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Juan Soto Ivars

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Quién quiere salvar el Mar Menor

Hay un precedente allí de un montón de agua podrida que nadie creyó que se restauraría. El río Segura nos enseñó que no hay casi nada irrecuperable

Foto: Peces muertos cubren las orillas del Mar Menor. (EFE)
Peces muertos cubren las orillas del Mar Menor. (EFE)

El Mar Menor lleva años vomitando imágenes que deprimen. Millones de peces muertos en la arena y otros tantos flotando en el agua con las panzas blancas, vueltas para arriba, como los ojos de un desmayado; la sopa verde, ese Godzilla desecho, alimentada por los nitratos de la agricultura circundante; las epidémicas medusas y las algas invasoras que alfombran las playas, a la sombra de los rascacielos viejos que colonizaron La Manga, etcétera. Un asco.

Son muchas catástrofes para un mar tan pequeño. Frente a paisajes como este, cualquiera podría bajar los brazos y decir: de acuerdo, demos esta charca infecta por perdida, marica el último, abandonemos el sitio y cerremos las persianas, vayamos a buscar otra albufera para empezar de cero. Esta parece ser la idea de algunos de los jeques de las tecnológicas, tan obsesionados con que el mundo se acaba que, en lugar de cambiarlo, quieren encontrar otro planeta habitable para cuando este que nos tocó en suerte termine podrido. Pero en Murcia, además de ser cabezones, saben algo de resurrección, y no lo digo por la afición a la Semana Santa.

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Hay un precedente allí de montón de agua podrida que nadie creyó que se restauraría. El río Segura nos enseñó que no hay casi nada irrecuperable. Cuando yo era un crío, corría putrefacto a su paso por el pueblo donde vivía. Más que un cauce fluvial, era un canal de vertidos químicos industriales. Las aguas bajaban amarillas y cubiertas de espuma nauseabunda, en las orillas había cadáveres de juncos como bayonetas abandonadas en un campo de batalla, y en verano, cuando el calor apretaba y se acrecentaba la evaporación, decían que el mejunje del río lanzaba al aire nubes de lluvia ácida que corroían las persianas de plástico de las viviendas y las volvían negras.

El olor de aquel vertido es difícil de describir: a veces, cuando paso cerca de un complejo industrial o un montón de animales muertos, lo recuerdo. No fue hasta que crecí un poco más que supe que ese tufo dulzón, vomitivo, no era el olor típico de los ríos. Ignoro si hay estudios sobre el impacto en la salud de haber vivido cerca de aquella ciénaga, pero no sería raro que una generación entera de murcianos de la zona hayamos hipotecado nuestros alvéolos pulmonares respirando esa bazofia. Esto se sabrá, supongo, cuando empecemos a desarrollar enfermedades. Lo dejo escrito aquí por si acaso.

Foto: Limpieza de las playas del mar menor (EFE)

De cualquier forma: nadie hubiera dado en aquella época un duro por ese río capaz de quemar el aire con sus bocanadas de contaminación. Pasaba lo mismo con las rías de Bilbao y con tantos otros cauces, colocados cerca de la industria, o viceversa, y emponzoñados por sus emisarios. Pero el pesimismo de ayer puede quedarse rápidamente desfasado y demostrarse una ingenuidad. Hoy, un paseo ajardinado desfila junto al Segura a su paso por Murcia, y puedes encontrar competiciones de pesca en su ribera, cerca del puente de los Peligros. Para colmo, lo transitan barquitos de recreo movidos por energía solar, porque han aumentado el caudal con un juego de represas.

¿Peces en el Segura? Desde luego, nadie con dos dedos de frente se comería uno: a saber lo que hay en el lecho. Pero lo fascinante es que los haya. El trabajo de las administraciones, forzadas por las protestas, terminó persiguiendo a los vertedores y limpiando poco a poco esa ribera. Hace años que terminaron los emisarios, se activaron depuradoras, y poco a poco se recuperó lo que parecía irreparable. Hoy, el río sigue teniendo muchos problemas, pero su estado es incomparable: al menos no hiede. Pues bien: esta historia sirve para pensar en la charca con épocas apocalípticas que llamamos Mar Menor. En este sentido el Segura, más que un río, parece una lección.

Foto: Miles de peces muertos en una playa del Mar Menor. (EFE)

La han escuchado los de la plataforma de ciudadanos que ha declarado la guerra a lo que parece una inercia imparable, y han lanzado una iniciativa legislativa popular que ha cosechado ya el medio millón de firmas necesario para ir hasta el Congreso. Han hecho falta manifestaciones, asambleas informativas y una presión mediática descomunal, a la que han contribuido los medios regionales. Quieren salvar el Mar Menor convirtiéndolo en una zona protegida cuyo cuidado sea efectivo, y no solo nominal, por parte de las administraciones. Se proponen otorgar a la albufera una personalidad jurídica, y por tanto unos derechos. Casi tiene algo de Stanislav Lem convertir un mar en un ser: me gusta.

En fin. La plataforma que ha recogido las firmas dice estar sorprendida con la respuesta ciudadana, pero nadie debería extrañarse. Aunque el Gobierno regional remolonea, el texto lo ha firmado el de izquierdas y el de derechas, el que veranea en San Pedro y el de Águilas, el que recuerda la pestilencia del Segura y el que no había nacido todavía. Viene a demostrarnos algo en lo que quizá no hacemos suficiente hincapié, y en lo que ciertos partidos políticos no terminan de reparar: que, en el siglo XXI y con la amenaza a las puertas, la lucha por la protección y la recuperación del medio ambiente debe trascender las ideologías, sin que ninguna la desprecie o la patrimonialice.

El Mar Menor lleva años vomitando imágenes que deprimen. Millones de peces muertos en la arena y otros tantos flotando en el agua con las panzas blancas, vueltas para arriba, como los ojos de un desmayado; la sopa verde, ese Godzilla desecho, alimentada por los nitratos de la agricultura circundante; las epidémicas medusas y las algas invasoras que alfombran las playas, a la sombra de los rascacielos viejos que colonizaron La Manga, etcétera. Un asco.

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