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¿El fin del equilibrio 'merkeliano' respecto a China? Siga el dinero
Merkel se ha ajustado al credo “Wandel durch Handel”, cambiar a través del comercio, con China. Esto puede dejar de ser suficiente
Un soleado domingo de septiembre de 2007 Angela Merkel, canciller alemana, recibió en sus oficinas de Berlín al Dalai Lama, exiliado en India desde 1959, ante las quejas y censura del Gobierno chino, que critican que el líder espiritual promueva la independencia del Tíbet, ocupado en 1950. Hacía solamente dos años que Merkel había ocupado el cargo de canciller. Las críticas llovieron sobre la nueva y joven líder de los democristianos alemanes. Pekín consideró el acto un insulto y cortó los contactos diplomáticos durante meses.
El excanciller socialdemócrata Gerhard Schroeder criticó el movimiento de su sucesora, asegurando que había “cometido un error”. "Algunas situaciones recientes han herido los sentimientos de los chinos y lo lamento", señaló en una conferencia sobre el desarrollo de China que se celebró en noviembre de aquel mismo año. Merkel tuvo que soportar también críticas del sector industrial. Y eso, en Berlín, pesa mucho. La canciller nunca se ha vuelto a salir del carril.
Desde entonces, desde aquella salida de tono, Merkel se ajustó al credo de Berlín, el marcado precisamente por Schroeder: “Wandel durch Handel”, cambiar a través del comercio. La idea de que China podría cambiar y abrirse al mundo a través de la apertura de sus mercados, que se convirtió en gran parte en el credo también de la Unión Europea. Por eso Schroeder impulsó la entrada de Pekín en la Organización Mundial del Comercio (OMC) y dio pasos muy atrevidos a favor del régimen comunista.
Hace tiempo que todos en Berlín saben perfectamente que esa estrategia ya no funciona. La llegada de Xi Jinping al poder, el mayor control sobre la economía, y el paso de fábrica en el jardín a gigante competidor ha hecho que cambie la forma en la que el mundo mira a Pekín, incluso de muchos en Alemania. Pero Berlín se ha beneficiado enormemente del crecimiento chino, aunque este haya ido de la mano del creciente autoritarismo de Xi. China es el mayor socio comercial de Berlín, y durante los años de la Gran Crisis y los ejercicios que siguieron, el músculo del gigante asiático ayudó y mucho a la industria alemana.
En un documento publicado esta misma semana bajo el título “Repensar la política alemana hacia China”, Noah Barkin recuerda cómo en numerosas ocasiones Berlín utilizó durante aquellos años su maquinaria diplomática y política para evitar acciones que pudieran molestar al régimen chino en el ámbito económico, frenando la imposición de aranceles o también presionando para que el comisario de Comercio del momento, Karel De Gucht, evitara el tono de confrontación con Pekín, algo por lo que la industria automovilística alemana presionó y mucho en Berlín.
Esa ha sido la línea que ha seguido defendiendo el Gobierno alemán, incluso aunque en los últimos años haya ido creciendo entre una parte de la sociedad civil una preocupación respecto a la exposición alemana a Pekín. La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca dio alas a los que creían que podía buscarse una tercera vía con Pekín, y su derrota ante el demócrata Joe Biden en 2020 pareció definitivamente enterrar esa opción hacia un enfoque más bipolar, con un gran bloque de democracias frente a uno de autocracias. Era hora de que la Unión Europea escogiera un lado, que se olvidara de su doctrina Sinatra (hacer las cosas “My Way”, a mi manera). Y solamente hay un bando posible.
Pero ni siquiera la llegada de Biden frenó esa idea alemana del “Wandel durch Handel”, y aunque el equipo del presidente electo pidió a Berlín que levantara el pie del acelerador en las negociaciones de un acuerdo de inversiones con China, el equipo de Merkel, al frente de la presidencia del Consejo de la UE hasta finales de 2020, cerró dicho acuerdo tras años de negociaciones, algo que levantó críticas en Washington y algunas dudas en Europa respecto a si se habían garantizado los derechos humanos.
