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Contra la fe insensata en la autoridad
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Patricia Fernández de Lis

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Contra la fe insensata en la autoridad

El físico suizo Albert Einstein consideraba una carga convertirse en experto: "Una fe insensata en la autoridad es el peor enemigo de la verdad"

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Cuenta el periodista Walter Isaacson, en su extraordinaria biografía de Albert Einstein, que el físico suizo se convirtió en un icono de la ciencia por su humildad, su aspecto de científico despistado, y su actitud irreverente y accesible. Sin embargo, el éxito de Einstein como icono contrasta con la complejidad de sus ideas. Las teorías de la relatividad especial y general son “competencia de unos expertos cuasi-sacerdotales”, como los llama el profesor de Harvard y premio Nobel Dudley Herschbah. El resto de la humanidad tratamos de ocultar nuestra ignorancia resumiendo la contribución de Einstein a la ciencia con un “todo es relativo” que, de hecho, él nunca pronunció.

Los ciudadanos vivimos en una dualidad de sentimientos en torno a los científicos. Son, por una parte, los profesionales más admirados, junto con los médicos. Más de un 80% de los españoles cree que la ciencia sirve para mejorar la calidad de vida de la sociedad, el desarrollo económico y la protección de la vida humana. A la vez, sin embargo, un alarmante 60% de la población admite que la ciencia no despierta su interés o que no la comprende, y la mitad no es capaz de recordar el nombre de un solo científico. Podríamos llamarlo efecto La 2: a todo el mundo le pirran los documentales de animales, cuando los datos de audiencia realmente indican que lo que nos gusta es ver a los famosos haciendo el ridículo en bañador.

Ante la tragedia, buscamos respuestas simples e inmediatas

Esta dualidad admiración-desconocimiento se intensifica cuando ocurre un suceso terrible, que paraliza nuestras vidas, y para el que buscamos respuestas simples e inmediatas que puedan sacarnos de nuestro estupor y paliar rápidamente nuestro desconocimiento. Ocurrió cuando se estrelló el avión de Spanair. Sucedió, de nuevo, cuando pareció llegar el fin del mundo tras el accidente nuclear de Fukushima. Y ha vuelto a ocurrir esta semana con el terrible suceso del tren de Santiago.

No lo entendemos. No podemos creer que, en pleno siglo XXI, un tren descarrile y mate a 80 personas sin que los avances de la ciencia y la tecnología sean capaces de protegernos. No podemos soportar tanto dolor, ni comprender sus causas. Y por eso queremos explicaciones. Y las queremos ya.

La ciencia no es una fe, y los científicos no son infalibles

“Vivimos en una sociedad exquisitamente dependiente de la ciencia y la tecnología, en la que nadie sabe nada de ciencia y tecnología”, decía el divulgadorCarl Sagan. Por eso, los ciudadanos confiamos en las opiniones de científicos e ingenieros tal y como hace un par de siglos confiábamos en la de los sacerdotes: con fe ciega. Y entonces pasan cosas como, por ejemplo, tratar de responder a la pregunta “el porqué del accidente”, que en realidad tardaremos muchos meses en empezar a siquiera a empezar a comprender, con las declaraciones de un catedrático de Física que usa una bicicleta durante un par de minutos.

Gran parte de la responsabilidad es de los medios de comunicación, que no prestamos atención a la ciencia salvo cuando hay una catástrofe, y titulamos “los expertos aseguran” cuando queremos librarnos de la responsabilidad de estar presionando a esos expertos para que ofrezcan respuestas rápidas y simples a cuestiones muy complejas. La ciencia no es una fe, ni los científicos son seres infalibles y limpios de intereses que lo saben todo sobre todos los fenómenos que ocurren sobre la faz de la tierra.

La falta de educación científica impide la crítica

El problema de la escasa educación científica en España, donde el 10% de los ciudadanos cree que el Sol orbita alrededor de la Tierra, es nuestra absoluta falta de crítica para identificar, también, esos momentos en los que la ciencia falla, o no es capaz de responder a todas las preguntas que nos hacemos, o busca unos micrófonos y focos que, lamentablemente, solo aparecen cuando hay una desgracia.

La biografía de Isaacson sobre Einstein narra la preocupación de la mayor autoridad científica del siglo XX porque se estaba convirtiendo en exactamente eso: “Para castigarme por mi desprecio a la autoridad, el destino me ha convertido en autoridad a mí mismo”, decía en 1930. Treinta años antes, reflexionaba, con una admirable lucidez, por qué convertirse en un “experto” es, probablemente, una de las peores cosas que le puede pasar a un experto: “Una fe insensata en la autoridad es el peor enemigo de la verdad”.

Cuenta el periodista Walter Isaacson, en su extraordinaria biografía de Albert Einstein, que el físico suizo se convirtió en un icono de la ciencia por su humildad, su aspecto de científico despistado, y su actitud irreverente y accesible. Sin embargo, el éxito de Einstein como icono contrasta con la complejidad de sus ideas. Las teorías de la relatividad especial y general son “competencia de unos expertos cuasi-sacerdotales”, como los llama el profesor de Harvard y premio Nobel Dudley Herschbah. El resto de la humanidad tratamos de ocultar nuestra ignorancia resumiendo la contribución de Einstein a la ciencia con un “todo es relativo” que, de hecho, él nunca pronunció.

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