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Esto es lo que pasa cuando te cargas la Ley de Dependencia
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Juan Soto Ivars

España is not Spain

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Esto es lo que pasa cuando te cargas la Ley de Dependencia

Ana quiere reclamar lo que le deben, pero cuando va a pedir consejo a los servicios sociales decide rendirse: si reclama, es posible que la ayuda se congele hasta que se resuelva el brete burocrático

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La historia que sigue es real. Tengo la impresión de que los verdaderos responsables no se enteran de lo que hicieron, absortos como estaban en repartir justicia y burocracia a la grupa de sus gráficos saltarines, así que me pongo a escribir.

Nuestro error al hablar de sanidad pública y ayudas a los necesitados es que la información general se aleja de la carne, nos entrampamos en la mala redacción del BOE y acabamos pensando en términos desnatados y descafeinados. Pero es la carne la que padece. En sus cicatrices se expresan los verdaderos efectos de las leyes. Cuando el ejecutivo de Mariano Rajoy dio el hachazo final a la Ley de Dependencia en 2013, podíamos aventurar vaticinios. Hoy podemos seguir un rastro de calamidad.

Ana mide metro y medio y tiene un hombre en casa. El hombre se llama Juan y mide metro ochenta. La vida les sonríe hasta que llega un ictus que aparta a Juan de la vida laboral y arrastra a la diminuta Ana a cuidar de un minusválido que no ha encogido con su enfermedad.

Ana pide las ayudas que un Estado responsable pone a su disposición en semejante brete. A Juan le dan el grado máximo de dependencia por una discapacidad del 81%. Según la ley, “la persona necesita ayuda para realizar varias actividades básicas de la vida diaria varias veces al día y, por su pérdida total de autonomía física, mental, intelectual o sensorial, necesita el apoyo indispensable y continuo de otra persona o tiene necesidades de apoyo generalizado para su autonomía personal.”

La carta que Ana recibe lo deja claro: “Una vez estudiada la situación, el programa individual de atención determina que la dedicación que se necesita ha de ser total.” Eso, otra vez según la ley, se traduce en más de 160 horas al mes de cuidados constantes. Pero Ana está sola, tiene sesenta años y trae a su casa de alquiler un sueldo muy modesto que se suma a la pensión de 400 euros de Juan.

El importe de su ayuda a la dependencia roza el máximo. Son trescientos diez euros al mes. Sí. Trescientos diez euros es el valor que el Estado otorga al trabajo de un familiar, normalmente una mujer, por más de 160 horas de cuidados a un enfermo al mes.

Pero calma. Calma, porque la carta oficial añade una advertencia: “El pago puede quedar suspendido durante un plazo máximo de dos años a contar desde el 26 de febrero de 2013”. Este plazo absurdo, naturalmente, se cumple, y pasan dos años hasta que Ana recibe el primer pago de 310 euros en febrero de 2015.

Si reclama, es posible que la ayuda se congele hasta que se resuelva el brete burocrático, que podría demorarse dos años más

Mientras le llega la ayuda que se le ha concedido baja la prima de riesgo, el paro envía una parte de su composición humana a los trabajos basura, el déficit sigue de juerga. Estallan numerosos casos de corrupción y Ana ve cómo se reducen los equipamientos de su centro de salud, de la biblioteca de su barrio.

Durante esos dos años, los días de Anna son sumamente ordenados. Dedica más de 160 horas al cuidado de Juan. Hay que hacerlo todo en su momento, la enfermedad manda, la convalecencia es dura. El orden del día, domingos incluidos, incluye meter ese cuerpo inmenso y resbaladizo en la bañera, acomodarlo en la cama, en el sofá, ponerle la comida, empujar la silla por el pasillo, servir de bastón secundario en las horas de rehabilitación, entretenerlo, animarlo, seguir con vida.

Ana se levanta a las seis y trabaja hasta las nueve desde casa. Entonces lo despierta y es la logopeda que el Estado ya no paga, es la fisioterapeuta que el Estado ya no paga, también la que lo lleva al médico con escasez de ambulancias. Se sienta con él delante de la tele e intenta distraer la tristeza con un léxico reducido a lo esencial. Cuando lo lleva a la cama y lo arropa, son las diez de la noche y Ana tendrá que levantarse a las seis. Pero esas tres horas que trabajará desde casa no le dan para ganarse el pan. A veces ha de salir, buscar más encargos, reunirse con clientes. A veces incluso tiene el capricho de descansar.

Cuando por fin llega el dinero, Ana quiere reclamar lo que le deben, toda esa pasta congelada durante dos años sabe Dios por qué motivo. Pero cuando va a pedir consejo a los servicios sociales decide rendirse, porque quien hace la ley hace la trampa y estamos gobernados por tramposos. Aquí viene lo grande: si reclama, es posible que la ayuda se congele hasta que se resuelva el brete burocrático, que podría demorarse dos años más. Aprende, Kafka.

No sólo hay gente gente dispuesta a cobrar esa mierda sin contrato ni seguridad social, sino que los hay capaces de viajar más de 600 kilómetros para ello

En total serían cuatro años, tiempo más que suficiente para que muera mucha gente con problemas tan graves como los de Juan. Así que Ana acepta sus 310 euros al mes desde febrero de 2015 y no reclama los 24 meses atrasados.

Y entonces se ve obligada a hacer algo le duele: buscar a otra persona dispuesta a aceptar, como ella, condiciones miserables, trabajando duro con un enfermo por un sueldo sin contrato, sin seguridad social. Por supuesto, no puede permitirse ni la cantidad ni la calidad de ayuda que necesitaría. Quién querrá trabajar por los 250 euros que ella puede pagar.

Pone un anuncio en Infojobs: "Se busca persona dispuesta a cuidar de un minusválido tres horas y media todos los días salvo domingos". Para su sorpresa, recibe al instante multitud de solicitudes. No sólo hay gente gente dispuesta a cobrar esa mierda sin contrato ni seguridad social, sino que los hay capaces de viajar más de 600 kilómetros para ello.

Si no ha sido el fantasma de Josef Mengele quien ha ideado esta estrategia, tenemos que hacer sitio para el pieza en las enciclopedias de la crueldad.

La historia que sigue es real. Tengo la impresión de que los verdaderos responsables no se enteran de lo que hicieron, absortos como estaban en repartir justicia y burocracia a la grupa de sus gráficos saltarines, así que me pongo a escribir.

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