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El aplauso más hermoso sobre la faz de la tierra
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Juan Soto Ivars

España is not Spain

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El aplauso más hermoso sobre la faz de la tierra

Yo aplaudía por los médicos y enfermeros, por los celadores, por el personal de limpieza de los hospitales, por los barrenderos, por los transportistas, por los empresarios que han cerrado su bar...

Foto: Vecinos de Calahorra salen a sus ventanas a aplaudir en homenaje a todos los sanitarios que están ayudando a combatir el coronavirus. (EFE)
Vecinos de Calahorra salen a sus ventanas a aplaudir en homenaje a todos los sanitarios que están ayudando a combatir el coronavirus. (EFE)

Mi mujer y yo caminamos por casa. Ella lidera y yo la sigo. Hacemos gimnasia para combatir el apalanque de la cuarentena, y es tremendamente disciplinada: según su cuentapasos del móvil, seis kilómetros por el salón, el dormitorio y el pasillo. Da risa vernos. Movemos los brazos de formas ridículas. Nos reímos al cruzarnos. Comentamos las noticias, anda que te anda. El coronavirus da pie a situaciones preciosas, como esta. Pero ninguna como el aplauso.

A las diez de la noche las manos de la fraternidad y la solidaridad humanas, tanto tiempo escondidas en la tacañería de los bolsillos, distraídas con las trifulcas, crispadas por la desconfianza, han sobrevolado el país y el mundo en ondas que viajarán hacia los confines del universo. Si alguien las escucha por allí, sabrá que la humanidad no es solamente un motivo de vergüenza.

Quería escribir unas líneas sobre este aplauso para que sigan ahí mañana. Basta contar lo que ha pasado: hemos salido todos a las ventanas y hemos aplaudido juntos hasta que las manos se han entumecido. Nadie sabía cuándo parar, poco a poco se disolvió el sonido como pasa con los brillos de fuego del final de la tarde. El mandato era aplaudir a los médicos, pero tampoco sabíamos exactamente si lo estábamos haciendo. El sonido iba más allá de la consigna. Oíamos esa voz prodigiosa de las manos. Ese ruido encantador.

Yo aplaudía por los médicos y enfermeros, por los celadores, por el personal de limpieza de los hospitales, por los barrenderos, por los transportistas, por los empresarios que han tenido que cerrar su bar, su restaurante, y tienen miedo, por los caseros piadosos, por los reponedores y por esas mujeres que, sin moverse de la caja registradora del supermercado, se han convertido de pronto en las heroínas de una guerra sin cuartel contra el fin del mundo.

Y mientras aplaudía, oía vuestros aplausos como un niño que oye por primera vez el idioma que será suyo. Eran palabras desconocidas que nombraban cosas que han existido siempre, tan antiguas como el llanto de un bebé o la última exhalación de un viejo. Oía las palabras como lo hacen los perros, que no las entienden pero las comprenden, y se pueden quedar dormidos a los pies de la conversación porque ese ruido extraño les tranquiliza.

Aplaudía como quien aprende a hablar de nuevo después de un ictus. Como el sordomudo que obtiene el oído tras una nueva operación. Como el ciego que recupera la vista y tiene que identificar los colores. Me daba cuenta, mientras las manos batían, de que este sonido estaba devolviéndonos lo que nos hemos arrebatado y es de todos: la fraternidad.

Foto: Pedro Sánchez preside el Consejo de Ministros extraordinario convocado para aprobar el decreto de alarma, este 14 de marzo. (EFE)

Mientras ha durado ese aplauso he creído en nosotros, y por fin ningún "nos-otros" egoísta se interponía. Era un sonido mundano y profundo en el que se me aparecían los muros de Gerona, Granada, Madrid, Sevilla, Cádiz, Murcia, Orense, Logroño, Zaragoza... Ciudades en las que tengo amigos resonaban como la mía, y ese ruido ha roto el aislamiento.

Sé que mientras aplaudíamos, al otro lado, hay hijos que pierden a sus padres, padres que pierden a sus hijos, hermanos que pierden a sus hermanos. En las habitaciones y salas amuralladas de plástico hay enfermos que no escuchaban el aplauso, sordos de química, entubados, conectados a respiradores y rodeados de ajetreo y batas santas. Dejadme imaginar que en su oscuridad ha brillado durante un momento el aplauso. Que los que están peor han recibido nuestro mensaje.

Y como ha empezado, ha terminado el sonido. Mi mujer y yo hemos cerrado la ventana, pero ya estaban todos aquí, en casa. Gracias a todos.

Mi mujer y yo caminamos por casa. Ella lidera y yo la sigo. Hacemos gimnasia para combatir el apalanque de la cuarentena, y es tremendamente disciplinada: según su cuentapasos del móvil, seis kilómetros por el salón, el dormitorio y el pasillo. Da risa vernos. Movemos los brazos de formas ridículas. Nos reímos al cruzarnos. Comentamos las noticias, anda que te anda. El coronavirus da pie a situaciones preciosas, como esta. Pero ninguna como el aplauso.