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La genialidad de los padres fundadores: cómo pararon a Trump hace 250 años
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Ramón González Férriz

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La genialidad de los padres fundadores: cómo pararon a Trump hace 250 años

La salida del poder de Donald Trump confirma que las instituciones liberales, y la separación de poderes, tal como se diseñaron hace 250 años, funcionan de manera efectiva

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Reuters.

Podemos dar muchas respuestas a la pregunta de para qué sirve una democracia. Para que el pueblo escoja a su líder político, para que este se vea obligado a rendir cuentas ante él, para lograr un cierto equilibrio entre las distintas facciones de una sociedad, para que todos los individuos con derecho a voto tengan la misma dignidad e influencia y se contrarresten los excesos de poder de las élites económicas. Todo esto es cierto. Pero los inventores de la primera democracia moderna de la historia, los llamados padres fundadores de Estados Unidos, tenían una idea más modesta y, al mismo tiempo, más ambiciosa: una democracia sirve para impedir la tiranía.

Y esta semana hemos comprobado lo brillante que fue su diseño de las instituciones estadounidenses, pensadas meticulosamente para evitar que lo primero se convirtiera en lo segundo.

Donald Trump no es en absoluto un fascista, pero sí un hombre de instintos autoritarios

Donald Trump no es en absoluto un fascista, pero sí un hombre de instintos autoritarios. No ha sido una excepción en la historia reciente de Estados Unidos por sus políticas proteccionistas y antiinmigración, o porque se haya aprovechado del historial de racismo del país: eso ha sido una constante en la política estadounidense del último siglo. Ha sido un presidente anómalo porque, como hacen los líderes autoritarios de todo el mundo, se ha rodeado de su familia para gobernar, ha intentado reiteradamente ignorar las resoluciones judiciales contrarias a sus decisiones de gobierno, ha mezclado sus finanzas personales con el dinero público, ha atacado a la prensa cuando no le ha gustado cómo le trataba y ha intentado desprofesionalizar la Administración pública. Sin embargo, nada ejemplifica mejor su autoritarismo que el intento de no reconocer el resultado electoral.

Foto: Imagen: Irene de Pablo
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Ahí es donde ha entrado el diseño institucional de los padres fundadores y su obsesión por los controles y equilibrios: la necesidad de que a cada poder se oponga otro y de que nadie tenga demasiado. “La acumulación de todos los poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, en las mismas manos, sean de uno, de pocos o de muchos, y sean hereditarios, autoconcedidos o electivos, puede considerarse la definición misma de tiranía”, escribió James Madison, cuarto presidente del país. Por esa razón, Estados Unidos es un país enormemente descentralizado en el que la pugna entre instancias (presidente y Congreso; Gobierno federal y estados; legislativo y judicial) no es un fallo del sistema, sino su propio fundamento.

Y por eso, quienes han impedido que Trump se vaya a perpetuar fraudulentamente en el poder son personas que la mayoría de los estadounidenses desconoce, que ocupan puestos que probablemente no sabía ni que existían. Muchas de ellas son republicanas (los padres fundadores estaban obsesionados con que la fidelidad a la facción no fuera mayor que la fidelidad a la nación). Brad Reffensperger, republicano, secretario de Estado de Georgia, declaró que Joe Biden había ganado en su estado por 13.000 votos. Matthew Brann, un juez federal republicano nombrado por Obama, desdeñó con argumentos implacables el intento de Trump de impedir la certificación del resultado de Pensilvania. Trump llamó a la Casa Blanca a dos republicanos de la Cámara legislativa estatal de Michigan y les presionó para que no certificaran la victoria de Biden en su estado, pero ellos se negaron educadamente. Emily Murphy, la responsable de la Administración General de Servicios, nombrada por Trump y responsable de facilitar la transición entre las dos presidencias, se resistió, pero dos semanas después de las elecciones no tuvo más remedio que dar al equipo de Biden los recursos necesarios para poder asumir la presidencia el próximo 20 de enero. Antes, a principios de diciembre, se nombrará un Colegio Electoral formado por hombres y mujeres a los que las cámaras estatales designarán de acuerdo con la ley. Son ellos quienes, en el complejo (y anacrónico) sistema electoral estadounidense, escogen al presidente. Le darán la victoria a Biden. Sus nombres son públicos, pero son ciudadanos casi anónimos que se limitan a hacer su trabajo según la Constitución y las tradiciones.

Más allá de los grandes héroes de la nación, la democracia moderna es algo que hacen funcionar, y defienden, personas casi desconocidas

Más allá de los grandes héroes de la nación, que tras su muerte se convierten en estatuas de parques y plazas, o dan su nombre a aeropuertos y calles, la democracia moderna, tal como la pensaron sus inventores, era algo que hacían funcionar, y llegado el caso defendían, personas casi desconocidas. Gente que se tomaba en serio las reglas y deseaba cumplirlas, bien fuera para evitarse complicaciones posteriores o porque creía realmente en ellas.

Por suerte para todos, las constituciones de los países europeos emanaron de la estadounidense y hoy en día, al menos en teoría, la separación de poderes y la limitación de la discrecionalidad de las autoridades son la norma. La Unión Europea se lo toma razonablemente en serio. Los políticos nacionales, mucho menos. Pero esa fue la genialidad de los padres fundadores: comprender que, en general, los gobernantes quieren más poder, se sienten legitimados por las urnas para hacer literalmente lo que quieren y piensan que su poder está más justificado que el de los demás. En cierto sentido, lo que estamos viendo en lugares como Polonia o Hungría no se debe a que el PiS o Fidesz, los partidos gobernantes allí, tengan una ambición particular de controlar hasta el último aspecto de la vida en su país. Por lo general, los gobernantes tienen este impulso y solo unas instituciones fuertes pueden impedir que hagan realidad sus deseos. Lo que sucede es que en Polonia o Hungría las instituciones son más débiles que en España o en Francia. O, como hemos visto, que en Estados Unidos.

Foto: El presidente electo, Joe Biden. (Reuters)

Los padres fundadores temían la llegada de alguien como Donald Trump y diseñaron toda la política del país para ponerle freno. Han logrado hacerlo, y con suerte Trump pasará a la historia, simplemente, como un mal gobernante, inepto y cruel. Quizás en nuestra época, en la que las expectativas son tan elevadas, pensar en la democracia en términos de no tiranía sea decepcionante, o hasta intolerable, para muchos. Pero para eso fue concebida. Escribió Alexander Hamilton, otro de los fundadores: “Es un reflejo de la naturaleza humana que dispositivos [de contención de los poderes de los gobernantes] como estos sean necesarios para controlar los abusos del Gobierno. Pero ¿qué es el Gobierno sino el mayor de los reflejos de la naturaleza humana? Si los hombres fueran ángeles, no sería necesario el Gobierno”.

Podemos dar muchas respuestas a la pregunta de para qué sirve una democracia. Para que el pueblo escoja a su líder político, para que este se vea obligado a rendir cuentas ante él, para lograr un cierto equilibrio entre las distintas facciones de una sociedad, para que todos los individuos con derecho a voto tengan la misma dignidad e influencia y se contrarresten los excesos de poder de las élites económicas. Todo esto es cierto. Pero los inventores de la primera democracia moderna de la historia, los llamados padres fundadores de Estados Unidos, tenían una idea más modesta y, al mismo tiempo, más ambiciosa: una democracia sirve para impedir la tiranía.

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