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Eso que muchos no pueden soportar
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María José S. Mayo

La hija del Acomodador

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María José S. Mayo

Eso que muchos no pueden soportar

Lo que pudo disfrutar mi padre hace unos días. Seguro que lo recuerdan. El gran Hugh Jackman se cabreó de lo lindo con un espectador al

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Eso que muchos no pueden soportar

Lo que pudo disfrutar mi padre hace unos días. Seguro que lo recuerdan. El gran Hugh Jackman se cabreó de lo lindo con un espectador al que le sonó el móvil en medio de una función en la que le acompañaba Daniel Craig –no puedo dejar de babear: ¡los nuevos Clint Eastwood y Steve McQueen unidos en las tablas!-. Como no podía ser de otro modo, la cosa saltó enseguida a toda la prensa: el simpático Lobezno enseñaba los dientes. Pero cuánta razón tenía el bendito. A la gente le cuesta desconectar. Le cuesta concentrarse. No soporta, en definitiva, el silencio.

 

En el cine, ya lo saben, es para una gran mayoría algo muy difícil de digerir. La gran pantalla debe estar recargada de distracciones, no vaya a ser que por un momento nos pongamos a pensar demasiado, que eso es algo a lo que no estamos acostumbrados. Solo tragamos y tragamos. Que no pare la diversión. Que haya ruido y una presencia excesiva de música para redundar en lo evidente.

 

Pero el silencio es tensión, es potenciación, es subrayado. Es el momento en que el espectador más pone de su parte, y en el que el actor se la juega. En Mulholland Drive, ese gran monumento abstracto al mundo del cine y sus apariencias vertebrado en forma de cinta de Moebius, nuestras dos queridas protagonistas visitaban un teatro fascinante que jugaba con apariencia y realidad en el que finalmente se pedía “silencio”. Silencio ante un mundo que no se puede desentrañar y ante el que solo nos cabe abrir la boca con estupor.

 

Godard también sabía de su existencia. En Al final de la escapada Jean Seberg se tapaba la boca al observar a un Belmondo moribundo que nada tenía que decir; y en Vivir su vida, la Anna Karina de sus amores, es una silenciosa testigo de la vida. Angelopoulos, Antonioni o Tarkovski, eran también muy grandes amigos suyos, y por eso, entre otras cosas, se les cataloga de complicados. Sus silencios los llenan quienes contemplan sus películas y es una labor que no siempre es fácil. Recuerdo con especial cariño los de Jeanne Moreau en La noche, que peso más grande ponía Antonioni sobre sus hombros y qué bien lo aguantaba la actriz, una de las que mejor pudo con ellos.

 

Nicole Kidman también lo lleva muy bien. Fue en una película que tuvo una mala acogida, pero que a mí me pareció de lo más interesante, Reencarnación, muy polémica en su momento al plantear el conflicto de una viuda que descubría que su marido fallecido se reencarnaba en un niño. En ella, la actriz aguantaba un plano de bastantes segundos sin decir nada, y en su rostro podías ver materializado un abanico de sentimientos: desde la confusión a la determinación. Realmente de ahí podía salir la significación que cada espectador quisiera dar a la cinta.

 

En Hierro 3, casi no se habla y es perfecto: lo elocuente son los movimientos, los que realiza el que sabe cómo proteger a su ser amado. ¿Se acuerdan del momento en que Bill Murray le dice algo al oído a Scarlett Johansson? Cada uno le hemos puesto palabras a esos instantes, y así hemos hecho la película nuestra. ¿Y qué me dicen de Bresson? Esos movimientos de manos robando carteras en Pickpocket, esos ensimismamientos en Un condenado a muerte se ha escapado. Magnífico, pero de nuevo especialmente indicado para los más introducidos en la materia cinematográfica y por tanto espectadores más pacientes.

 

"El ruido más fuerte", lo llamaba Miles Davis. Puede ser que por eso muchos no lo soporten.

Lo que pudo disfrutar mi padre hace unos días. Seguro que lo recuerdan. El gran Hugh Jackman se cabreó de lo lindo con un espectador al que le sonó el móvil en medio de una función en la que le acompañaba Daniel Craig –no puedo dejar de babear: ¡los nuevos Clint Eastwood y Steve McQueen unidos en las tablas!-. Como no podía ser de otro modo, la cosa saltó enseguida a toda la prensa: el simpático Lobezno enseñaba los dientes. Pero cuánta razón tenía el bendito. A la gente le cuesta desconectar. Le cuesta concentrarse. No soporta, en definitiva, el silencio.