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Repoblar la España vacía, descongestionar hervideros de precariedad y coronavirus
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Juan Soto Ivars

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Repoblar la España vacía, descongestionar hervideros de precariedad y coronavirus

El coronavirus y el teletrabajo nos han mostrado la evidencia: si seguimos habitando ciudades vomitivas es por inercia, no tiene otra explicación pagar tanto dinero por el estrés

Foto: Un agricultor en la España vacía. (EFE)
Un agricultor en la España vacía. (EFE)
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Hoy, posiblemente, tirarían estatuas de Carlos III, uno de nuestros reyes más interesantes y avanzados y, según los cuentos de la Historia, el mejor alcalde de Madrid. Fue el artífice del movimiento de centralización española, pero como buena figura histórica era contradictorio e hizo también movimientos brillantes en la dirección contraria. Que haya tanta gente rubia y con ojos azules entre Jaén, Córdoba y Sevilla, tantos arios en la terminología absurda, es obra suya y una consecuencia del pensamiento colonial.

A Campomanes, uno de sus políticos ilustrados, se le ocurrió que sería una fantástica idea colonizar a los despoblados andaluces con alemanes muertos de hambre y le encargó buena parte de la tarea a Pablo de Olavide. Barajaron para esa pobre gente bruta y sin trigo otras opciones como Argentina y Puerto Rico, que eran provincias de España, pero en una prueba de que el colonialismo era más que arrebatar tierras a los indios se los mandó a repoblar Sierra Morena.

Sin duda, los constructivistas sociales que hoy han colonizado las academias encontrarían motivos para señalar que la raza tuvo algo que ver en aquella época —¿cómo evitarlo, si todo lo explican con dominación blanca?— pero la vida de los colonos alemanes en Andalucía fue penosa, violenta y paupérrima. Tuvieron sin embargo ventajas fiscales. Por qué, si no, iban a establecerse en una serranía poblada de nativos agresivos y poco dispuestos a encajar la inmigración colonial de los 'cejasblancas'. En esta aventura, los pieles rojas fuimos nosotros.

Foto: Un núcleo de casas abandonadas con un hórreo y un campo comunal en la aldea de Seixas, en la parroquia de Merlan (Lugo). (EFE) Opinión
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En un mundo todavía regido por las leyes feudales, la Sierra Morena era una página en blanco donde inventar una nueva forma de organización social. A los colonos les otorgaron fueros liberales que causaron la envidia y el odio de los terratenientes locales, y no pocos ataques organizados, pero la colonia resistió y terminó asentándose. De la España vacía del siglo XVIII preocupaban las tierras yermas y los bandoleros, igual que de la España vacía de hoy preocupa el envejecimiento y la falta de servicios públicos.

Nuestro pequeño Far West, cuya cola se prolonga en el XIX con el mito de Curro Jiménez y en el XX con los viajes de Ramón J. Sender, el aceite de colza y la matanza de Puerto Hurraco, quedó por fin urbanizado, que significa civilizado y, por tanto, civil: sometido al poder pacificador de la ley y el Estado. ¿Qué podemos aprender hoy de aquellos ejercicios atrevidos de política? ¿Qué nos legaron en forma de lección aquellos ingenieros de la España en la que hacemos vías de Ave? Que detrás de grandes problemas sociales suele haber grandes problemas demográficos y que estos requieren grandes y atrevidas soluciones del Estado.

