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80 no son nada, Clint
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María José S. Mayo

La hija del Acomodador

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María José S. Mayo

80 no son nada, Clint

Hace poco descubrí que se había editado en DVD una edición de una película cuya banda sonora giró en el viejo tocadiscos de mi familia. Era

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80 no son nada, Clint

Hace poco descubrí que se había editado en DVD una edición de una película cuya banda sonora giró en el viejo tocadiscos de mi familia. Era La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint Your Wagon), la cinta musical que logró que ese señor de puro, manta zamorana y ojos entrecerrados de las películas que veía mi padre me resultase más atractivo de lo que ya apuntaba precisamente en sus trabajos con Sergio Leone. También fue una cinta que me descubrió que podía ser un príncipe azul de voz adorable –sí, cantaba bastante bien-.

 

Clint Eastwood entrará en la nómina de estrellas octogenarias el próximo día 31 de mayo y era inevitable dedicarle un poco de nuestro tiempo. Pero no esperen que me ponga a reivindicar su lado blandito en cintas como Los puentes de Madison –que menudo peliculón- o Million Dollar Baby –muy emocionante aunque no tan redonda-, que parece que sería lo que muchos esperarían de mí como fémina -ya saben, parece que por ello siempre vamos a tener mejor predisposición al romance que a la acción-. Ni hablar. Aún reconociendo lo difícil de identificarnos con la mirada masculina imperante (ver ¿Existe la mirada femenina?) en este tipo de cine me declaro devota de películas como La trilogía del dólar, Sin perdón o Escalofrío en la noche -su curiosa ópera prima-. Aunque, eso sí, no me encontrarán del lado de otras cintas como El sargento de hierro, su serie de Harry –a pesar de su dinámico entretenimiento- o Firefox.

 

Eastwood fue durante unos años un actor eminentemente comercial, pero eso no quitó que en esas épocas hiciera cosas muy interesantes. Don Siegel, uno de sus maestros reconocidos, le introdujo en el opresivo ambiente de El seductor, una de esas películas que merece la pena revisitar para saber que es crear una buena atmósfera. Era genial verle convertido en el objeto de deseo de un grupo de mujeres a las que pensaba manipular a su antojo, para finalmente tranformarse en víctima de sus frustraciones afectivas. Igualmente tengo presente la mesiánica historia de El jinete pálido, el relato de quien llega, ayuda y se va, poco más. Casi nada épico. Más bien austero, pero con un aura irresistible. Y la oscuridad de su Bird quizá haya adormecido a muchos, pero se erige como una gran demostración de amor a la música.

 

Sensibilidad y aliento clásico, dos ingredientes necesario para labrarse una carrera de cineasta que tuvo en la magnífica Gran Torino sus últimos grandes destellos hasta la fecha. También rescataría, aparte de las mencionadas, cosas como Un mundo perfecto y su amargura y cercanía a Manos peligrosas, o su pequeña gran conexión con el cruel mundo infantil; también la poesía reposada de Cartas desde Iwo Jima. No tanto El intercambio o Mystic River, un tanto telefílmicas; y me deja un poco fría Medianoche en el jardín del bien y el mal.

Eastwood es uno de esos hombres que más que hacerse, se rehacen a sí mismos. Un cineasta que ama el cine y las buenas historias contadas sin estridencias. Aquel que te cuenta las cosas mirándote a los ojos para decirte: "Esto es lo que que hay". Y lo que hay es mucho. Felicidades, Clint, pero no porque cumplas ochenta.

Más en twitter.com/mjsmayo

Hace poco descubrí que se había editado en DVD una edición de una película cuya banda sonora giró en el viejo tocadiscos de mi familia. Era La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint Your Wagon), la cinta musical que logró que ese señor de puro, manta zamorana y ojos entrecerrados de las películas que veía mi padre me resultase más atractivo de lo que ya apuntaba precisamente en sus trabajos con Sergio Leone. También fue una cinta que me descubrió que podía ser un príncipe azul de voz adorable –sí, cantaba bastante bien-.