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La caída de la estatua de Pujol
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Juan Soto Ivars

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La caída de la estatua de Pujol

Venían protegidos por la noche. No sabemos si embozados o temerosos, si sobrios o borrachos, pero nos despertó el estrépito porque volcaron una estatua de Jordi

Foto: Desconocidos derriban la estatua de Pujol.
Desconocidos derriban la estatua de Pujol.

Venían protegidos por la noche. No sabemos si embozados o temerosos, si sobrios o borrachos, pero nos despertó el estrépito porque volcaron una estatua de Jordi Pujol. Estaba bien protegida por la altura, como las de los césares romanos. Quizás los vándalos lanzaron cuerdas al cuello de Pujol y luego tiraron como bueyes, con la fuerza que da la decepción y, así como los bárbaros penetraron las fronteras romanas, los vándalos burlaron al pedestal.

Derribaron al suelo al padrecito de la patria, supongo, con las mismas tácticas y la misma fuerza que se emplearon contra las estatuas de Lenin tras la caída del muro de Berlín. Por el estrépito del bronce contra la hierba supimos que había volcado una estatua de Pujol, porque el bronce es el metal de la resonancia: los cañones retumban, las campanas doblan y las estatuas de Pujol amplifican la megalomanía de un político y la complacencia de sus súbditos. Tan fuerte sonó el golpe que Premià de Dalt resplandeció en los mapas.

Pujol, el que fuera famoso por la habilidad de sus silencios, se ha convertido en una caja de resonancia. Hace unos días oímos cómo amenazaba a las Cortes catalanas. Tiró de poesía y dijo que la caída de una rama pone en peligro los demás nidos, y luego se quedó mirando a los parlamentarios como una fiera acorralada y poderosa. Mientras algunos se echaban las manos a la cabeza preguntándose cuánta mugre habrá bajo las alfombras de la política catalana, yo pensaba en las habichuelas mágicas que agrandan enanos y les permiten alzarse a la soñada altura.

Pero por más que trepen, los bajos no parecen gran cosa al natural. Entonces sueñan con estatuas. Vladimir Lenin medía metro sesenta y cinco y su estatua más grande alcanzó los cien metros. La de Jordi Pujol era grandota. No tanto, claro, porque el bronce es caro y Pujol es tacaño, pero volcada en la hierba medía 0,002 kilómetros. Mucho menos que la V de la última Diada o que la distancia que separa Barcelona y Madrid, pero más de lo que mide el verdadero Pujol cuando se tumba a soñar con estatuas.

A veces paseo entre esculturas y me pregunto qué piensan cuando las palomas se les posan en la coronilla. La mirada de un emperador petrificado se vuelve cómica con un pichón a modo de peluca. ¿Qué piensan Ataúlfo y Eurico, cubiertos de guano y palomas en la Plaza de Oriente de Madrid? ¿Qué pensaba Pujol en sus alturas de Premià de Dalt, cuando vio acercarse a los vándalos que lo iban a derribar?

Como el bronce no puede defenderse, habría de recordar tal vez aquellos versos de Kavafis en los que el emperador madruga y los cónsules se engalanan para recibir a los bárbaros. El bronce de los labios de Pujol murmuraría y después besaría la hierba, como las ovejas y los futbolistas quejicas. Supongo que no le ha gustado esta caída, pero Pujol debería agradecerla: así lo hemos visto besar el suelo de Cataluña, a la que tanto ama.

Pujol se convirtió en hijo adoptivo de Premià de Dalt en 1997. Nueve años después le pusieron su nombre a una plaza y en 2011 levantaron esa estatua de Xavier Martos destinada a caer en el otoño de 2014. Vienen a la memoria otros versos, esta vez de Juan Luis Panero: “Y las calles de Leopoldo Panero, y las lápidas de Leopoldo Panero, y el premio Leopoldo Panero, y el colegio Leopoldo Panero, y tu efigie entre otras ilustres en los muros solemnes del Ateneo, y por fin esta estatua de Leopoldo Panero que contemplo en un helado atardecer, mientras llueve a lo lejos sobre el Teleno”.

Sobre el Teleno, esta vez, han llovido las reacciones maravillosas. El consistorio de Premià de Dalt dice que han tirado la estatua “personas que no respetan la voluntad democrática de mantener los honores y distinciones otorgados a Jordi Pujol, expresada de forma unánime el 8 de septiembre de 2014”. Y dicen que el ataque se produce coincidiendo con momentos políticos “de primer nivel”, refiriéndose a la consulta soberanista que el lunes suspendió el Tribunal Constitucional. Eso es lo que dicen. Eso es lo que pasa cuando hombres sin poesía en la sangre quieren explicar algo tan maravilloso como la caída de una estatua.

He aquí lo más fascinante de todo: a la estatua le han dañado los dedos. Una justicia medieval, semejante a la que los moros aplican a los ladrones, ha castigado el órgano con que Pujol pasaba de honorable a horrorable. Por culpa de esta mutilación, la estatua espera al escultor en un almacén. Allí la tienen a salvo de los vándalos y buscan un nuevo emplazamiento para ella. Les recomiendo que la pongan donde está el dinero del clan Pujol, pues allí nadie podrá alcanzarla ni hacerle daño. Pero al mismo tiempo deseo ver a la estatua de nuevo en la plaza de Premià de Dalt, subida a su peana, y custodiada por guardaespaldas. Será tan hermoso y significativo como aquellos versos donde termina el poema de Kavafis:

¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros?

Esta gente, al fin y al cabo, era una solución.

Venían protegidos por la noche. No sabemos si embozados o temerosos, si sobrios o borrachos, pero nos despertó el estrépito porque volcaron una estatua de Jordi Pujol. Estaba bien protegida por la altura, como las de los césares romanos. Quizás los vándalos lanzaron cuerdas al cuello de Pujol y luego tiraron como bueyes, con la fuerza que da la decepción y, así como los bárbaros penetraron las fronteras romanas, los vándalos burlaron al pedestal.

Jordi Pujol Cataluña