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El dinero del turista huele a meado
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Juan Soto Ivars

España is not Spain

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El dinero del turista huele a meado

Aquí no preocupa tanto la plaga imaginaria de españoles como la de chanclas y borrachos rubicundos, esos reyes Midas que encarecen las viviendas por las que pasan y ponen los precios del barrio fuera del alcance de sus habitantes

Posiblemente, en las alturas riscosas de Gerona o entre las nubes pirenaicas, donde los pueblitos payeses se desperdigan por el campo como apacibles rebaños lanares y la vida es silenciosa, hay muchos catalanes que todavía piensan que la independencia del país sería una especie de panacea.

Sin embargo, en Barcelona, siempre removida por las brisas del mar y por los autobuses que vomitan turistas desde los cruceros y el aeropuerto, cada vez encuentro más testimonios de personas que, sin abandonar la ilusión en un país independiente, ya sospechan que los países independientes son quimeras aventadas por políticos con arteras intenciones.

No es que los barceloneses sean más sagaces que los leridanos. Es que en Barcelona no es el español quien invade con impuestos y con leyes emitidas desde el fortín de Madrid, por más que los dirigentes lo repitan. En Barcelona, especialmente en el distrito de Ciutat Vella, no hay más que asomar el hocico a la ventana para notar esa emanación agria de los meados al sol, peste de la que Terry Pratchett se extrañaba en una de sus novelas, porque un líquido filtrado por tantos riñones no debería oler tan mal.

A tanto llega la irritación de las personas que viven en Barcelona que han convertido las asociaciones de vecinos en guerrillas pacíficas, y han sido el fermento de la plataforma política Guanyem, que propugna un modelo turístico sostenible para la ciudad

Aquí no preocupa tanto la plaga imaginaria de españoles judaicos como la de chanclas y borrachos rubicundos, esos reyes Midas que encarecen las viviendas por las que pasan y ponen los precios del barrio fuera del alcance de sus habitantes, con la absoluta complicidad de unos dirigentes que se limitan a limarle las uñas al león amenazando a quien no sea cívico.

A tanto llega la irritación de las personas que viven en Barcelona que han convertido las asociaciones de vecinos en guerrillas pacíficas, y han sido el fermento de la plataforma política Guanyem, que propugna un modelo turístico sostenible para la ciudad. Guanyem está consiguiendo en poco tiempo un apoyo que me recuerda al del vertiginoso partido de Pablo Iglesias.

Pero el de Colau, más prosaico, menos discursero, mucho menos leninista e infinitamente más pragmático, parece a primera vista mucho más sólido que el canto de sirena de Iglesias y Monedero. Será porque se contenta, por el momento, con proponer soluciones para una ciudad asfixiada por la especulación, sumergida en un mar de camisetas estridentes y ensordecida por las serenatas de borrachos cantores.

placeholder Vecinos de la Barceloneta protestan contra el denominado turismo de borrachera. (EFE)

La semana pasada ocurrió algo insólito para agosto: la vía Layetana estaba repleta de barceloneses y los turistas se apartaban hacia los lados. Una muchedumbre heterogénea desfiló desde la Barceloneta hasta la plaza de Jaime I pidiendo que alguien ponga freno a la especulación. Eran abuelas, padres y nietos; eran vecinos, emanaban ese aroma civilizado y sincero de la vecindad, y portaban pancartas escritas con una caligrafía barrial en las que se dirigían a Trias, lejano y solo, con un mensaje claro: en Barcelona no se puede vivir.

Allí me encontré a Marc Caellas, que escribió Carcelona, un libro indispensable para conocer el reverso tenebroso de esta ciudad. Dice Caellas que “siempre será más importante la sanidad, educación, vivienda y transporte público que cualquier bandera. La explotación turística influye negativamente y baja la calidad de vida de la mayoría, enriqueciendo a una minoría.”

Los jaleos en pisos turísticos y las fotos de tres guiris borrachos y desnudos en plena calle y a la luz del día han sido la gota de sangría caliente que ha colmado el vaso. Pero hay mucho más. Como dice Caellas, los barceloneses saben que el turista deja mucho dinero en la ciudad, pero ese dinero deja un rastro menos evidente en la calle que las correrías nocturnas de los visitantes. Los vecinos no pueden dormir, no pueden salir a la calle y los alquileres se encarecen intolerablemente. Y del dinero del turismo, sólo perciben ese hedor a meado.

¿Cuál es la respuesta de CiU? A ver si adivinan: independencia. A CiU y a Esquerra les viene muy bien que la Diada caiga tan cerca del verano. Les ayuda a ponerse la careta de salvapatrias y desfilar por unas calles que, durante los meses estivales, quedan vedadas a los catalanes a los que dicen representar.

Los vecinos no pueden dormir, no pueden salir a la calle y los alquileres se encarecen intolerablemente. Y del dinero del turismo, sólo perciben ese hedor a meado. ¿Cuál es la respuesta de CiU? A ver si adivinan: independencia

Han caído muchas máscaras desde que Pujol confesó una pequeña parte de sus crímenes financieros. Pero, cuando caen las máscaras, vuelven a reptar hacia quien las llevó puestas, y esas caretas de goma sonrientes y blandas se arrastran por el suelo empedrado del Paseo de Gracia, buscan a sus dueños con la perseverancia de las babosas y, al poco, ya remontan mocasines, perneras y levitas, arrastrando en su camino hacia la cara verdaderas constelaciones de caspa política. Así, al poco de caer las máscaras, la careta ha vuelto a su nido habitual. El líder sonríe y emite su veredicto:

–Aquí lo que hace falta es independencia.

El sentimiento nacionalista empieza a ser una hoguera insuficiente para incinerar tanta mierda. El ciudadano está hasta los pujoles de corrupción, especulación y plastiquete. Pero estoy de acuerdo en la necesidad de independencia. Sobre todo, hace falta independencia en Barcelona. De los especuladores que convierten viviendas en mostradores de toalla y pareo, de los garitos clónicos con ofertas de cubatas escritas en inglés, de las cadenas de tiendas que, como hongos, sueltan sus esporas y se reproducen hasta enmohecer calles enteras, destruyendo por completo la personalidad de la ciudad.

Hace falta independencia de los rumiantes que repiten la monserga de que el turismo es una mina de oro mientras se llenan los bolsillos, encaramados en sus castillos de Sarrià, el Ensache y demás bastiones silenciosos, mientras las clases populares que habitan en los barrios turísticos son pisoteadas por las chancletas del negocio.

Se aproxima la Santa Diada. Las calles se descongestionan un poco para dejar paso a las banderitas. Los que viven en el suelo, y por eso les llaman ciudadanos de a pie, levantan una mano temblorosa y, entre la música machacona de los H&M y los Zara, emiten su más acuciante reivindicación:

–España o República de Cataluña da igual, porque aquí no hay quien viva.

Posiblemente, en las alturas riscosas de Gerona o entre las nubes pirenaicas, donde los pueblitos payeses se desperdigan por el campo como apacibles rebaños lanares y la vida es silenciosa, hay muchos catalanes que todavía piensan que la independencia del país sería una especie de panacea.