La hija del Acomodador
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Aquellos veranos con ‘Doctor en Alaska’
La pequeña pantalla tiene muy poco que ofrecer en verano, no se puede negar. Vivimos una época en la que ser vulgar es un grado, y
La pequeña pantalla tiene muy poco que ofrecer en verano, no se puede negar. Vivimos una época en la que ser vulgar es un grado, y en la que lo importante es el impacto inmediato: la crítica desaforada, la polémica; todo siempre en negativo, que vende más. Oía hace poco en un programa de estos infectos que ”ser culto no significa ser inteligente”. Patidifusa me quedé, y más observando que semejante declaración provenía de esas personas que se cree capaz de emitir juicios por el simple hecho de tener arrojo y una imagen cincelada a base de gimnasio. Horrible ésto de ver la tele. Más en época estival.
No fue siempre así. A veces los veranos deparaban sorpresas agradables. Hace unos años estuve muy enganchada a la televisión gracias a un pequeño milagro. A muchos de ustedes seguro que también les pasó. Estaban zapeando en una de esas noches insoportables de calor y descubrieron que en La 2 de televisión española emitían una serie un tanto particular. Transcurría en un pueblo perdido de Alaska y en la que los personajes que iban apareciendo les chocaban muchísimo. Sólo había uno que era más normal, si por normal entendemos el hecho de poseer esa indignación occidental que nos es tan familiar. Era el Fleishman, un médico judío. El extraño en el paraíso. El alma de Doctor en Alaska.
En un primer visionado no me atrapó, pero sí que me llamó la atención bastante como para que la noche siguiente viese qué pasaba. Fui descubriendo a un atractivo locutor de radio que filosofaba a través de las ondas; a un astronauta retirado y cascarrabias que tenía un papel un tanto caciquil en el pueblo; a la indolente ayudante india de Fleishman; a una chica diestra en el arreglo de motores y aparatos; o a un joven flipado por el cine con problemas de autoestima. Guau. Qué plantel de personajes. Y cuando hacían esas grandes reuniones y chocaban unos con otros... bueno, más bien Fleishman o Maurice, los menos integrados en ese mundo de utopía en el que la palabra esencial para la convivencia era respeto. Respeto a las rarezas del otro. También evitar por todos los medios el cinismo y la ironía mal entendida. Vamos, los dos pilares del mundo del doctor neoyorquino inadaptado.
Hubo episodios gloriosos, como el del deshielo que vuelve a todos locos; los de los sueños africanos de Chris, el de la Aurora Boreal o aquel en el que se quema la casa de Maggie. Todos ellos nos demostraban que ver esta serie te podía reconciliar con el mundo. Te ibas a la cama con la sonrisa en los labios y habiendo aprendido alguna lección importante y esencial alejada de este materialismo que nos corroe día a día. Te entraban ganas de retirarte y vivir en un pueblo así, con sus celebraciones eclécticas y sus ritos especiales.
Ya saben que La hija del acomodador es el humilde huequito dedicado al cine casi como una experiencia vital, así que, por eso mismo, no he querido perder la oportunidad de recordar una ficción tan abrumadoramente encantadora como ésta. Si las mejores historias son las que se quedan contigo un largo tiempo, Doctor en Alaska es una de las experiencias más positivas en ese mundo de negación y ataque directo que vende una pequeña pantalla cada vez más deleznable. Recupérenla sin dudarlo.
La pequeña pantalla tiene muy poco que ofrecer en verano, no se puede negar. Vivimos una época en la que ser vulgar es un grado, y en la que lo importante es el impacto inmediato: la crítica desaforada, la polémica; todo siempre en negativo, que vende más. Oía hace poco en un programa de estos infectos que ”ser culto no significa ser inteligente”. Patidifusa me quedé, y más observando que semejante declaración provenía de esas personas que se cree capaz de emitir juicios por el simple hecho de tener arrojo y una imagen cincelada a base de gimnasio. Horrible ésto de ver la tele. Más en época estival.