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Monstruos S. A.
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Nacho Gay

Carta de Ajuste

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Monstruos S. A.

En 1932, Tod Browning, el también director de Drácula (1931), estrenó La parada de los monstruos (Freaks). Fue un acto de valentía, un suicido profesional en

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Monstruos S. A.

En 1932, Tod Browning, el también director de Drácula (1931), estrenó La parada de los monstruos (Freaks). Fue un acto de valentía, un suicido profesional en toda regla, ya que la adaptación que Browning realizó para el cine del cuento de T. Robbins titulado Spurs, adaptación elevada hoy a la categoría de cult movie, estaba por aquel entonces condenada a la incomprensión más absoluta. Probablemente, porque el realizador americano decidió renunciar al maquillaje o los efectos especiales y utilizar a actores realmente deformes, grotescos, contrahechos, para recrear con terror poético el ambiente circense, y narrar en ese contexto una historia de embustes y venganzas entre enanos adinerados y trapecistas golfas.

El patetismo del conjunto resultaría incómodo incluso ante los ojos del espectador más insensible.

El pasado domingo, se estrenó la décima edición de Gran Hermano en Telecinco. Mercedes Milá marcaba el compás a una retahíla de exóticos personajes que desfilaban voluntariamente camino del degolladero. A saber: un gay que todavía no se ha percatado de que lo es (y su novia tampoco), un hombre plantado en el altar vía SMS, una china que dice entrar en la casa para demostrar que sus compatriotas no comen perros, una abuela con ínfulas de nieta, una enana… Y así hasta una quincena de Freaks; una quincena de monstruos.

Dicen que las comparaciones son odiosas. No las haremos. Pero el patetismo de este otro conjunto también resultaría incómodo incluso ante los ojos del espectador más insensible.

La parada de los monstruos fue una película condenada al más absoluto ostracismo en los años 30. Fue vetada en Gran Bretaña y en EEUU su distribución comercial fue muy limitada. Los dirigentes de la Metro estuvieron a punto de negarse a elaborar un film que ellos mismo entendían como obsceno y extravagante. Probablemente porque la sociedad de aquella época no estaba preparada para enfrentarse de igual a igual con sus miserias.

Hoy, sin embargo, la sociedad ha dejado atrás esos miedos. No sólo somos capaces de soportar con una pasividad pasmosa los latigazos que Mercedes Milá le mete a nuestra moral de mínimos, sino también de mirar nuestro reflejo en el espejo catódico y troncharnos de la risa, mientras nos comemos tranquilamente un bocata de chóped que sabe a crisis... a crisis de todo. Otros tiempos.

En realidad, no me malinterpreten, ésta no es una crítica a los concursantes de la nueva edición de Gran Hermano ni a su desgraciada condición de freaks; de seres anómalos, extraños, marginales. Ellos sólo me despiertan cierta lástima. Es más, cabe entender La parada de los monstruos como el canto más hermoso y desgañitado que se ha hecho nunca en el cine a favor de la diferencia.

Ha habido otros. En El hombre elefante, por ejemplo, un colosal John Hurt interpreta el desconsuelo de John Merrick, hombre cuyo rostro quedó completamente desfigurado cuando su madre embarazada fue golpeada brutalmente por un elefante. En una secuencia inmensa, el celador del hospital donde vive Merrick cobra la entrada a un grupo de paisanos para que experimenten en primera persona el placer orgásmico que produce contemplar la desdicha del otro a corta distancia. Con una caligrafía eminentemente clásica ese genio atípico llamado David Lynch se pregunta en esta película quiénes son entones los verdaderos monstruos: si los hombres desfigurados por una mala patada o aquellos que comercian con su desgracia y/o disfrutan con ella.

El domingo por la noche, Telecinco puso la carpa y casi cinco millones de españoles se sentaron frente al televisor… y pagaron su entrada. Llevamos ocho años haciéndolo.

En 1932, Tod Browning, el también director de Drácula (1931), estrenó La parada de los monstruos (Freaks). Fue un acto de valentía, un suicido profesional en toda regla, ya que la adaptación que Browning realizó para el cine del cuento de T. Robbins titulado Spurs, adaptación elevada hoy a la categoría de cult movie, estaba por aquel entonces condenada a la incomprensión más absoluta. Probablemente, porque el realizador americano decidió renunciar al maquillaje o los efectos especiales y utilizar a actores realmente deformes, grotescos, contrahechos, para recrear con terror poético el ambiente circense, y narrar en ese contexto una historia de embustes y venganzas entre enanos adinerados y trapecistas golfas.