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Juan Soto Ivars

España is not Spain

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Anticuento de Navidad

Hace unos días, paseando por Barcelona, me crucé con un niño andrajoso que iba pidiendo dinero por entre las mesas de una terraza y me vino

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Hace unos días, paseando por Barcelona, me crucé con un niño andrajoso que iba pidiendo dinero por entre las mesas de una terraza y me vino a la nariz un tufo familiar: el del disolvente químico que usan los miserables para colocarse. No había vuelto a notar esa peste desde que me fui de Tánger, donde viví la adolescencia. Allí era fácil toparse con el hedor químico que emana de las jaurías de niños callejeros, pero es la primera vez que me encuentro una cosa así en España. Pensé inmediatamente en términos que he oído demasiadas veces durante 2014: exclusión, pobreza infantil, las piezas de las que está hecho ese olor.

El olor a disolvente me puso las tripas del revés y recuerdo a un niño tangerino que se refugiaba en un muro desplomado cerca de la casa de mis padres. Al oler el perfume de la miseria total es como si lo viera otra vez. Quizá tenga doce años. Tiene una camiseta con un agujero muy pequeño que casi no se nota. Tiene unos pantalones largos que le quedan cortos. Estos pantalones tienen cuatro bolsillos. Los de los lados están rotos y no sirven para guardar monedas ni el cristal, pero los de detrás están bien y allí puede guardar las monedas y el cristal. Tiene unos calzoncillos malolientes muy incómodos porque se pegan al culo. Tiene unas chanclas muy malolientes pero cómodas, hechas a la forma del pie, menos cuando tiene que correr por algún motivo. Tiene un pañuelo que todavía huele a disolvente de primera. Tiene dos monedas: la de un dirham se la ha dado un turista rubio. La de medio dirham se la ha llevado del platillo donde otro turista dejó una propina. Tiene un cristal puntiagudo para quitarles a los niños de menos de diez años sus monedas. No tiene nada más.

La gente normal tiene nombre. El muchacho de once o doce años no sabe si tiene nombre. El tipo que le pone disolvente en el pañuelo y le da Raibi o basura le grita Mohamed, pero el muchacho sabe que no es su nombre. Ojalá el nombre pudiera devolverse a los padres y ojalá el nombre fuera una bomba que estalla en la cara de los padres cuando lo reciben. Tampoco tiene padres, o no se acuerda. Es difícil prestar atención a los detalles. Ahora lo único que puede hacerse es seguir adelante. El tipo que le pone disolvente de primera en el pañuelo se lo dice al muchacho de unos doce años que posee todas esas cosas: “Hay que seguir adelante.”

Eso es lo que dice cuando está de buen humor porque el niño de doce años tiene más de tres o cuatro monedas en el bolsillo de detrás, el que está pegado al culo. Cuando tiene menos de tres monedas, como hoy, el tipo que pone el disolvente en el pañuelo lanza insultos que al chico se la traen floja. Si el chico se ha gastado el dinero en cualquier mierda como un pan redondo o un poco de queso o algo así, o nadie se la ha dado ni ha podido robarles a los niños de menos de diez años porque se han escondido o se han muerto, el tipo del disolvente coge una cadena de bicicleta y le da alguna hostia al niño de doce años. Los golpes pasan rápido, así que se la traen floja, lo malo es que después no quiere ponerle disolvente en el pañuelo. Entonces sí que llora el chico. Gimotea el nombre del tipo del disolvente –Driss– y le dice en árabe darija “por el honor de tu padre, por Alá, por el honor de tu padre, un poquito, por el honor de tu padre”, pero el otro dice: “Trae dinero o te mato”. Y no hay manera de convencerlo, así que el chico de doce años agacha la cabeza y se larga otra vez a la medina o al puerto.

Cuando no recibe su chorrito de disolvente de primera todo se la trae menos floja, y piensa constantemente en eso, mientras siente náuseas y camina mareado pidiendo dirhams a quien se cruza con él. Piensa: el mundo es injusto porque no tengo disolvente de primera. Y tiene toda la razón del mundo. ¿Qué se han creído? ¡Tacaños! ¡Basura! ¡Locos! ¡Din dimak! ¡Tabon dimak! El chico de aproximadamente doce años se sabe muchos insultos. Decirlos le hace bien aunque los diga llorando porque no quieren venderle disolvente o porque otro chico de catorce años le ha pegado y le ha quitado los dirhams que tenía. Grita a los de las tiendas hasta hacerlos salir corriendo detrás o hasta que algún adulto que pasa sale a perseguirlo por la cuesta del Marjane. Esa es una de las situaciones en la que las chanclas son muy incómodas por dos razones: una, que se salen del pie por mucho que uno las intente agarrar con los dedos. La otra, que la suela es blanda y está medio rota y se dobla debajo del pie cuando uno corre muy deprisa, y entonces uno se hace polvo los dedos, se hace los dedos mierda y tardan muchísimo en curarse.

Cuando los adultos o el de la tienda se han quedado atrás, el chico se siente agotado, pero entonces tiene los pulmones abiertos y pegando una buena esnifada al pañuelo es capaz de aprovechar el último juguito del disolvente de primera. Se le nubla la vista y el chico de unos doce años deja de llorar y empieza a reírse. Unas veces se ríe por nada y otras de puro contento. El chico se ríe cada vez más, las náuseas desaparecen, los pinchazos de la columna tardan más pero al rato se ha olvidado de ellos.

Al chico de unos doce años se la trae floja otra vez que sea injusto el mundo. De hecho ahora mismo le parece justísimo.

Pasa un español, un adolescente español, yo. “Pur favor, un dirham, un dirham.” El chico piensa que los españoles son los tipos más ricos de la Tierra y deben tener todo el disolvente de primera del mundo. Y así es como termina este anticuento de Navidad, que envío a quien corresponda, impregnado del aroma real, verdadero, de las palabras “pobreza infantil”. Así es como huelen, si se les permite instalarse en cualquier lugar.

Hace unos días, paseando por Barcelona, me crucé con un niño andrajoso que iba pidiendo dinero por entre las mesas de una terraza y me vino a la nariz un tufo familiar: el del disolvente químico que usan los miserables para colocarse. No había vuelto a notar esa peste desde que me fui de Tánger, donde viví la adolescencia. Allí era fácil toparse con el hedor químico que emana de las jaurías de niños callejeros, pero es la primera vez que me encuentro una cosa así en España. Pensé inmediatamente en términos que he oído demasiadas veces durante 2014: exclusión, pobreza infantil, las piezas de las que está hecho ese olor.

Pobreza