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El “desarme climático” entre China y Estados Unidos
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Ángel Villarino

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El “desarme climático” entre China y Estados Unidos

Juntos, son responsables de más del 40% del C02 que se manda cada año a la atmósfera. Por separado, constituyen el principal obstáculo para alcanzar un

Juntos, son responsables de más del 40% del C02 que se manda cada año a la atmósfera. Por separado, constituyen el principal obstáculo para alcanzar un acuerdo internacional sobre el cambio climático. Ahora, con Obama sentado en el despacho oval y a punto de celebrarse la cumbre donde se definirá la agenda ecológica “post Kyoto”, China y Estados Unidos protagonizan una frenética e inédita actividad diplomática que recuerda a los intentos de desarme nuclear en plena Guerra Fría. Igual que entonces, tenemos a dos superpotencias frente a frente: negociando con cautela, con desconfianza y sellando acuerdos de mínimos. Todo para salvar el mundo de una presunta amenaza.

La comparación quizá no sea del todo original, pero tampoco es gratuita. “Después de la terrible era Bush, el cambio climático se ha convertido por fin en una prioridad en las relaciones entre Estados Unidos y China, al mismo nivel que las económicas”, me decía la semana pasada el director de Greenpeace en Pekín, Sze Pang Cheung, recordando de memoria algunas de las declaraciones pro-ecologistas que han dejado en  los últimos meses Obama, Hillary Clinton y los principales mandatarios chinos.

Aunque, claro: más allá de la pomposidad y optimismo consustanciales a cualquier rueda de prensa diplomática, las negociaciones están siendo durísimas y chocan dos posturas profundamente enfrentadas. China sigue enrocada en su papel de país emergente, alegando que el cambio climático no es cosa suya, sino de los países industrializados que le llevan décadas de ventaja contaminando. Los asiáticos también se aferran a su superpoblación, indicando que la “contaminación per-cápita” china es ridícula comparada con la de Occidente; y que con 1350 millones de habitantes saliendo de la pobreza no se pueden hacer milagros. 

Por supuesto que Estados Unidos no pone la otra mejilla. Washington se defiende recordando que China es ya el primer emisor de gases de efecto invernadero del mundo y el mayor mercado automovilístico de la tierra, entre otras muchas cosas. Aunque detrás de las declaraciones oficiales se esconde un debate más geoestratégico que científico: ningún político norteamericano en su sano juicio consideraría al gigante asiático como un simple “país emergente”. Lo que ellos ven al otro lado del Pacífico es su único rival serio por la hegemonía internacional. Un eventual enemigo a quien, por supuesto, no están dispuestos a dar ninguna ventaja a cuento de la “coartada ecológica”.

China verde

Si a nivel diplomático la novedad es que por primera vez hay diálogo y una voluntad de “desarme”, en el día a día encontramos cambios mucho más profundos. Al menos en China, donde después de décadas de despreocupación por el medio ambiente, la “política verde” se ha instalado en el lenguaje oficial. Con la misma velocidad con la que ha hecho todo en los últimos años, el gigante asiático deja atrás ideas como aquella de principios de 2007, cuando en la remota región de Yunnan a las autoridades locales les pareció “ecológico” pintar de verde una gigantesca montaña para ocultar las calvas que le habían surgido al bosque tropical a causa de las excavaciones industriales.

Hoy  la “fiebre ecológica” que contagia a la política china está siendo diagnosticada por grupos tan combativos e hipercríticos como Greenpeace. Otros menos sospechosos de radicalismo, como la directora del World Resources Institute en Pekín, Deborah Seligsohn, se mostró convencida al respecto: “Se ha producido un cambio radical y China está haciendo ahora enormes esfuerzos por combatir el deterioro ambiental. Sólo hay que ver el cielo de Pekín”, me dijo en una entrevista la semana pasada.

“¡Pues cómo tenía que ser antes!”, pensé yo, mirando de reojo el manto parduzco que nos cubría.

Ironías aparte, es verdad que China está aprobando nuevas leyes, intensificando los controles sobre las industrias y movilizando recursos para combatir lo que los expertos consideran el mayor desastre ambiental del mundo. En los últimos cinco años ha duplicado anualmente su inversión en energías renovables, una cifra que tenderá a crecer con los 30 mil millones dedicados dentro del plan de estímulo. En definitiva, el Gobierno chino espera que un 20 por ciento de su consumo energético provendrá de energías limpias antes de 2020, una cifra comparable a la utilizada por algunos campeones ecológicos tradicionales como Alemania o Japón.

Juntos, son responsables de más del 40% del C02 que se manda cada año a la atmósfera. Por separado, constituyen el principal obstáculo para alcanzar un acuerdo internacional sobre el cambio climático. Ahora, con Obama sentado en el despacho oval y a punto de celebrarse la cumbre donde se definirá la agenda ecológica “post Kyoto”, China y Estados Unidos protagonizan una frenética e inédita actividad diplomática que recuerda a los intentos de desarme nuclear en plena Guerra Fría. Igual que entonces, tenemos a dos superpotencias frente a frente: negociando con cautela, con desconfianza y sellando acuerdos de mínimos. Todo para salvar el mundo de una presunta amenaza.

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