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Quién soporta que los viejos vivan en la calle
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Juan Soto Ivars

España is not Spain

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Quién soporta que los viejos vivan en la calle

Yo quiero que cambien la Constitución para que todos los ancianos tengan una casa. Sólo por haber vivido, aunque no hayan cotizado un euro, ya merecen un techo y una radio

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Arreglábamos el mundo en una terraza mientras sorbíamos pizzas y masticábamos los cubitos de la cocacola y entonces se nos presentó la gran avería. Un viejillo pasaba por las mesas vendiendo mecheros. En un primer momento se llevó el “no, gracias” que coleccionan los que buscan duros entre patatas fritas, pero viéndolo tan mayor me arrepentí, lo llamé y me compré un mechero para ayudarlo.

Acto seguido le dije a Bárcena que me matan los viejos que piden dinero, que no puedo soportarlo. Un joven puede ser lo que quiera, hasta mendigo. La vida es dura para todos. Pero un viejo, ¿cómo puedo aceptar que haga la calle, que se canse las piernas, que no tenga nada? Les doy dinero. A los pijo-progres que me vienen a veces con que la limosna no ayuda, yo les desafío a pasar una semana sin nada por calles llenas de productos y precios. A ver cómo les sienta entonces que un desconocido les dé unos euros.

Habría que hacer mucho más. Yo quiero que cambien la Constitución para que todos los ancianos tengan una casa. Sólo por haber vivido, aunque no hayan cotizado un euro, ya merecen un techo y una radio, yogures en la nevera. Los ancianos han caminado mucho, las calles se les hacen largas, por eso arrastran los pies y se encorvan. Merecen un sillón y no hacer nada. Es inhumano que un viejo esté tirado.

Pienso en mi abuela Pepita, que a veces se aburre de pasar la tarde sola cuando no vamos a visitarla. Si me la imagino en el brete de salir a por dinero, tal como es de vergonzosa, me da una impresión que no puedo ni escribirlo. Pero mi abuela tiene esa lámpara de luz amarilla que es el color más hogareño del mundo. Entonces, ¿por qué no lo tiene ese vendedor de mecheros, esa otra vieja que duerme en el recodo de una plaza, en el corazón triste de una cebolla de trapos y cartones y bufandas?

No puedo acostumbrarme, me revienta, no puedo soportarlo. Otro día bajábamos Andrea y yo de cenar en el restaurante japonés de la calle Torrent de l'Olla y vimos a un señor que preparaba los cartones y el saco para pasar la noche en la salita de cajeros de una sucursal bancaria. Nos extrañó que el hombre, nudoso y seco, llevase una camisa limpia y perfectamente planchada. Seguimos andando unos metros, comentamos el detalle de la camisa, y entonces retrocedimos arrepentidos y tristes.

A los pijo-progres que me vienen a veces con que la limosna no ayuda, yo les desafío a pasar una semana sin nada por calles llenas de productos y precios

Andrea se metió al banco a hablar con él. El hombre debió creer que era un ángel que se le aparecía. Yo no entré, porque si fuera él preferiría la visita de una mujer que pasa sin el novio. Después de un buen rato Andrea salió y me lo contó todo. El hombre tiene ochenta y tantos y duerme a la fresca en la dureza del suelo. Es catalán pero ha vivido en Sudamérica toda su vida;allí cotizaba y, al volver, se enteró de que sesenta años de trabajo pueden ser igual a nada. Así que el hombre vive con la pensión mínima y no tiene nada más en este mundo. Ni familia.

–Con ese dinero no me da para comer y alquilar casa –le explicó a su ángel–, así que prefiero dormir en la calle porque no quiero pedir limosna, que me da mucha vergüenza.

Andrea le metió dinero entre las manos sin que él se lo pidiera. El camino a casa fue tormentoso porque nosotros tenemos unas llaves y ese hombre de ochenta años sólo tiene comida. Quedamos en ir otro día a verlo. En visitarlo como a un amigo. A veces estas personas tienen más necesidad de conversar que de una cama limpia, me dijo Andrea. Qué razón tiene siempre, porque la conversación mata la soledad y además da dignidad.

Fíjese usted mismo, salga a la calle. Muchos mendigos reciben dinero pero luego sólo hablan entre ellos o están más solos que las piedras. A veces les damos una moneda y nos vamos muy rápido, como si temiéramos contagiarnos. Mi amiga Clara se sentaba a darles palique a los mendigos, hasta a los más locos y borrachos. Héctor le dijo un día:

–A mí me gustaría hacerlo, pero da vergüenza que me vean con ellos.

La vergüenza era constante también en el protagonista de Hambre de Knut Hamsun, por eso me gustó que Andrea propusiera visitar al señor de vez en cuando. Queremos llevarlo a tomar un café y permitirle a él que nos convide. Si yo viviera en la calle, nada me gustaría más que invitar a unos amigos a un cortado. Sería como un lujo, y un lujo de vez en cuando es un artículo de vital necesidad.

Cerca de mi casa vive otra anciana más afortunada. Es una vieja de pelo blanco que se sienta en un macetero del ayuntamiento a pedir limosna. Tiene un gato al que adorna con guirnaldas y trapos de colores y, gracias a ese gato, la gente, que es muy cursi y muy imbécil, le deja más dinero en su cestillo. Pero la suerte de esa mujer no es el gato. Es común que se haga un corrillo a su alrededor, porque a las vecinas del barrio les gusta charlar con ella.

Esos días se la ve contenta. Le pasa la mano al gato. Cuando están todas juntas nadie se acerca a echar dinero. Ni siquiera parece una pedigüeña, es posible que no reparen en este detalle. A nadie le cuadra que las amigas de una mendiga vayan maquilladas y lleven bolso. Es un detalle que da mucho que pensar.

Arreglábamos el mundo en una terraza mientras sorbíamos pizzas y masticábamos los cubitos de la cocacola y entonces se nos presentó la gran avería. Un viejillo pasaba por las mesas vendiendo mecheros. En un primer momento se llevó el “no, gracias” que coleccionan los que buscan duros entre patatas fritas, pero viéndolo tan mayor me arrepentí, lo llamé y me compré un mechero para ayudarlo.

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