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Literatura que golpea sin avisar
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Marta Sanz

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Literatura que golpea sin avisar

Tres novelas que le hacen al lector un regate que puede acabar en esguince. Libros en los que no pasa nada... hasta que pasa

Foto: Peter Cameron
Peter Cameron

Me encantan los libros que no son lo que parecen. Me encanta La conciencia de Zeno de Italo Svevo (RBA, Debolsillo, Gadir y Gredos): la intrascendencia, la historia sentimental, Ada y Augusta, los caprichitos, la placentera adicción al tabaco, la libresca terapia del psicoanálisis y, de pronto, el cataclismo, el olor de la guerra, la urgencia de volver a tomarle las medidas al  mundo y decidir lo que es de verdad importante. El significado de la angustia según cuáles sean las condiciones objetivas. La brecha que se abre justo delante de nuestros pies al cruzar la calle. Tranquilamente. Como si los tranquilamente fueran posibles.

Me encanta ese tipo de textos que de repente da un quiebro en su registro y le hace al lector un regate que puede acabar en esguince. Esguince mental. Por esta razón, hoy en esta Biblioteca Pública selecciono tres novelas: una que parece sentimental y acaba siéndolo pero a costa de desbaratar unos cuantos tópicos sobre la pasión amorosa (Coral Glynn de Peter Cameron en Libros del Asteroide); otra que parece el retrato de esa clase que no está ni abajo ni arriba, la heredera y el arribista, los frufrús y los tejemanejes para que los matrimonios cuajen o no cuajen –como el flan de huevo-, y termina convirtiéndose en una crónica negra basada en un hecho real (Harriet de Elizabeth Jenkins en la colección Rara Avis de Alba).

Por último, comentaré un libro que arranca con la soledad del desengaño –con su desorden y su suciedad- y sigue con un crimen y una historia de amour fou. Una novela que se vende como un thriller y, sin embargo, es una voz, el fresco de una época y la historia de un derrumbamiento que tal vez no lo sea tanto: mientras a algunos les queda París, a otros siempre les quedará la literatura que ni cura ni sana –culito de rana-, pero a veces produce un efecto paradójicamente reconfortante (La mala luz de Carlos Castán en Destino).

Un kidney pie envenenado

Coral Glynn puede decepcionar a los lectores que disfrutaron de la extravagante reescritura de El guardián entre el centeno (Alianza editorial) que Camerón acometió en Algún día este dolor te será útil (Libros del Asteroide). También puede decepcionar a aquellos lectores a quienes no les guste sentir que todos los hilos que amarran un libro están atados y bien atados. En Coral Glynn cada oveja acaba con su pareja, pero nos queda un resquemor, un molesto trocito de carne entre los dientes: tal vez bajo la lana viven los piojos y otras bestias salvajes. Por debajo del cañamazo, este bordadito postbélico de la campiña inglesa está lleno de nudos que cualquier monja recriminaría a sus alumnas.

placeholder Portada de libro de Peter Cameron

También los lectores habituales de novela sentimental pueden perturbarse. Nada es previsible ni en la historia de amor entre la enfermera Coral Glynn y el comandante a cuya madre ha ido a atender; ni en la de Robin y Dolly, el matrimonio amigo del comandante; ni siquiera nada es previsible en las conversaciones entre el ama de llaves y un inspector de la policía que entra en escena cuando se halla el cadáver de una niña en un bosque cercano… El lector llegará sobrecogido a un párrafo final que lo dejará solo en mitad de ese bosque oscuro. La sensación es estupenda y aterradora: el amor no redime. Tampoco borra los estigmas de clase, de la guerra, de las represiones. Coral Glynn es un kidney-pie envenenado. Posiblemente más kidney que pie, pero muy, muy venenoso.

