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Toso en la mano, agarro un billete, pago el tabaco
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Juan Soto Ivars

España is not Spain

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Toso en la mano, agarro un billete, pago el tabaco

Los pasajeros van con ojos recelosos, como si los fueran a atracar. Se agarran a barras metálicas potencialmente contagiosas como si volvieran de apagar el fuego de Chernóbil

Foto: Foto: Reuters.
Foto: Reuters.

El coronavirus, ese pequeño inquilino al que nadie ha invitado, tiene una voz poderosa. Entra sin llamar y nos dice cosas que no nos gusta oír. Por ejemplo: que somos frágiles. Por ejemplo: que somos mortales. Por ejemplo: que el choque de una partícula tan pequeña puede conseguir que los templos más vetustos se tambaleen. En un bazar chino de mi barrio, la dependienta ha levantado un parapeto de plástico delante del mostrador y desde ahí observa las partículas de aire mientras respira a través de una mascarilla. Viéndola así, nadie querría entrar en su tienda. Le pregunto si ha montado eso para proyectar una imagen de confianza, o si se aísla porque le da miedo la clientela. La mujer no me entiende. Nadie entiende nada.

Cuesta entender, es verdad. Demasiada información demasiado compleja viajando demasiado rápido en todas direcciones. El virus nos obliga a la flexibilidad mental permanente, pone a prueba nuestra capacidad de adaptación. Hoy, el más anarcocapitalista asume el valor del Estado y la importancia de un sistema de salud pública robusto. El virus revela flaquezas y puntos débiles del capitalismo que normalmente pasan inadvertidos. Lo que no lograron los jóvenes con sus protestas en las cumbres del G-8 lo ha conseguido una membrana diminuta llena de ARN y cubierta de proteínas que se enganchan a las células.

Foto: El ministro de Sanidad, Salvador Illa y la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, durante la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros. (EFE)

No podemos verlo, pero él deja ver muchas cosas. El movimiento alrededor del virus es fabuloso: países enteros se amurallan en una danza que recuerda la de los elefantes de Dumbo cuando veían un ratón. Leo que en Irlanda no celebrarán San Patricio, que Italia es una zona roja, que Israel no deja entrar españoles, mientras en China remite la infección. Y mientras escribo, saludo a los 'ninots' de Valencia, y ellos sonríen esperanzados de que, a última hora, llame por teléfono el gobernador y les dé la absolución.

Por lo que dicen las noticias, los agujeros de topillo del crédito amenazan con desmoronar el castillo de naipes que han levantado los financieros. Pienso que la economía es como un tiburón que se ahoga si deja de agitar la aleta caudal. Si cae una pieza, empuja a otras: las cadenas de distribución se volatilizan con el parón chino y se desata una guerra por el precio del petróleo. Levanto los ojos del periódico, miro a mi alrededor y veo que la mujer que tengo sentada enfrente, en el metro, me mira con espanto. Entonces me doy cuenta de que he tosido.

¿Habéis probado a toser en público? Es como sacarse la chorra. El estornudo es el nuevo 'Alá es grande' dicho a gritos en los trenes de Cercanías. Los pasajeros van con ojos recelosos, como si los fueran a atracar. Se agarran a barras metálicas potencialmente contagiosas como si volvieran de apagar el fuego de Chernóbil. Hace unos días me reía con estas cosas, pero he empezado a entender la preocupación. Ortega Smith, que ha dado positivo ahora, tosía y estornudaba el domingo en Vistalegre mientras abrazaba a las señoras de Vox.

Contagiará a mujeres y hombres, negros y blancos, voten lo que voten. El virus es la mejor medicina contra la polarización y la guerra cultural

Total, para lo que sirven. La propaganda política estorba cuando un virus corre entre nosotros. Contagiará a niños y grandes, mujeres y hombres, negros y blancos, voten lo que voten. El virus es la mejor medicina contra la polarización y la guerra cultural. La ciudadanía lo que quiere de sus gobernantes ahora mismo es lo mismo que en tiempos de Fernando VII: que le den órdenes, que le digan lo que tiene que hacer para salvarse. En momentos así, la libertad individual parece peor que una autoridad competente.

Sin esa voz, la masa tiende a la entropía, a destrozarlo todo. He visto en internet imágenes de los supermercados arrasados por colas de gente enloquecida, así que entro al que tengo más cerca. Encuentro estantes repletos de productos variados y pasillos medio vacíos de gente. Todo sigue ahí, como siempre, aunque todo parece más frágil. Salgo sin comprar nada porque nada necesito, paso por unos cuantos más, Caprabo, DIA, Lidl, y me pregunto por qué será que los histéricos prefieren ir al Mercadona.

Foto: Colas en un supermercado de Madrid, hoy martes. (Juan Vargas/EFE)

Y así, pensando en lo fácil que es joder la marrana, en lo vulnerable que es el oasis, me toso en la mano porque no me acostumbro a hacerlo en la parte interna del codo. Luego, sin pensar, con la misma mano en la que me he tosido, saco un billete de cinco euros de la cartera y se lo doy a la estanquera, a cambio de un paquete de Camel. No caigo en la cuenta de lo que he hecho hasta media hora más tarde, cuando me siento a escribir.

El coronavirus, ese pequeño inquilino al que nadie ha invitado, tiene una voz poderosa. Entra sin llamar y nos dice cosas que no nos gusta oír. Por ejemplo: que somos frágiles. Por ejemplo: que somos mortales. Por ejemplo: que el choque de una partícula tan pequeña puede conseguir que los templos más vetustos se tambaleen. En un bazar chino de mi barrio, la dependienta ha levantado un parapeto de plástico delante del mostrador y desde ahí observa las partículas de aire mientras respira a través de una mascarilla. Viéndola así, nadie querría entrar en su tienda. Le pregunto si ha montado eso para proyectar una imagen de confianza, o si se aísla porque le da miedo la clientela. La mujer no me entiende. Nadie entiende nada.