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La II Guerra Mundial sin Tarantino
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María José S. Mayo

La hija del Acomodador

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María José S. Mayo

La II Guerra Mundial sin Tarantino

-“Tarantino, el sí que es un bastardo”.  Ya no se lo digo más. Es un caso perdido. Ni Reservoir Dogs, ni Pulp Fiction, ni Kill Bill

Foto: La II Guerra Mundial sin Tarantino
La II Guerra Mundial sin Tarantino

-“Tarantino, el sí que es un bastardo”.

 

Ya no se lo digo más. Es un caso perdido. Ni Reservoir Dogs, ni Pulp Fiction, ni Kill Bill –pero la dos, que la primera sería mucho atrevimiento-. No. Mi padre no soporta a Tarantino y no hay nada que hacer.

 

-“Éste se cree un Sam Peckimpah con gracia, y maldita la que tiene” –continúa quejándose mi padre-. “Y ahora quiere emular a Robert Aldrich y su Doce del patíbulo. No tiene nada que hacer”. Desde que vio alguna de las imágenes de Malditos bastardos, que acaba de ser presentada en Cannes, le ha dado por revisitar algunas de las películas sobre misiones en la Segunda Guerra Mundial: “Esto sí que merece la pena”, me dice mientras me muestra algunas películas rebuscadas en su impresionante colección de cine clásico.

 

Yo como siempre le rebato sus encendidos ataques a las figuras del cine actual, pero tengo que admitir que tengo debilidad por algunas de las cintas que me muestra. Doce del patíbulo, sin ir más lejos, me parece un divertimento excelente para una tarde de fin de semana en la que no tienes planes. Me encanta ver a Lee Marvin en su enésimo papel irónico dirigiendo a esta pandilla de chalados entre los que se cuela el gran director John Cassavetes; Donald Sutherland, siempre el mejor loco de todos; o Charles Bronson, en su enésimo papel de tipo de acción y pocas palabras.

 

“Y ahora me dirás que el Bronson es mejor que Brad Pitt”. Aquí se calla. Menudo carrerón final se pego el tío. Pero, vale, en esta época supo elegir. Formó parte del reparto de otra de las películas que me muestra mi cinéfilo progenitor: La gran evasión, otro trabajo en equipo para escapar, en esta ocasión, de un campo de prisioneros. Adoro realmente ver a Steve McQueen con su ropa sport intentando fugarse una y otra vez . La más gloriosa de las veces en una moto conducida por él mismo.

 

De ésta película aprendías, además, varias cosas que te podrían servir en el hipotético caso de que te vieras en la misma situación. Si te esforzabas en hablar en alemán cuando te pedían los documentos, nunca había que caer en la trampa de contestar al comentario en tu idioma de “su alemán es muy bueno”. Si te escapabas por un agujero cercano a las alambradas, mejor llevar cosas oscuras, y nunca, absolutamente nunca, paquetes forrados de papel. Las estancias en el calabozo –la nevera, la llamaban aquí- se llevaban mejor con la compañía de una pequeña pelota que arrojar contra las paredes -¡ojo! pelota de beisbol, para hacer el guiño más norteamericano-. Y si había que elegir un medio de transporte ideal, lo mejor era utilizar un barco.

 

También me muestra Los cañones de Navarone, que nunca llegué a ver a pesar de contar en su reparto con Richard Harris, con el que, qué tontería, tuve una ligera obsesión. En cambio, sí me tragué una más moderna Fuerza 10 de Navarone, en la que salía el hombre, Harrison Ford, al que el uniforme le sentaba como un guante -acuérdense de La calle del adiós o de (aunque breve intervención) Apocalipse Now-.

 

Al final veo con él la de Harris. Una gozada. Me dice:

 

-“¿Ves? Con películas así ¿quién necesita los Bastardos de Tarantino?”.

 

Yo asiento, mientras detrás, a mi espalda, mantengo los dedos cruzados.

-“Tarantino, el sí que es un bastardo”.