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La necesidad de tener enemigos
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Juan Soto Ivars

España is not Spain

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La necesidad de tener enemigos

Estaba metiéndome con el presidente del Gobierno como si se hubiera cargado a mi padre. De pronto se me ha hecho muy raro. Echo la vista

Estaba metiéndome con el presidente del Gobierno como si se hubiera cargado a mi padre. De pronto se me ha hecho muy raro. Echo la vista atrás por ver si hay algún punto de mi vida en el que no haya tenido ningún enemigo y no sé qué contestarme. Posiblemente no.

Es el colegio Ramón y Cajal de la pestífera ciudad de Alcantarilla, donde mi familia y yo tuvimos que vivir antes de irnos al aire limpio de Tánger. Las mañanas son pálidas y las tardes son febriles. En el pueblo temo a los gitanos, que viven en pisos que les regaló un Gobierno socialista y han hecho de la zona una ciudad sin ley. Así le llaman al barrio, justo al otro lado de las vías que se ven desde mi casa.

A mediodía estoy con Juanjo a la salida del colegio, tenemos doce años, hablamos de mujeres con la inexperiencia bizarra de dos preadolescentes:

– Las mujeres se ponen cachondas–, me dice Juanjo. Es un niño gordo y colorado. Es mi amigo.

– ¿Eso qué es?

– Que se ríen mucho, y entonces es que quieren follar.

La palabra nos hace reír mucho. A veces inventamos canciones obscenas con las que reírnos sin parar. Canciones llenas de tacos que mencionan lo que luego, años después, identificamos con la gloria más absoluta.

– ¿Cuando se ríen, qué les pasa? Se lo pregunto para que vuelva a decir un taco.

– Se ponen cachondas y...

En ese momento, tres gitanillos aparecen con sus bicicletas de cross y nos cercan. Nos piden los relojes digitales Casio con amenazas y después de un rifirrafe y de ver una navaja se los acabamos entregando, nos vamos lloriqueando a casa. Nuestros enemigos han triunfado. ¿Cuándo viví sin enemigos? ¿Sin ningún enemigo?

Cedida la última ciudad del imperio romano de Oriente de la niñez, he aprendido algo sobre los enemigos. Hay que combatirlos. El ajedrez enseña lo mismo sobre el ataque y la defensa

En la niñez era cobarde, no era un niño peleón, y las enemistades las provocaba el temor. Vivía las enemistades como Constantino Dragases, el último emperador de Bizancio: el sultán Mehmet estaba por todas partes con sus hordas otomanas. Voy más atrás. Llega al colegio un chico nuevo, Juan Rabadán, expulsado de otro centro. Me dispongo a contentar al nuevo, mayor que nosotros, y enseguida pienso que hacemos buenas migas. Pero le estoy mostrando mi debilidad a un chico desequilibrado.

Mehmet firmó un tratado de no agresión con Bizancio antes de lanzarse sobre la ciudad. Poco tiempo después, Juan hace lo propio. Me pasaré los días, durante dos años, tratando de no ser visto por este conquistador, por este enemigo. Cedida la última ciudad del imperio romano de Oriente de la niñez, he aprendido algo sobre los enemigos. Hay que combatirlos. El ajedrez enseña lo mismo sobre el ataque y la defensa.

Hasta que no cumplí más años, no aprendí a sostener los ataques con ataques, a tomar represalias. La adolescencia nos hizo aguerridos. Competíamos por chicas, por la atención de algunos maestros. Manteníamos conversaciones sobre borracheras que no habían sucedido, lanzábamos anécdotas legendarias producto de la imaginación. Los enemigos proliferaban en esta tensión granujienta. Pero ya no eran temibles, sino despreciables.

Aparecieron enemigos más difusos, los enemigos que elegimos en nuestro pensamiento: George Bush atacó Irak cuando me fui a Madrid a estudiar. Era un enemigo perfecto, lejano, desconocido. Otros amigos elegían a Israel, a Sadam, a Aznar, a Zapatero. La vida del estudiante estaba llena de enemigos como un periódico abierto.

Así, eligiendo unos enemigos y siendo elegido por otros, avanza la edad y nos convertimos en hombres. Si pienso en las guerras que mantengo abiertas me da la risa. Hoy estaba escribiendo otra columna para este periódico y me pregunté: ¿qué me ha hecho a mí Mariano Rajoy? Me descubro tecleando sobre lo odioso que me resulta el presidente de Gobierno y de pronto borro todo el texto y empiezo con estos pensamientos. Volvemos al punto de partida: ¿hay necesidad de tener enemigos?

¿Cuánto tiempo seré capaz de pasar sin atacar a nadie? ¿Sin ser atacado por el pensamiento de cualquiera?

Están por todas partes. Si usted hace una lista de los suyos, se asombrará.

Las enemistades entre escritores son legendarias, pero exactamente iguales a las enemistades entre compañeros de oficina, entre un cliente y la compañía de teléfonos, entre un columnista y los lectores menos afines, entre los asistentes a una reunión de la comunidad de vecinos.

El hartazgo y la rivalidad por sus semejantes les son inherentes a los hombres. Mi abuela Pepita me dijo:

– Tu mayor enemigo será uno de tu misma profesión siempre.

Tenía razón, pero hay muchos más. Hoy no pienso meterme con nadie. Vuelvo a Michel de Montaigne, que siempre encarrila los momentos de extrañeza, para que él me explique algo sobre la presencia constante de la enemistad:

– Nuestro espíritu es un instrumento errabundo, peligroso y temerario; es difícil añadirle orden y mesura. Y en estos tiempos vemos a los que poseen alguna singular excelencia por encima de los demás y alguna vivacidad extraordinaria, desbordados, casi todos, en la licencia de opiniones y comportamiento. Es un milagro encontrar a alguno sereno y sociable. Con razón se le ponen al espíritu humano las barreras más estrictas que se puede.

Pues han cambiado poco los tiempos, señor Montaigne. Ahora me doy cuenta de que escribir esto ha sido una barrera. Pero la historia del cerco de Bizancio, la última ciudad amurallada del Imperio Romano de Oriente, enseña las barreras siempre acaban cayendo. ¿Cuánto tiempo seré capaz de pasar sin atacar a nadie? ¿Sin ser atacado por el pensamiento de cualquiera?

– Una tarde.

Estaba metiéndome con el presidente del Gobierno como si se hubiera cargado a mi padre. De pronto se me ha hecho muy raro. Echo la vista atrás por ver si hay algún punto de mi vida en el que no haya tenido ningún enemigo y no sé qué contestarme. Posiblemente no.

Mariano Rajoy George W. Bush José María Aznar