En la relación con China siempre existe una tensión: ¿es posible mantener una relación económica estrecha al mismo tiempo que se es crítico con la situación de los derechos humanos en el gigante asiático? Hace poco tiempo que Pekín cruzó una línea roja y contestó a esa pregunta, que ha estado en el corazón de la estrategia alemana y, por extensión, en la de muchísimos otros países europeos.
Los ministros de Exteriores de la Unión Europea aprobaron sanciones contra algunos funcionarios chinos de la provincia de Xinjiang por la represión a la minoría musulmana uigur. La respuesta del Gobierno chino fue muy contundente, superando lo que se esperaba: atacó a think tanks, académicos y eurodiputados. Mientras la Unión Europea, EEUU, Reino Unido y Canadá ponían la mirada sobre funcionarios que hacían posible lo que el parlamento holandés califica de genocidio, Pekín ponía en el foco a pensadores, legisladores críticos con el régimen y académicos que mueven ideas contrarias a los intereses del partido.
Pero ni siquiera este movimiento sacó a Merkel de la doctrina que Berlín defiende desde hace décadas: Merkel sigue defendiendo que el acuerdo es necesario y bueno. La canciller no llega a ser servicial con Pekín, y en algunas ocasiones realiza críticas más duras que las de muchos otros líderes europeos, pero intenta siempre dibujar una línea dura que separa las creencias en los derechos humanos con las cosas del comer. Y en caso de duda la segunda domina a la primera.
Pero la era Merkel se termina. El 26 de septiembre se celebran nuevas elecciones, que coinciden en el tiempo con este cambio tectónico en las relaciones con una China cada vez más agresiva y unos Estados Unidos que no van a cambiar de rumbo en una rivalidad frontal con Pekín que genera una gravedad de la que es difícil escapar o mantenerse al margen. ¿Acabará ese equilibrio merkeliano con la canciller? Lo cierto es que el tono general se ha endurecido, y que Los Verdes, que ahora mismo van por delante en muchos de las encuestas y que seguramente jueguen un papel importante en el próximo Gobierno, son un partido que, entre otras cosas, se caracteriza por ser un auténtico “halcón” en política exterior, no solamente con China: también quieren terminar con el gasoducto Nord Stream 2 que conectará directamente a Rusia con el norte de Alemania, aislando al este de Europa y dejándolo más expuesto a los intereses de Moscú.
Si Armin Laschet, líder de los democristianos de la CDU, acaba siendo el próximo líder, lo que habrá será una total continuidad. Las cosas serán diferentes si es la líder ecologista Annalena Baerbock la que acaba sucediendo a Merkel: es mucho más dura que la actual canciller e imprimirá un cambio en la actitud alemana, que se extiende además cada vez más por el Bundestag a través de los principales partidos, y no únicamente en las filas verdes. Cada vez más diputados democristianos, liberales, socialdemócratas y ecologistas unen sus voces para criticar a China.
En el caso de Baerbock no hay que olvidar, sin embargo, que en 2007 Merkel recibió al Dalai Lama. Y que nunca volvió a cometer ese “error”. Es enormemente difícil mantenerse en la cima de Berlín teniendo en contra a la industria alemana, por mucho capital político que se quiera poner sobre la mesa. Y si bien parte de la sociedad civil y una parte importante de los actores políticos tienen claro que hay que cambiar las relaciones con China, en el mundo empresarial esa idea no está tan extendida.
Siga el dinero
Como señala Barkin en su reciente documento, lo que marcará un cambio en la actitud alemana hacia China no será el ataque a los derechos humanos, o el creciente autoritarismo y control social del Gobierno. En muchas ocasiones en Alemania no importa tanto quién esté al volante, importa de quién es el coche. Y el coche es siempre de la industria automovilística. Está ahí la clave. Lo que marcará un cambio en la actitud alemana hacia China seguramente sea que las empresas empiecen a ver un riesgo económico en Pekín.
