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España ya no invita: por qué pagar cada uno lo suyo es el signo de los (malos) tiempos
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Héctor G. Barnés

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España ya no invita: por qué pagar cada uno lo suyo es el signo de los (malos) tiempos

Cada vez se estila menos eso de levantarse y gritar: "¡esta ronda es mía!". Este cambio define una época, pero también dice mucho de cómo manejamos nuestra economía

Foto: Un chiringuito en la playa de la Barceloneta. (Reuters/Albert Gea)
Un chiringuito en la playa de la Barceloneta. (Reuters/Albert Gea)

Es imposible invitar a unas cañas a mi compañero Dani. Sospecho que a lo largo de los años ha desarrollado una habilidad sobrenatural para evitar que los demás paguen por él. Desde levantarse al baño y, sin que nadie le vea, acercarse al mostrador hasta levantarse a la velocidad del rayo para poner el billete en la mano del camarero pasando por soltar la consabida fórmula de “ya pagarás tú la próxima” (nunca ocurre, claro, y Dani vuelve a pagar). Es un gesto totalmente natural, el producto de décadas y décadas de convivencia en bares, restaurantes y garitos de diferente pelaje.

Le pasa algo parecido a mi colega Quique. El otro día, cuando, después de pagar un par de cervezas en una terraza, le recordé con poco convencimiento que le debía una, me miró como si fuese un niño, me dio una palmadita en la espalda y me dijo “sí, sí”. Es evidente que le ha parecido infantil, algo que podría haber dicho su hijo de 9 años. En su cabeza no existe el sentido de deuda: los cinco, o diez o 20 euros de las cañas son una cantidad testimonial de la que resulta fácil desprenderse a cambio de un rato de compañía o una charla agradable. En ningún caso se trata de una deuda contraída y que debe pagarse cuanto antes; en el ocio no hay deberes ni obligaciones. Al menos, para su generación.

Es una cuestión de flujo de caja: duele menos pagar 12 euros del menú que soltar 84 de golpe, aunque no nos toque apoquinar en mucho tiempo

Todos hemos presenciado uno de esos debates enconados en los que dos personas luchan con sus uñas para darle el billete al camarero. “¡Pago yo!”, “¡No, yo!”, “¡Me toca a mí!”: un sainete conocido. En realidad, en muy pocos casos se debate verdaderamente sobre quién paga la cuenta, que ya se sabe de antemano quién va a ser (quizá el que tenga algo que celebrar, como un nuevo trabajo, o el que no haya pagado la última vez). Es más bien un ritual cotidiano que muestra no tanto el altruismo del pagador como la poca importancia que debe tener el dinero entre amigos o familiares.

Foto: La terraza del Euro Bar de Benalmádena. (Reuters/Jon Nazca) Opinión

Pero algo ha cambiado. Entre mi generación (treintañeros) y los más jóvenes, cada vez resulta más difícil ver a alguien pagando una ronda de cañas, las copas o, desde luego, invitando a comer (aunque ratas de todas las edades siempre ha habido). En todo caso, se explicita que si uno ha asumido el coste de la bebida del otro, en el siguiente bar este le corresponderá. Dani o Quique se reirían. ¿Qué necesidad hay de contabilizar hasta el último céntimo que gastamos? ¿Es que también tenemos que cuantificar algo tan barato como una caña? Pero este cambio de costumbres quizá encubra no tanto un salto generacional como una oscura consecuencia de la crisis económica.

Cuánto te avergüenza que te inviten

Es posible que esta actitud, en parte generacional, comenzase a aflorar en los años de la crisis. Tiene sentido. Cuando la capacidad de consumo es mucho menor, es lógico que seamos menos desprendidos. Incluso en el caso de que sepamos que nuestro amigo nos va a corresponder y que a la larga vamos a terminar gastando lo mismo, preferimos tener un absoluto control de nuestros pagos: siempre puede ocurrir que se nos vaya la cosa de las manos y nos veamos obligados a pagar una ronda de copas que, a lo tonto, supone un buen montante, y que nos conducirá indefectiblemente a la borrachera si todos pagan una.

¿Y si se invita a aquel que tiene menos recursos, reconociendo implícitamente de esta forma que lo está pasando mal?

Así pues, la fórmula de pagar cada uno lo suyo parece muy eficiente, y vivimos en los tiempos de la eficiencia. También en contra de los consabidos abusos, que existen, aunque sean menos de los que pensamos. Es decir, el típico que mientras el resto apura su cañita hasta la saciedad, se ha pedido dos cubatas –el salto de la caña a la copa siempre es espinoso–, una ración de jamón ibérico y pretende que se pague a partes iguales. De ahí que lo habitual sea que todos saquemos la calculadora del móvil y dividamos el montante total y, si alguien ha consumido más, que añada un par de euros (o lo que toque). Es una cuestión de flujo de caja, por así decirlo: aunque sepamos que tarde o temprano nos van a pagar un menú de 12 euros, duele mucho menos pagar esa cantidad poco a poco que apoquinar de golpe los 84 que supone invitar a otras seis personas. Si tenemos poco dinero en la cuenta corriente, no nos vienen bien los gastos inesperados.

