proponen que los primeros en caer víctimas de los recortes sean los cientos de miles extranjeros que aquí trabajan. El defensor de los trabajadores, Swee Say, mete en este mismo saco a los inmigrantes sin cualificación llegados desde los países vecinos y a los ejecutivos, expertos, técnicos, profesores y analistas de mercados contratados en Estados Unidos, Japón, Australia y Europa.

No es oportunismo electoral ni empatía para con los afiliados, porque aquí nadie vota y los sindicatos los controla el directamente el Gobierno. Se trata más bien del nervio nacionalista de un país donde el 30% de los residentes (de un total de 4,5 millones) no tienen el codiciado pasaporte verde y se ven obligados a renovar anualmente sus permisos de trabajo y estancia. "Muchos singapurenses están perdiendo sus trabajos y esto podría evitarse si las empresas y el Gobierno no renuevan los papeles a los extranjeros y despiden primero a quien no nació en la isla", insistía el líder sindical la semana pasada.

Atención porque las autoridades de Singapur no se andan con chiquitas. Cuando el deslumbrante metro que recorre las tripas de la isla empezó a perder lustre a causa de las gomas de masticar pegadas incivilmente en paredes y asientos, se decidió atajar por lo sano: un decreto prohibió los chicles bajo pretexto de erradicar un vicio occidental execrable. Desde entonces sigue en pie el bando y mascar sin tragar es de proscritos.

En ningún otro país del mundo hay tanta densidad de policía secreta, ni tantas cámaras de seguridad vigilando al vecindario. La estadística es oficiosa pero creíble: en la cabina de un teleférico conté tres cámaras grabando mi descenso solitario a la isla Sentosa, un gigantesco parque de diversiones donde el ocio se programa con agendas electrónicas. El impresionante desarrollo de las finanzas y la verticalidad de sus rascacielos se desenvuelven en un entorno que tiene multas para todo: mil dólares por tirar un papel al suelo, quinientos por comer o beber dentro del metro, dos mil por fumar en un parque público.

Orientar y reprimir

La obsesión del Gobierno por orientar a los ciudadanos es asfixiante. Campañas propagandísticas ordenan en qué dialecto del chino hay que educar a los hijos (mandarín, por supuesto, porque tiene más futuro), cómo conducir y vestirse, cómo comportarse en público y sentarse en el autobús. En los impuestos cristalizan las directivas: en ningún sitio es tan barato comprarse un coche como en Singapur y en ningún país resulta tan caro alimentar el vicio de los cigarrillos. De consecuencia todo el mundo conduce y casi nadie fuma; una realidad que desequilibra la proporción pero no disminuye el volumen de malos humos.

La represión y el orden impuesto comparten terreno con la única universidad asiática colocada en el ranking de las diez mejores del mundo, muy por encima de cualquier institución de la Europa continental. Y las limitaciones a la libertad individual no han frenado a los miles de extranjeros que entran cada año en uno de los mercados laborales más "meritocráticos" y flexibles del planeta. Hasta la fecha, dicen quienes están dentro, para conseguir un puesto en Singapur sólo hacía falta tener el mejor currículum, independientemente de la nacionalidad, raza o sexo.

Y aunque la economía ha sufrido un parón considerable y podría entrar en recesión el año entrante, en 2008 se ha crecido cerca del 3%. Todo en un lugar que el World Fact Book de la CIA coloca por encima de Estados Unidos en cuanto a renta per cápita, ranking en el que Singapur ostenta el octavo puesto mundial. En definitiva, si el primer pellizco de la crisis desata estos instintos nacionalistas en los sindicatos oficiales, los extranjeros tendrán que ir poniéndose a remojo. Y si no que se lo digan al chicle. 

Unos 35 trabajadores reciben diariamente su carta de despido en Singapur desde que la crisis global empezó a inquietar en esta isla de prosperidad y bienestar, considerada una de las tres economías más libres del mundo a pesar de estar gobernada por un régimen represivo que no tolera ni la más mínima crítica al sistema. En este aséptico y orwelliano 'mundo feliz', donde no hay mendigos por las calles ni colillas en el suelo, varias generaciones han crecido ajenas a la posibilidad del desempleo. Quizá por eso, el nuevo dato viene acompañado de comentarios catastrofistas: la prensa habla de "tiempos duros", de "pánico laboral" y de otras plagas bíblicas. Y sí, la cifra del paro crece, pero ni el pronóstico más pesimista la eleva por encima del 5% en 2009.