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Villa Cisneros: destino final del viaje por el Sahara
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Miquel Silvestre

La emoción del nómada

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Villa Cisneros: destino final del viaje por el Sahara

El desierto y el mar son los paisajes más cambiantes que conozco. Nunca son iguales a sí mismos. Cada kilómetro es diferente al anterior. Incluso el

Foto: Miquel Silvestre en el Sahara. (Foto: M.S.)
Miquel Silvestre en el Sahara. (Foto: M.S.)

El desierto y el mar son los paisajes más cambiantes que conozco. Nunca son iguales a sí mismos. Cada kilómetro es diferente al anterior. Incluso el mismo kilómetro es diferente a sí mismo cada hora que pasa. No hay dos desiertos iguales, igual que no hay dos océanos idénticos. Ni siquiera el mismo desierto se parece a sí mismo cuando lo contemplas dos veces. He recorrido las inmensas extensiones boscosas de Finlandia o Canadá, la tundra de Alaska, el infinito matorral africano que allí llama bush; y todos esos escenarios grandiosos al final se hicieron tediosos, interminables, aburridos. El desierto nunca aburre. Sobrecoge, estremece, inquieta, pero nunca aburre.

Según voy adentrándome en el Sahara, siento cada vez más respeto por los pioneros africanistas que, en el siglo XIX, se adentraron en estas yermas tierras de dureza extraordinaria. Me sucede siempre que sigo la senda de un explorador del pasado. Sentado en un salón madrileño mientras se lee la biografía de uno de estos aventureros, se resuelve la tarea con la frialdad de quien revisa datos en un balance contable. Fulanito estuvo aquí y allá en tal siglo y luego fue a no sé dónde, cruzando tal cadena montañosa o tal valle y descubrió tal o cual accidente antes de morir en tal fecha mientras remontaba un río o ascendía un risco. Al terminar el apunte, uno cierra el libro y se dedica a otra cosa.

Fotín en el Sahara. Aquí, eso no es posible. Sobre el terreno esas biografías se convierten en tu propia aventura y por esos personajes del pasado se empieza a sentir primero respeto, luego admiración y, cuando llevas ya un tiempo siguiendo sus huellas y sufriendo en tus carnes la dificultad del terreno que pisaron, entonces, sientes afecto. Sí, aunque suene raro o chalado, se siente afecto por seres que murieron mucho antes que tú,pero a los que, sin embargo, sientes tan cercanos. Eso me ocurre con tipos como el capitán Francisco de Cuéllar, el naúfrago de la Invencible en Irlanda, Pedro Páez, el descubridor de las fuentes del Nilo Azul en Etiopía, Miguel López de Legazpi, fundador de Manila o Rui González de Clavijo, embajador en Samarcanda en el siglo XV.

Y eso es lo que estoy sintiendo ahora por el sin par aragonés Emilio Bonelli, verdadero inspirador de la colonización española en el Sahara y con cuyo recuerdo me topo al entrar en la maravillosa península del Río de Oro, en dirección a la ciudad que él fundara en 1884: Villa Cisneros. Para llegar hasta ella hay que apartarse de la carretera principal que nos llevaría a Mauritania.

En cuanto nos desviamos surge ante nosotros un escenario de cuento de las Mil y una noches. El horizonte se torna dorado bajo el sol del atardecer, se extiende en un mar de arena del color del oro viejo, un plano océano que se agita aquí y allá de olas, olas de silicio molido, son las dunas, esas colinas móviles que forma el viento, que aquí ruge feroz y sin desmayo, ese viento que alza las polícromas velas de los kitesurfistas que surcan a toda velocidad la bahía de Dakhla y a los que yo trato de emular en un acto de locura al meter la vieja BMW por el salado barrizal.

Villa Cisneros es mi destino. La ciudad fue capital de la provincia española del Ríode Oro hasta que, en 1976, fue tomada por los mauritanos tras la marcha de los españoles. Cuando los mauritanos se fueron, entraron los marroquíes, pero lo hicieron sin respetar ningún derecho de propiedad preexistente español, como sí ocurre en El Aaiun o resto del Sahara norte. Por eso, no queda casi nada del legado español salvo un par de fortines abandonados y la iglesia, que los militares trataron de derribar pero que los saharauis defendieron con uñas y dientes al considerarla parte esencial de su propio pasado.

La población está solo a 30 kilómetros, pero prefiero acampar en una cala solitaria y aislada. Por la noche sube la marea y casi se lleva la moto y la tienda, pero el lugar es tan paradisiaco que todo queda compensado. Despertar en lugares como esta bahía justifica mi empeño nómada.

El empeño de Bonelli

Creo que eso también debía pensarlo Emilio Bonelli, nacido en 1855 de padre italiano y madre española. Educado en Tánger, donde un tío suyo era farmacéutico, aprendió árabe, lo que le salvaría la vida cuando quedó huérfano muy joven y encontró trabajo como traductor en el consulado español de Rabat. Llamado a filas, consiguió superar las pruebas de la Academia de Infantería de Toledo y alcanzar el grado de oficial.

Bonelli tenía un plan. Su idea era establecer una serie de puestos españoles en el Sahara para auxiliar a los pescadores de las islas Canarias. La propuesta fue desestimada por el ministro de la Guerra, pero el intrépido oficial se presentó directamente en el despacho del Presidente del Consejo de Ministros, Cánovas del Castillo, le contó su proyecto. Y así es como suceden las grandes cosas, con arrojo. Cánovas del Castillo quedó impresionado con la audacia del oficial y financió su expedición con 7.500 pesetas.

En 1884 Bonelli desembarcó en la Península del Río de Oro; gracias a su conocimiento del árabe y a su habilidad diplomática, negociócon las tribus para que aceptasen la autoridad de España; ese fue el inicio real del protectorado español en el Sahara occidental. También fundó Villa Cisneros en honor al Cardenal Cisneros, ya que él había sido el primero que había propugnado una expansión ibérica en África tras concluirse la Reconquista por los Reyes Católicos. Ese plan se frustró por un hecho impredecible llevado a cabo por un marino genovés. El descubrimiento de un nuevo mundo al oeste cambió completamente el rumbo de nuestra política exterior en los siguientes siglos.

Contemplando el océano Atlántico desde esta orilla africana sueño con que muy pronto podré cruzar el inmenso azul para visitar el otro extremo y poder vivir y contar esa otra gran historia de nuestra exploración. América espera.

El desierto y el mar son los paisajes más cambiantes que conozco. Nunca son iguales a sí mismos. Cada kilómetro es diferente al anterior. Incluso el mismo kilómetro es diferente a sí mismo cada hora que pasa. No hay dos desiertos iguales, igual que no hay dos océanos idénticos. Ni siquiera el mismo desierto se parece a sí mismo cuando lo contemplas dos veces. He recorrido las inmensas extensiones boscosas de Finlandia o Canadá, la tundra de Alaska, el infinito matorral africano que allí llama bush; y todos esos escenarios grandiosos al final se hicieron tediosos, interminables, aburridos. El desierto nunca aburre. Sobrecoge, estremece, inquieta, pero nunca aburre.

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