¿Y si el problema no se encontrase tanto en invitar como en que nos inviten? Es el otro lado de esta antigua convención. Si no tenemos dinero, podemos pensar que el hecho de que nos paguen una comida –o una cerveza– es una peligrosa deuda contraída que no sabemos si podremos corresponder. La invitación, que por lo general era un pacto entre iguales y que nunca había tenido un matiz de caridad, de repente empezó a parecer un (inesperado) favor: ¿y si se invita a aquel que tiene menos recursos, reconociendo implícitamente de esta forma que lo está pasando mal? Es algo que ocurre transgeneracionalmente, cuando por lo general es el de mayor edad (y, por lo tanto, el que supuestamente dispone de más recursos) el que paga.

placeholder Camarera en la terraza del Casino de Ronda (Málaga). (Jon Nazca/Reuters)
Camarera en la terraza del Casino de Ronda (Málaga). (Jon Nazca/Reuters)

La invitación como sutil manera de diferenciación social, por lo tanto, y el “no quiero que pagues tú” como una cuestión de orgullo. La crisis ejerció un efecto callado en muchos hogares, especialmente los de clase media-alta, que de repente vieron cómo no podían mantener el mismo ritmo de vida, algo difícil de admitir de cara a los demás. En definitiva, seguían invitando. Esto se ha convertido casi en una cuestión endémica entre los jóvenes, que mientras el bolsillo se llena de telarañas, han visto cómo pagar una ronda no es un gesto social, sino un reconocimiento implícito de que uno gana más dinero que otro.

La sociedad de la cuantificación

Es posible que esto se deba a otra razón muy diferente: ¿y si es el resultado de haber aprendido a vivir en una sociedad completamente cuantificada? Hace siglos, los ritmos temporales estaban marcados por las horas de luz, el canto del gallo y pocos elementos más. Si te levantas con el sol y te acuestas con la luna, ¿para qué diablos sirve un reloj? Hoy podemos cuantificar hasta el último detalle de nuestras vidas, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Ya ni siquiera la hora de 60 minutos es la medida del tiempo: Elon Musk de Tesla y SpaceX, por ejemplo, organiza los horarios de su compañía en ciclos de cinco minutos.

Quizá nos cueste cada vez más lidiar con la sensación de deuda y la inseguridad de no saber cuánto tendremos que pagar en la próxima ronda

En ese contexto, es probable que la incertidumbre de pagar más de lo que uno espera genere una especial ansiedad: la sensación de absoluto control que tenemos sobre nuestro entorno (el tiempo, el gasto, la comunicación instantánea con los demás) se desvanece en ese contexto informal en el que uno no paga exactamente por lo que desea consumir, sino una cantidad indeterminada que oscila entre los cero euros y un pastón con el que no contábamos. Quizá nos cueste cada vez más lidiar con la sensación de deuda contraída y la inseguridad de no saber cuánto tendremos que pagar en la próxima ronda.

Es un síntoma claro el hecho de que haya cada vez más aplicaciones que sirven para compartir gastos –una vez más, la hipercuantificación del yo hace acto de presencia–: Billr, por ejemplo, que permite introducir el precio de los platos, qué bebidas se comparten (como una botella de vino) y establecer los criterios para repartir el gasto. Las cosas claras, el chocolate, espeso y cada uno lo suyo. El hecho de que nos cueste mucho más sacar un billete en lugar de unas monedas quizá no se deba a que nos hayamos vuelto más tacaños, sino más bien, a que las connotaciones de la invitación han cambiado sensiblemente, de manera paralela a la sustitución de lo simbólico y ritual por lo cuantitativo en todos los aspectos de nuestra vida.

Es imposible invitar a unas cañas a mi compañero Dani. Sospecho que a lo largo de los años ha desarrollado una habilidad sobrenatural para evitar que los demás paguen por él. Desde levantarse al baño y, sin que nadie le vea, acercarse al mostrador hasta levantarse a la velocidad del rayo para poner el billete en la mano del camarero pasando por soltar la consabida fórmula de “ya pagarás tú la próxima” (nunca ocurre, claro, y Dani vuelve a pagar). Es un gesto totalmente natural, el producto de décadas y décadas de convivencia en bares, restaurantes y garitos de diferente pelaje.

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