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Agárrense, llega el discurso
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María José S. Mayo

La hija del Acomodador

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María José S. Mayo

Agárrense, llega el discurso

“Donde quiera que estés, ¡mira hacia lo alto, Hanna!” No puedo evitar recordar estas palabras finales de El gran dictador siempre que me encuentro abatida. Es,

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Agárrense, llega el discurso

“Donde quiera que estés, ¡mira hacia lo alto, Hanna!” No puedo evitar recordar estas palabras finales de El gran dictador siempre que me encuentro abatida. Es, sin duda, el momento que más grabado tengo en la memoria de la genial cinta de Chaplin. Lo traigo hasta aquí a raíz del descubrimiento a través del blog Dudas razonables de que se cumplen 70 años de su estreno y que se recuerda con especial hincapié su fantástico discurso final.

 

En estos tiempos de tribulación en los que a nuestro alrededor vivimos los abusos de un sistema terriblemente injusto para los más débiles, en los que trabajar en determinadas empresas requiere permanecer en continuo equilibrio en una barca que puede hundirse en cualquier momento, el cine viene a cumplir esa labor reconciliadora con una especie humana desconcertante y apoyada en los motivos más diversos para justificar tropelías de todo pelaje.

 

En una defensa de la unión ante la adversidad, traigo hasta aquí a Frank Capra, uno de los reyes del discurso encendido y emocionado. Recuerden si no a Juan Nadie, el fruto de la invención de una periodista desesperada, sincerándose de una vez por todas; o al personaje de James Stewart quedándose ronco en Caballero sin espada. Fritz Lang, por su parte, lanzará un brutal mensaje contra la pena de muerte en el final de su M, el vampiro de Dusseldorf; mientras que Robert Mulligan en Matar a un ruiseñor (el tierno libro de Harper Lee que ahora cumple 50 años) hace que un personaje como Atticus Finch se sitúe contra el racismo, al igual que lo haría el de Sidney Poitier en En el calor de la noche.

 

La figura del abogado en el juicio siempre fue perfecta para lanzar unas palabras llenas de rabia y verdad, pero también en el momento de enfrentarse a una batalla, ya fuese deportiva o puramente sangrienta. Antes de que empiece todo el pastel, hay inseguridades, desunión, pero llega el héroe a poner las cosas en su sitio. Y es aquí donde el espectador puede ponerse a temblar: “¿Qué me espera? ¿Una soflama patriotera? ¿Una hinchada defensa del trabajo en equipo?”. Pero en los últimos años empezó a imponerse la presencia de la tan manida “libertad” y ahí es donde verdaderamente a algunos estuvieron cerca del síncope.

 

Un discurso puede hacer remontar un relato flojo, pero en otros casos hundirlo en la miseria, o al menos, hacerle bajar una estrellita en la crítica de marras. Les pasaba a Master and Commander o a La lista de Schindler, por mencionar dos ejemplos modernos. Pero luego también depende de la afiliación política. O religiosa. Hay quien no puede soportar el toque cristiano del de Karl Malden ante los estibadores en La ley del silencio, pero sin embargo le encanta que Samuel L. Jackson recuerde versículos de La Biblia en Pulp Fiction; o a quien el que se marca Kevin Costner en JFK le huele a podrido, pero disfruta de las infladas arengas de Patton. En fin, gustos para todos.

 

En estos tiempos de descrédito, yo me quedo con Chaplin, pero, sobre todo, con el absurdo de los hermanos Marx intentando hacerse pasar por heroicos pilotos en Una noche en la Opera. En su intento de contar su hazaña ante una audiencia que les aclama, no se les ocurrirá otra cosa que inventar sobre la marcha la historia más estrambótica posible o llenarse el vaso de agua unas cuantas veces. Al final los discursos siempre son el mismo: un intento de logar la empatía, de conectar con el otro ser humano y su lógica. Una suerte de reivindicación que muy pocas veces sonará a verdad, y, si se logra, sobrarán las palabras.

“Donde quiera que estés, ¡mira hacia lo alto, Hanna!” No puedo evitar recordar estas palabras finales de El gran dictador siempre que me encuentro abatida. Es, sin duda, el momento que más grabado tengo en la memoria de la genial cinta de Chaplin. Lo traigo hasta aquí a raíz del descubrimiento a través del blog Dudas razonables de que se cumplen 70 años de su estreno y que se recuerda con especial hincapié su fantástico discurso final.