La sexualidad traumática es una constante en la narrativa de Cameron. El sexo aparece como forma de violencia y mutilación propiciada por un orden social desquiciado bajo la capa de cera del orden, las casitas, los jardines y las veladas civilizadas. En este contexto, lo mejor de la novela es la habilidad de su autor para definir el ambiente a partir de un detalle que hace perturbadoramente visible el entorno y sus rutinas: los perros de Dolly, cómo se acicala Robin antes de meterse en la cama, el cuerpo tendido de la mujer como algo “formidable y noble”, el llanto al hacer el amor, muñones de lápices y la figurita de un niño Jesús sin brazo pegada a un caramelo. También la trama se va ensuciando hasta el punto de que el melodrama empieza a sacar por debajo de la puerta la patita del terror: el juego sádico de unos niños, un anillo robado, el recuerdo de una violación, las quemaduras del comandante.

Coral Glynn es una historia criminal donde la deshonestidad de ciertos corazones solitarios se enfrenta a la honestidad de otros

Igual que Jane Eyre es sobre todo la loca encerrada en la torre, Coral Glynn es sobre todo una historia criminal donde la deshonestidad de ciertos corazones solitarios se enfrenta a la honestidad de otros que no se dejan embaucar por el espejismo de la perfección romántica. Por el espejismo de la redención. Cuando algo huele a podrido en Dinamarca es que en Dinamarca algo, en efecto, se pudre. Sobresale la pericia de Cameron para construir personajes sin grandes explicaciones psicológicas –vulnerabilidad, fuerza, intuición, el desamparo y la sexualidad de Coral- y su maestría para la escritura de diálogos desasosegantes, irritantes, irresolutos, como eje vertebrador de esta rara, rara, rara novela.

El hambre en los tiempos de Sir John Everett Millais

En 1887 la sociedad victoriana quedó conmovida por el misterio de Penge. Elizabeth Jenkins lo recrea en 1934 en Harriet, una novela que al igual que Coral Glynnt lleva por título un nombre femenino y empieza pareciendo una cosa -La heredera de Henry James (Alianza)- para acabar acercándose a otra tal vez no tan distinta: uno de esos Desengaños amorosos de María de Zayas (Cátedra) donde los maridos emparedan o desangran a sus esposas.

Portada del libro de Elizabeth Jenkins

En el cuadro de Dante Gabriel Rossetti Proserpina se lleva una granada a la boca. Mientras ella enrojece más aún el rojo de sus labios, hay seres humanos que comen gachas, no pueden comprarse un abrigo, se resfrían y defecan por mucho que procuren hacerlo con la mayor pulcritud. Sir John Everett Millais pinta Ofelia y aunque la naturaleza sea fúnebre, también es hermosísima. En Harriet el dinero es necesidad acuciante, avaricia, instrumento de manipulación y vejación del otro, precio y calidad de las telas, lo que cuesta amueblar una casa y la sospecha terrible de que el buen gusto es patrimonio de quien no puede permitírselo. Rencor, envidia, el sentimiento de una injusticia que debe ser reparada: emociones a las que no se les pone ese nombre pero que subrepticiamente impulsan la acción y, sobre todo, la terrible omisión de este libro.

El epílogo de Rachel Cooke nos familiariza con las vicisitudes del caso en el que se basó Elizabeth Jenkins y ofrece informaciones relevantes sobre su elección moral: pese a las dudas respecto a las circunstancias de la muerte de la víctima que podrían matizar la  culpabilidad de los villanos, a Elizabeth Jenkins no le tembló el pulso a la hora de trazar la frontera entre verdugos y víctimas.

En el resentimiento de clase, el rencor y la pobreza de la dieta anida la maldad

Sin embargo, el maniqueísmo de Harriet se dosifica de un modo muy inteligente que aproxima la novela a la perspectiva moral de algunos cuentos “infantiles”; pienso en Hansel y Gretel y sobre todo en Pulgarcito, en esas historias donde los padres arrojan a sus criaturas hacia un destino incierto porque no pueden alimentarlas. En el resentimiento de clase, el rencor y la pobreza de la dieta anida la maldad. Tal vez no estuviera en el ánimo de Elizabeth Jenkins darles esa justificación a los asesinos de Harriet, pero el tiro le sale por la culata engrandeciendo la novela.