Todo puede salir mal, como demuestra la reacción carlista, los 'koljoses' soviéticos o la extinción masiva de especies tras la construcción de una presa, pero quedarse de brazos cruzados parece la peor opción entre las posibles. Sospecho que es la hora de que la España vacía tome en serio la advertencia del autor de esta metáfora, Sergio del Molino. Su libro ha sido una de las obras más influyentes de este siglo aunque los políticos le hayan disputado el adjetivo, de vacía a vaciada, para repartirse las culpas. Pero poco importa quién la vació, o si se acabó vaciando: lo importante es que está vacía, como la página en blanco de Campomanes.

placeholder Vista del pueblo Cubo de Hogueras (Soria), unos de los pueblos de la España vacía. (EFE)
Vista del pueblo Cubo de Hogueras (Soria), unos de los pueblos de la España vacía. (EFE)

Las grandes ciudades españolas están, por el contrario, demasiado llenas. Una familia que quiera criar a sus hijos necesita mucho dinero para comprar trozos blancos de papel, o está obligada a escribir su historia en los márgenes, es decir, en lo marginal, y apretadita. El coronavirus y el teletrabajo nos han puesto debajo del bigote la evidencia de que el movimiento demográfico desde las provincias a las grandes urbes está obsoleto. Si seguimos habitando ciudades vomitivas es por inercia. No tiene otra explicación pagar tanto dinero por el estrés.

Las grandes ciudades podrán ser más o menos verdes, más o menos proclives a la bicicleta, estar más o menos dotadas de servicios sanitarios potentes, pero suponen un problema para la regulación política y ecológica que marcará el siglo que hemos empezado a caminar con tan mal pie. Los precios surrealistas, el hacinamiento del transporte público, el colapso de los servicios y la competencia atroz por el espacio son consecuencias de un exceso de población, que tenía sentido cuando el centro del poder económico necesitaba concentrarse.

Pero la tecnología, que no está exenta de peligro, tiene el beneficio claro de favorecer la descongestión. Me pregunto si la clase política será capaz de tomarse en serio el mensaje del coronavirus, que no ha hecho más que subrayar nuestra debilidad sistémica. El gobierno de Pedro Sánchez, y los que vengan después, harían bien si presentasen un proyecto atrevido e ilustrado, si fueran capaces de dejarse de palabrería con "la España vaciada" para ganar un diputado en Soria y propusieran una solución.

Foto: Foto: EFE.

No se trata de mandar pijos al campo, ni de resucitar pueblos moribundos de 30 habitantes con gente que no sabe 'hacer la o con un canuto' en el bancal. No es caer en la maravillosa caricatura que Daniel Gascón ha hecho en su última novela, 'Un hípster en la España vacía', que es tan divertida como profética. Hablamos de provincias y ciudades medianas que llevan décadas perdiendo a su juventud más preparada. Hablamos de ciudades recoletas y estupendas a las que les vendría muy bien un poco de dinamismo y de esperanza. Repoblar el campo con hípsteres rellenos de borra idealista de urbanita sería absurdo, pero convertir provincias vacías en centros de descongestión social será fabuloso.

Para romper la inercia urbana, hay que dar facilidades y garantías: todo ha de empezar con una ley del teletrabajo que sea justa y un plan previsto a largo plazo, una buena política cultural y de ocio, y un control a la ambición lucrativa que sin duda sentirán muchos terratenientes con el caramelo del empujón demográfico. El Estado de las autonomías no parece una mala estructura: tenemos infraestructuras y universidades de sobra para ofrecer un futuro a una generación abrumada por la precariedad de grandes ciudades.

Los alemanes sin trigo de hoy son jóvenes parejas sin medios de subsistencia adecuados, gente agobiada por una vida que ha traicionado casi todas sus promesas. Dudo mucho que a un plan estimulante y bien trazado de repoblación le faltasen voluntarios dispuestos a empezar de nuevo. Otra cosa no, pero sitio hay de sobra para todos.

Hoy, posiblemente, tirarían estatuas de Carlos III, uno de nuestros reyes más interesantes y avanzados y, según los cuentos de la Historia, el mejor alcalde de Madrid. Fue el artífice del movimiento de centralización española, pero como buena figura histórica era contradictorio e hizo también movimientos brillantes en la dirección contraria. Que haya tanta gente rubia y con ojos azules entre Jaén, Córdoba y Sevilla, tantos arios en la terminología absurda, es obra suya y una consecuencia del pensamiento colonial.

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