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Chico conoce chica, pero...
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María José S. Mayo

La hija del Acomodador

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María José S. Mayo

Chico conoce chica, pero...

Una parte del público ya empieza a estar más que cansada de que le vendan aquello de que el amor siempre sigue adelante más allá de

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Chico conoce chica, pero...

Una parte del público ya empieza a estar más que cansada de que le vendan aquello de que el amor siempre sigue adelante más allá de cualquier dificultad; que sus protagonistas se dan un beso y todo se soluciona. El cine independiente ha estado más que atento a estos movimientos nerviosos en las butacas e inevitables risitas irónicas ante un hecho un tanto cansino.

 

Dos buenos ejemplos de ello se estrenan en estos días, compartiendo la necesidad de explicar a todos aquellos que viven en el mundo de las hadas que la vida es una continua repetición del binomio ensayo-error, y el cine debe ceder su lugar no solo a las grandes historias de amor, sino aquello desencuentros que, curiosamente, se tornan muy alimenticios.

500 días juntos acaba de aterrizar en nuestros cines precedido por una gran respuesta en la taquilla norteamericana. Sus protagonistas, la encantadora Zooey Deschanel y Joseph Gordon Levitt -que me recuerda poderosamente a Heath Ledger-, se ven inmersos en una historia descolocada y tierna de desamor que conquista al espectador a los pocos segundos: mucho tiene que ver cierto resentimiento del director y guionista David Webb hacia una fémina que, parece, le rompió el corazón.

Como reza su publicidad, no hay aquí ni trampa ni cartón: “Chico conoce a chica. Chico se enamora. Chica no”. Es el pan nuestro de cada día, y en la resolución del entuerto solo tendrá poder de decisión el que deja de querer; el otro se quedará irremisiblemente colgado de una historia hasta que otro capítulo le permita cerrar el anterior. Mientras nuestro protagonista se encuentra sumido en un drama al que parece que sólo puede poner cierto consuelo una pequeña adolescente comprensiva, vamos descubriendo los pasos de la relación para ser testigos de la suma de factores que llevan, o no, al triunfo final de Cupido; pequeños detalles que en un mínimo intervalo de tiempo pueden pasar de ser gloriosos a totalmente cuestionables. Todo para llegar a una conclusión en la que te haces consciente de que es ahí donde empieza la verdadera historia: lo experimentado era tan solo un ensayo preparatorio para la verdadera vida, que quizá se convertirá, nuevamente, en otro ensayo.

La falta de rotundidad que da el happy end respira también Adam, que se estrenará la semana que viene, otra peliculita independiente que descubre el delicado equilibrio -y a veces sorprendente, como reconoce Woody Allen en su última película- que se ha de dar para que la cosa funcione; y, por supuesto, real como la vida misma: incongruente e indescifrable.

Esa apertura final a múltiples posibilidades estaba en esa joyita llamada Antes del atardecer, en la que Richard Linklater nos guiaba por los pequeños movimientos del deseo escondidos en continuas conversaciones en las que demostraba ser un alumno aventajado de Eric Rohmer. ¿No resultaba delicioso dejarse, simplemente, llevar por las palabras de Julie Delpy y Ethan Hawke?

El jugueteo amoroso, el caminar sin que se llegue a ningun sitio fijo, puede ser de lo más vibrante. La vida es inconclusa, es movimiento, y cierto cine, de tan inquieto que es, lo sabe.

Una parte del público ya empieza a estar más que cansada de que le vendan aquello de que el amor siempre sigue adelante más allá de cualquier dificultad; que sus protagonistas se dan un beso y todo se soluciona. El cine independiente ha estado más que atento a estos movimientos nerviosos en las butacas e inevitables risitas irónicas ante un hecho un tanto cansino.