En cuanto a los lectores, nos queda la cruel y ambigua satisfacción de esos desenlaces, también típicos de los cuentos infantiles, donde el malvado recibe su merecido –o casi-: cuando el leñador llena de piedras la tripa del lobo para tirarlo al río, los niños sienten lástima y comienzan a ver a la abuelita de mal humor, con la dentadura en el vaso, regalando ventosidades a la hora de comer... Algo de ese resquemor queda en el retrato de Harriet, algo que la aleja del martirologio y que, pese a los tonos gruesos y oscuros que sirven para retratar a sus siniestros asesinos, dotan de verosimilitud a la novela y nos colocan en el brete de medir una sociedad por su hambre. También nos sentimos mejores y distintos porque, posiblemente a diferencia de Mrs. Jenkins, no somos partidarios de la pena de muerte.

Intensidad

La mala luz es la primera novela de Carlos Castán, un escritor que ya sobresale en el panorama de la narrativa hispánica con colecciones de relatos como Frío de vivir (Salamandra) y Museo de la soledad (Tropo editores). La mala luz nos deja desconcertados en el mejor sentido de la palabra. Las claves románticas en las que se mueve buena parte del proyecto de Castán se intensifican en una novela que puede leerse como un thriller lírico o como una prospección en las profundidades del yo –una cata geológica- que se practica a través de la metáfora de los investigadores: como en el estribillo de una canción popular, “Vendrán un día los investigadores para saber a quién amé”.

placeholder Portada del libro de Carlos Castán

Lo mejor de esta novela es que los investigadores importan probablemente un pepino, aunque al final el texto no defraude a ese lector de novelas criminales, alérgico a la indefinición, la niebla y las ambigüedades, al que no le gusta que no le den todas las explicaciones que merece. Lo mejor de esta novela es que siempre nos buscamos bajo una bombilla que da mala luz y una voz sin nombre –el misterio del yo- se contorsiona en público y, con cada estiramiento, traza el retrato sentimental de una generación –la de los nacidos en los sesenta- que ha tenido no pocas dificultades para sobrevivir a la realidad mientras se sobrevivía a sí misma.

La cáscara del thriller arropa púdicamente una aventura introspectiva que, en su rescate impresionista de la experiencia biográfica –tal vez autobiográfica- evoca emociones comunes en una época de nuestra Historia. Lo mejor de esta novela es que, frente al prestigio de los detectives, rescata la melancolía de las narraciones francesas del siglo XX y el crudo alfilerazo de El dolor de Marguerite Duras: amistad, amor, la guerra y los triángulos desembocan en un fresco magnífico de la sexualidad y la culpa. La sexualidad como culpa más allá del pecado original. La sexualidad culpable como reflejo de una sucesión de momentos, siempre precarios, de la Historia. 

Lo mejor de este libro es la cadencia de una prosa elástica y exigente, hiperestésica a ratos, que imprime un ritmo particular en la mirada y en el pensamiento del lector. Castán es un valiente que se alza contra el prestigio de la levedad, contra a jerga soez y económica, y contra la poesía entendida peyorativamente. 

Me encantan los libros que no son lo que parecen. Me encanta La conciencia de Zeno de Italo Svevo (RBA, Debolsillo, Gadir y Gredos): la intrascendencia, la historia sentimental, Ada y Augusta, los caprichitos, la placentera adicción al tabaco, la libresca terapia del psicoanálisis y, de pronto, el cataclismo, el olor de la guerra, la urgencia de volver a tomarle las medidas al  mundo y decidir lo que es de verdad importante. El significado de la angustia según cuáles sean las condiciones objetivas. La brecha que se abre justo delante de nuestros pies al cruzar la calle. Tranquilamente. Como si los tranquilamente fueran posibles.

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