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Juan Soto Ivars

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Borja Sémper: adiós al freno de mano del PP

No sé si el hecho de que Sémper haya esperado un año para constatar que no tenía sitio en su partido es una muestra de paciencia o de ingenuo optimismo

Foto: El presidente del PP de Guipúzcoa, Borja Sémper. (EFE)
El presidente del PP de Guipúzcoa, Borja Sémper. (EFE)

Borja Sémper ha dejado el PP. Hace un año dijo que, si su partido seguía absorto en la deriva populista, él no pintaba nada ahí. Y ha cumplido. Su marcha es otro síntoma de nuestra catástrofe política: una fuga de los cerebros con aptitudes para el diálogo y la crítica interna, que hace tiempo empezó a ser normal en los partidos del lado conservador. Lo vimos en Ciudadanos durante el harakírico giro patriótico y neoliberal de Rivera, lo hemos visto muchas otras veces en el PP y, sobre todo, en la vieja Convergència i Unió. Allí, todo nacionalista moderado supo dónde estaba la puerta cuando Mas, Puigdemont y Torra empezaron a señalar insensatamente a la utopía del porvenir.

Borja Sémper: ''Me incomoda mucho un clima de confrontación en la política''

No sé si el hecho de que Sémper haya esperado un año para constatar que no tenía sitio en su partido es una muestra de paciencia o de ingenuo optimismo. Sospecho que más bien de lo primero: el ascenso de Cayetana Álvarez de Toledo era la prueba de que no había mucho que hacer. Si nuestro clima político se llama polarización, es por una razón muy clara: la energía se concentra en los extremos y estos hacen girar, como dotados de gravedad propia, todos los demás elementos a su alrededor. La aparición de Vox ha cambiado tanto el panorama de la derecha española como el independentismo transformó a la catalana.

Foto: Sémper, junto a su pareja, Bárbara Goenaga, en la sede del PP durante su comparecencia de este martes. (EFE)

Pero no hay que irse a las alertas del articulismo antifascista para constatar el fenómeno. Pensadores conservadores como José Antonio Zarzalejos o Gregorio Luri llevan tiempo reflexionando sobre el progresivo asalvajamiento de la derecha española, que inflama las pasiones de una parte de sus votantes tradicionales pero desencanta a otros tantos. En la batalla por el espacio que ha declarado Vox dentro de la derecha, la mímesis equivale a la inmolación. Lo vimos con Rivera: quien impone las reglas de juego gana la partida.

Un Pepito Grillo en el PP

Borja Sémper era de los que hablaban de ETA cuando hacían falta narices para ello, y no tanto ahora, por oportunismo. Llevaba 26 años en el PP vasco, donde entró a los 17 para formar parte de esa valiente hornada de objetivos de la banda. Inspirado por el asesinado Gregorio Ordóñez, que fue su referente, se le definía como “verso libre” aunque en la galaxia de los populares parecía más bien un exoplaneta: liberal tirando a socialdemócrata, favorable al aborto y el matrimonio gay hasta el punto de hacer oposición interna, y mucho más amigo de quien construye un puente que del que compra dinamita para derribarlo.

Sus enfrentamientos con la cúpula fueron numerosos cuando el partido se inclinaba demasiado al conservadurismo católico, y han sido determinantes ahora que tira para el nacionalpopulismo. Celebró que el PP echara abajo la reforma antiabortista de Gallardón e hizo entonces unas declaraciones que no sé si sostendría hoy mismo: “Soy de los satisfechos y contentos porque generase debate interno dentro del PP, porque no somos una secta, somos un partido que debate las cosas y que es consciente de que, sobre todo en materias en las que influyen tantos factores, es normal que haya controversia”.

Sus enfrentamientos con la cúpula fueron numerosos cuando el partido se inclinaba demasiado al conservadurismo católico

Pero los partidos políticos sí se están convirtiendo en sectas. Absortos en sus propias dinámicas internas, trivializados por sus luchas de poder, rodean a sus dirigentes de analistas pelotas y expertos en aclararte el sexo de los ángeles. En general, no se dan cuenta de sus errores hasta que es demasiado tarde, como vuelve a demostrar el caso de Rivera, sencillamente porque silencian a las voces disidentes y tildan de herejía cualquier inclinación a la autocrítica.

Los pobres resultados del PP en el País Vasco podrían hacernos pensar que la marcha de Sémper es intrascendente, pero eso está lejos de la realidad: su némesis Álvarez de Toledo también pasó por una plaza irrelevante, Cataluña, justo antes de que Casado le pusiera la camiseta titular. Que la reputación interna de Cayetana haya crecido y la de Sémper se haya erosionado es un síntoma de la enfermedad ultra que aqueja al PP.

Foto: El líder del PP, Pablo Casado, junto a la vicesecretaria de Organización, Ana María Beltrán (d), y el secretario general del partido, Teodoro García Egea, en la reunión de su Junta Directiva Nacional. (EFE)

Sospecho, además, otro motivo en la rendición de Sémper. Su partido ha dado muestras de que hará una oposición intransigente al nuevo Gobierno y que competirá con Vox en el lanzamiento de torpedos y misiles. Aunque Sémper no comparta muchas de las políticas que se pondrán en marcha, es comprensible que haya decidido alejarse si no quiere vivir en el fango. Bueno para él y malo para el PP, que pierde con él una fuente esencial de crítica interna.

Borja Sémper ha dejado el PP. Hace un año dijo que, si su partido seguía absorto en la deriva populista, él no pintaba nada ahí. Y ha cumplido. Su marcha es otro síntoma de nuestra catástrofe política: una fuga de los cerebros con aptitudes para el diálogo y la crítica interna, que hace tiempo empezó a ser normal en los partidos del lado conservador. Lo vimos en Ciudadanos durante el harakírico giro patriótico y neoliberal de Rivera, lo hemos visto muchas otras veces en el PP y, sobre todo, en la vieja Convergència i Unió. Allí, todo nacionalista moderado supo dónde estaba la puerta cuando Mas, Puigdemont y Torra empezaron a señalar insensatamente a la utopía del porvenir.

Borja Sémper Cayetana Álvarez de Toledo