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Stephen King y el estado de Maine: las dos caras del sueño americano
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Stephen King y el estado de Maine: las dos caras del sueño americano

El célebre escritor ha ambientado en este lugar la mayoría de sus historias más terroríficas. Una idea que contrasta con la placidez de uno de los estados donde mejor se vive de EEUU

Foto: Un vecino de Bangor, en el estado de Maine, limpia de nieve el portal de su casa, en diciembre de 2016. (Reuters)
Un vecino de Bangor, en el estado de Maine, limpia de nieve el portal de su casa, en diciembre de 2016. (Reuters)

La nieve aún envuelve Maine como un gran abrazo maternal. A diferencia de en Nueva York, donde el sucio caos la corrompe deprisa, convirtiéndola en barro, la nieve en Maine parece estar cómoda: descansa tendida sobre los tejados de las casas victorianas y se desprende a puñados, en leves crujidos, desde el ramaje de los árboles.

Y no es que Bangor sea una localidad especialmente bonita. Esta placidez emana sobre todo de sus habitantes, que dan la impresión de pertenecer a la misma familia. Una familia de individuos corpulentos y de mejillas rosadas. Personas que detienen el coche para dejarte cruzar aunque no haya paso de zebra y que presumen de no haber cerrado jamás con llave la puerta de sus casas. Técnicamente, uno puede entrar en cualquier cocina del norte de Maine a servirse un vaso de whisky a cualquier hora del día o de la noche.

Incluso el vecino más ilustre de Bangor se funde anónimo en este universo aparentemente cristalino y sin dobleces. La siguiente anécdota se la escuché contar a Stuart Tinker, antiguo librero y amigo de Stephen King desde hace 45 años; también, uno de los mayores expertos en la vida y obra del escritor.

Foto: Stephen King en el set de 'La cúpula'. (CBS)

Cuando Stephen King era ya el consagrado “rey del terror” de Estados Unidos, empezó a ir a leer cuentos por las noches a los niños ingresados en el Eastern Maine Hospital, con una condición: las lecturas se harían en secreto. Nadie debía saberlo a excepción de la dirección de Pediatría; ni siquiera el personal sanitario. Si alguna enfermera se cruzaba con Stephen King por los pasillos del hospital, se decía que este iba a visitar a algún conocido.

El autor de 56 novelas y 200 relatos cortos estuvo leyendo cuentos a los pacientes infantiles, en secreto, durante tres años y medio. En el curso de sus visitas, King se dio cuenta de que el ala de pediatría era un lugar desangelado y triste, poco adecuado para un niño. Así que se se dirigió a la jefatura del hospital y propuso organizar una colecta para remodelar aquella parte del edificio. Una vez cerrada la recaudación, él y su mujer, la también escritora Tabitha King, aportarían de su bolsillo una cantidad idéntica a la recaudada. Cuarenta o cincuenta mil dólares bastarían para habilitar una sala de juegos, comprar algunos juguetes y repintar aquello con un poco de alegría.

El hospital recaudó casi veinte millones de dólares. Y los King, fieles a su promesa, aportaron exactamente esa cantidad. Con esta cifra remodelar el ala de pediatría ya no tenía sentido. En lugar de ello, el hospital construyó un edificio totalmente nuevo y equipado. Artistas locales aportaron ideas y las paredes se cubrieron de colores vivos y personajes de cómic. El hospital ofreció a los King cortar la cinta roja el día de la inauguración. Estos aceptaron, con una condición: el nuevo edificio de pediatría no llevaría su nombre, como se había sugerido, sino el de uno de los niños que había estado allí ingresado.

placeholder El escritor Stephen King presentando uno de sus libros
El escritor Stephen King presentando uno de sus libros

La anécdota de Stuart Tinker no ha sido independientemente corroborada y sin duda este viejo librero es radicalmente parcial a favor de su paisano Steve, pero la historia encaja con el testimonio de otros vecinos. El propio Tinker, que conoció a Stephen King cuando este era un profesor de instituto que vivía en un miserable tráiler con su mujer y su hija enferma, ahogado de facturas médicas, debe al escritor la viabilidad de su antigua librería. King celebró allí varias firmas de libros para echar una mano. “Si sobrevivimos los primeros cinco años fue exclusivamente gracias a él”, recuerda Tinker.

El escritor que ha retratado las pesadillas más íntimas de la clase media americana, ese payaso psicópata que secuestra a niños en parques solitarios, el hombre que pierde la cabeza y trata de asesinar a su familia, el patito feo que se venga quemando vivos a sus compañeros de instituto... Ha demostrado ser el primer defensor de esta armonía de anuncio.

La fortuna de los King ha fluido desde hace décadas a todo tipo de instituciones educativas, sanitarias, culturales y medioambientales de Maine. Filantrópicamente no han dejado títere con cabeza. Su dinero ha caído en universidades varias, colegios, institutos, librerías públicas, hospitales, clínicas de salud mental, orquestas sinfónicas, compañías de ballet, agencias de conservación de ríos y bosques, un parque acuático... Sólo en 2013, el matrimonio donó dinero a 26 departamentos de bomberos en todo el estado.

A pesar de ello, el nombre de Stephen King no se ve en ningún lugar de Bangor, con la única excepción de una emisora de rock local que también financia y donde durante una época llevó un programa de cultura.

Foto: El hotel Stanley, situado en mitad de las montañas. (paurian/CC)

Sin poner en duda su generosidad o buena voluntad, es como si el autor de El Resplandor hubiese comprado el respeto que se le profesa en Bangor y la tranquilidad de poder hacer una vida normal. No sólo gracias al dinero. En el momento de pasar por allí, la casa roja en la que vive tenía la verja abierta. Los vecinos dicen que a veces sale a charlar con los turistas y no queda persona en Bangor que no haya interactuado de alguna manera con él. Brian, conductor de Uber, dice haber estado en esa casa. “Mi padre era agente de policía y a veces iba a hablar de asuntos locales con Stephen King. Una vez nos llevó a mi hermano y a mí, y él nos enseñó su colección de juguetes antiguos”.

Durante casi medio siglo Maine ha sido escenario de los peores horrores imaginados, a través de la obra de King, en los hogares de Estados Unidos. Pero uno se marcha de allí con la sensación de haber visitado una postal casi perfecta del sueño americano; un territorio próspero y bello levantado por inmigrantes que se conmoverían al ver a sus descendientes aparcar la camioneta frente a una mansión. Una fría esquinita del Noreste, separada de los problemas por una barrera indestructible de pinos.

La nieve aún envuelve Maine como un gran abrazo maternal. A diferencia de en Nueva York, donde el sucio caos la corrompe deprisa, convirtiéndola en barro, la nieve en Maine parece estar cómoda: descansa tendida sobre los tejados de las casas victorianas y se desprende a puñados, en leves crujidos, desde el ramaje de los árboles.