Aunque el Gobierno alemán ha empezado a abrir los ojos respecto a la compra de empresas estratégicas por parte de actores chinos, y también respecto al “juego sucio” en aspectos comerciales que convierten a China no en un socio sino en un competidor, estableciendo normas más estrictas de control de inversiones extranjeras en 2018 y empujando en esa dirección a nivel europeo (algo que cabrea a muchos otros Estados miembros, que creen que Alemania es mucho más exigente con ellos que con ella misma) esa imagen todavía no se ha filtrado a las empresas.
Algunas empresas han empezado a presionar para tener más mano dura con Pekín, pero los gigantes, muy dependientes de China, siguen sin querer tomar una postura más dura. De hecho las automovilísticas, lejos de intentar reducir su dependencia, están invirtiendo todavía más en las fábricas que durante las últimas décadas han ido plantando en territorio chino. Hoy estas empresas son tremendamente dependientes del mercado asiático: Daimler, Volkswagen y BMW tienen muchas fábricas en China y generan casi un tercio de sus beneficios globales desde allí. Convencerles de que hay que dar marcha atrás a todo eso no será sencillo para el próximo canciller, si es que desea enfrentarse a ellas.
E incluso si quien suceda a Merkel intenta mantenerse en la “ambigüedad constructiva” tan propia de la actual canciller y que tanto conviene a sus empresas, eso resultará cada vez más difícil. Como escribía en marzo Philippe Le Corre en el think tank Carnegie Europa, Merkel ha intentado reflejar “la división de su país entre grupos a favor de las empresas y los valores”. “Su gobierno ha tratado de encontrar el equilibrio adecuado entre la asociación y la rivalidad con China”, escribía Le Corre. Pero siempre se ha decantado por los primeros. Y el ambiente político en el Bundestag, así como el crecimiento y quizás incluso liderazgo de Los Verdes y un tablero geopolítico en el que todos sus grandes aliados (Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Australia, Japón) toman una actitud mucho más dura con Pekín hará la vida mucho más difícil al futuro líder alemán.
Además, la Comisión Europea está tomando también una postura mucho más frentista respecto a China, uniéndose al discurso americano de un nuevo mundo de bloques, con las democracias por un lado y los autócratas y dictadores por otro, una idea que domina en el Servicio de Acción Exterior que dirige el español Josep Borrell. Respecto a ese mundo de bloques, la actual presidenta de la Comisión Europea, la también alemana Ursula von der Leyen, que fue ministra de Defensa del Gobierno alemán y una de las personas siempre cercanas a Merkel, se muestra muy contundente: "En lo que respecta a China, nosotros, como Unión Europea, sabemos exactamente en qué lado de la mesa estamos sentados, estamos sentados del lado de las democracias, junto a nuestros amigos estadounidenses".
Pekín ve cómo todas las piezas se vuelven en su contra. Y sabe que si quiere tener a Europa como aliada, o al menos en un espacio neutral, la pieza clave es Alemania, y concretamente su industria. Lo sabe también Washington. Berlín tendrá presión proveniente de todas las direcciones. Porque hacia donde se dirija la visión alemana de las relaciones con China probablemente se mueva la dirección de la gran mayoría del resto de la Unión Europea.
La persona que quiera cambiar la política de Alemania respecto a China no debe recibir al Dalai Lama. Lo que debe hacer es encerrar a la industria en una habitación y convencerles de que China ya no es un socio cualquiera del que se puedan extraer beneficios indefinidos sin pagar un enorme precio. El reto está ahí.
Un soleado domingo de septiembre de 2007 Angela Merkel, canciller alemana, recibió en sus oficinas de Berlín al Dalai Lama, exiliado en India desde 1959, ante las quejas y censura del Gobierno chino, que critican que el líder espiritual promueva la independencia del Tíbet, ocupado en 1950. Hacía solamente dos años que Merkel había ocupado el cargo de canciller. Las críticas llovieron sobre la nueva y joven líder de los democristianos alemanes. Pekín consideró el acto un insulto y cortó los contactos diplomáticos durante meses.