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La semana que pasé velando por los derechos humanos de unos millonarios en el Ritz
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La semana que pasé velando por los derechos humanos de unos millonarios en el Ritz

Unos no pueden acceder a sus preciados camellos de competición, a otros les han bloqueado el todoterreno de lujo… Son los problemas de los cataríes tras el embargo regional

Foto: Vista de Doha. (Reuters)
Vista de Doha. (Reuters)

Vengo de pasar cinco días velando por los derechos humanos desde una habitación del Hotel Ritz Cartlon de Doha con vistas a un puerto deportivo y una ducha en la que podría caber una orquesta filarmónica. Llegué como miembro de una misión de observación internacional, invitado por una ONG con sede en Bruselas (AFD Internacional), con el objetivo de analizar los efectos que está teniendo sobre la población de Qatar el bloqueo impuesto por sus vecinos. Y me fui con la sensación de haber sido cómplice de una estafa.

El primer día descubrí que habíamos sido invitados a tratar exclusivamente los problemas del diez por ciento de los habitantes del país, de unos 250.000 cataríes, muchos de ellos titulares de gigantescos patrimonios. El resto, los 2,2 millones de ‘residentes extranjeros’, nunca han tenido derechos humanos en Qatar, así que para qué molestarse. Nuestra misión consistió más o menos en lo siguiente: los delegados procedentes de Europa fuimos distribuidos durante un par de mañanas en salas por las que iban pasando personas que narraban una serie de hechos, en teoría documentados con antelación por una organización estatal de derechos humanos, la NHRC.

Atendimos, por ejemplo, a un hombre que veía peligrar una de sus inversiones a causa del bloqueo: una granja de camellos de exhibición que posee en Arabia Saudí y que, calcula, está valorada en cerca de 350.000 euros. En algún lugar de las instalaciones dejó también dos Mercedes de alta gama –unos 100.000 euros–, tres águilas –25.000 euros– y otra serie de pertenencias que podría verse obligado a vender, dice, por un precio muy inferior al de mercado.

Antes de irse, y de pasada, mencionó algo más: en la finca hay un pastor sudanés que cuida los camellos y un cocinero de Bangladés. Ambos han quedado atrapados en Arabia Saudí, sin dinero. Como no son cataríes, podrían encontrar maneras de salir de allí si no fuese porque él, la víctima que narra los hechos, guarda en su oficina de Doha los pasaportes de ambos. Se trata de una práctica tan habitual en los países del golfo que nadie siente la necesidad de ocultarlo.

Una de las víctimas teme por la granja de camellos de exhibición que posee en Arabia Saudí y que, calcula, vale más de 350.000 euros

La comisión recibió también a un señor muy afligido ante la perspectiva de no poder utilizar un coche de alta gama por el que en su día había pagado más de 40.000 euros. Y todo porque estaba en Jordania visitando a la familia de su segunda esposa cuando se anunció el bloqueo. Por fortuna para él, las personas a las que fue a visitar se harán cargo del automóvil. Podrán hacerlo durante bastante tiempo, previsiblemente, porque son refugiados sirios atrapados en un campo cerca de Amán –solo en Jordania hay más de 600.000 desplazados aunque los países del Golfo no han mostrado interés por acoger a ninguno–. El abuso intolerable contra los derechos humanos es que a él no le dejan mover el coche.

Por la sala pasaron también jóvenes que no podían cobrar las rentas millonarias de los edificios que habían comprado en Baréin, un estudiante catarí de una universidad de Arabia Saudí que sentía estar echando a perder los 20.000 euros anuales que pagaba por su “piso de estudiante”, jóvenes matriculadas en escuelas 'online' incapaces de examinarse a causa del embargo…

Los únicos dramas humanitarios que no parecían sacados de una comedia sobre la opulencia del Golfo fueron los narrados por mujeres repudiadas tras un matrimonio mixto (siempre entre países del Golfo: cataríes con saudíes o bareiníes con cataríes…) y a quienes el cierre de fronteras y las medidas draconianas del embargo están provocando dificultades para viajar a sus países de origen, renovar sus pasaportes y/o los de sus hijos, recibir pensiones y ayudas procedentes de otros países, etc. Arabia Saudí, Baréin y EAU, es cierto, están forzando a marcharse a todos los cataríes con residencia en su territorio y exigiendo el retorno de sus nacionales en Qatar. Una situación que afecta a decenas de personas, la mayoría con recursos suficientes para mantener su nivel de vida.

En el restaurante del Ritz Cartlon no falta de nada. Cuando uno desayuna, come y cena allí durante cinco días es difícil hacerse una idea del impacto real del bloqueo. El café se corta igual de bien con leche de Turquía que con la proveniente de las granjas saudíes que se usaba antes, aunque los camareros se disculpen porque el sabor “no es el mismo”. También el pescado para el sushi llega igual de fresco y los quesos franceses desprenden el mismo aroma.

A poco más de media hora de allí se encuentran los complejos residenciales donde se alojan los inmigrantes –el 90% de los habitantes de Qatar–, lugares como Labour City: un recinto amurallado a las afueras de la capital con capacidad para albergar con distintos grados de salubridad a unos 70.000 hombres –las mujeres van aparte, ya que las ciudades dormitorio se segregan por sexos–. La incertidumbre y el alza de los precios ha golpeado con especial severidad, por ejemplo, a los trabajadores de la construcción, que ganan una media de 1.700 euros anuales, no gozan de apenas protección legal y pueden ser despedidos de la noche a la mañana.

El único contacto con los inmigrantes indios, pakistaníes o filipinos se produce cuando les sirven en el lujoso circuito de hoteles y restaurantes

Acercarse a escuchar sus problemas es tan complicado como subirse en un taxi. Pero en el lujoso circuito de hoteles y restaurantes en el que se escenifican estos días los debates sobre DDHH y libertad de expresión solo se cuenta con ellos en calidad de camareros y sirvientes. Es sonrojante visitar Qatar con la etiqueta del igualitarismo en la solapa y no dedicarle ni un minuto, por ejemplo, a las más de mil muertes registradas en los últimos años durante la construcción de las instalaciones que albergarán el Mundial de 2022

En la rueda de prensa de nuestra misión, retransmitida en directo por Al Jazeera, se hizo una mención de pasada y con visible incomodidad. El emirato, generoso con sus amigos, no quiere ni oir hablar del tema. En la guerra de propaganda que mantiene con Arabia Saudí, Qatar pretendía lanzar al mundo un mensaje que es totalmente cierto: el bloqueo que le han impuesto sus vecinos es una aberración que empeora las condiciones de vida de miles de personas. Pero dejando fuera a los inmigrantes y silenciando sus problemas han demostrado que los derechos humanos son allí un vulgar pedrusco: un objeto que solo cobra valor durante una disputa vecinal (como arma arrojadiza).

Vengo de pasar cinco días velando por los derechos humanos desde una habitación del Hotel Ritz Cartlon de Doha con vistas a un puerto deportivo y una ducha en la que podría caber una orquesta filarmónica. Llegué como miembro de una misión de observación internacional, invitado por una ONG con sede en Bruselas (AFD Internacional), con el objetivo de analizar los efectos que está teniendo sobre la población de Qatar el bloqueo impuesto por sus vecinos. Y me fui con la sensación de haber sido cómplice de una estafa.

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