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El secreto definitivo para alcanzar la felicidad: ser brutal
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Marta Sanz

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El secreto definitivo para alcanzar la felicidad: ser brutal

Las incómodas ficciones de Sherwood Anderson y August Strindberg sobre amores prohibidos, matrimonios en crisis y guerras domésticas

Descubrí a Sherwood Anderson a través de la novela Muchos matrimonios (Gallo Nero). Me auto-plagio al reproducir aquí unas líneas que ya escribí en otra parte. Y lo hago porque creo que ese discurso explica bien lo que sentí después de leer el libro. Quedé deslumbrada por la historia de un fabricante de lavadoras de Wisconsin, apellidado Webster, que se enamora de su secretaria, abandona a su familia, recupera su vocación de escritor y cuestiona los cimientos de la civilización y del american way of life: casitas adosadas, venta a plazos, puritanismo, Halloween… Parece una historia trivial leída mil veces y, sin embargo, los matices y el relieve de la palabra de Anderson alejan sus relatos de cualquier convencionalismo.

Anderson busca entre hierros, descampados, trabajos y familias del campo y la ciudad, “la joya de la vida”. La mirada del protagonista de Muchos matrimonios pone en tela de juicio tabúes en los que se basa nuestra convivencia: la posibilidad de que el desnudo no sea culpa; de que un padre mire a su hija como un cuerpo deseable; el pálpito de que la vergüenza sea una emoción que nace de la mixtificación; la exigencia de ser brutal si se quiere ser feliz; y el imperativo de responder a la pregunta sobre qué se le puede contar a un hijo.

'Muchos matrimonios'A menudo ese acto se censura a través del marbete de la obscenidad. Pero poder formular la experiencia con palabras se parece mucho a entender. Scott Fitzgerald aclara que Anderson no es inmoral, sino anti-social. Y tiene razón porque Muchos matrimonios es un proyecto moral: la inocencia, la limpieza del cuerpo desnudo y el valiente atrevimiento de la desinhibición son ácido sulfúrico para sociedades biempensantes asentadas en el doble rasero y en esa represión de las pulsiones que hace de la felicidad un imposible. El planteamiento es naíf, no pueril. Tendríamos que preguntarnos en qué tipo de universo distópico vivimos cuando la inocencia llega a ser subversiva.

La chica de Nueva Inglaterra

Creí que ningún otro libro de Anderson me iba a gustar tanto como Muchos matrimonios. Me equivocaba. Los cuentos recogidos en La chica de Nueva Inglaterra (Nórdica) -selección de los recopilados en El triunfo del huevo (1921)- me dejan con la boca abierta. Aquí reconocemos otra vez las obsesiones que fantasmagóricamente recorren la narrativa de un autor a quien se considera precedente de Hemingway, Faulkner, Steinbeck o Thomas Wolfe, cuyo texto El niño perdido (Periférica), con traducción de Juan Esteban Cárdenas, tampoco me canso de recomendar: con sobrio lirismo y con ese tono autobiográfico que conjuga realidad y retórica literaria, se habla de la búsqueda del hermano muerto, del que siempre será “el mejor” entre todos nosotros. La palabra literaria suplanta, construye y transforma la emoción de modo que resulta imposible aludir a lo verdadero o lo falso en el ámbito de la literatura. Incluso en la que aspira a la reconstrucción autobiográfica.

'La chica de Nueva Inglaterra'En La chica de Nueva Inglaterra Anderson da la vuelta al felpudo de la convenciones y de la propia literatura como medio para asentar la hiriente moral dominante. “De la nada hacia la nada” es un extenso relato que cuenta la historia de amor casi adúltero entre Walter y Rosalind. Los puntos de conexión con Muchos matrimonios son evidentes; puede que también Anderson se “auto-plagie” o quizá es que uno no consigue desprenderse de sus fantasmas así como así. En este relato el personaje masculino se da cuenta de que el jardín de su esposa es detestable. El jardín como metáfora de la literatura y del coto vallado de la armonía familiar. Del sexo incluso. Los personajes son como el hueco recortado en una estampa perfecta. La pieza que no encaja. Como Darl, el loco de ojos inquisitivos e incendiarios, en Mientras agonizo (Cátedra) de Faulkner: su lucidez provoca que la comunidad lo perciba como amenaza. Hay que meter dentro de la camisa de fuerza a aquellos a quienes la inteligencia no les cabe dentro del pecho y sienten que por la noche les pican las chinches. Y se retuercen. Y no encuentran la fórmula para alcanzar la felicidad porque la felicidad no tiene receta: forma parte del dolor que circunda esa “joya de la vida” que Anderson anda buscando en sus escritos…

Sex o no sex

Cuando mencionamos el contraste entre naturaleza y civilización, nos llegan a la punta de la lengua muchas palabras: represión, norma, inhibición, tabú... La idea del sexo adormecido también está presente en nuestro imaginario y en estos cuentos: en el que da título a este volumen, Elsie está fascinada por el contacto entre su sobrina, una muchacha asilvestrada que vive y colea como los pescados frescos, y un campesino. Los espía entre las líneas del maizal. También en “La trampilla” Hugh siente atracción por su alumna Mary Cochram y ese deseo es una luz que le obliga a ver las habitaciones de otra manera. Hugh no sabe si permanecer quieto o desbaratarlo todo: tanto si se ciñe a la exigencia social como si rompe el cristal de la norma experimentará dolor. No obstante, Anderson no reduce todo a ese tópico tan explotado en la literatura: no todo consiste en una insatisfacción sexual básica, freudiana, justificada por el peso de las reglas y que se ceba especialmente en las mujeres. La Rosalind de “De la nada hacia la nada” sabe que, aunque dejara de ser virgen, seguiría sintiéndose sola. En este relato hay pasajes de una prosa hermosísima –bien por la traducción de Jacques Simon- donde se habla de la tierra, el impulso sexual, la maternidad.

El humor grotesco que conecta otra vez a Anderson con Faulkner encuentra su mejor expresión en el “El huevo”. Al final otro de los temas fundamentales de La chica de Nueva Inglaterra es el discurso: desvelar lo trascendente tanto en el espacio de la vida como en el de la literatura. Se reflexiona sobre la conveniencia de hablar –de escribir- y sobre lo que sucede cuando ese impulso comunicativo se frustra. Del trecho que separa lo pensado de lo dicho: se estrecha la relación con los monólogos interiores de Mientras agonizo en el contexto de sociedades puritanas donde la religión y la palabra de Dios son hipocresía, y la mezquindad y la ignorancia se convierten en la raíz de las guerras. En todo caso, Anderson es más benevolente que Faulkner con sus creaturas: aunque las coloca en el filo del sufrimiento, su dolor no es mezquino ni malévolo. Viven una metamorfosis, una mutación, que al estirarles los músculos morales les provoca convulsiones. “Lámparas apagadas” y “El hombre del abrigo marrón” son ejemplos de lo dicho. Hay una modalidad muy especial de estas conversaciones y de estas no-conversaciones que marca la diferencia de Anderson: las conversaciones reveladoras entre padre e hija. Diálogos sustentados en su cariz sexual, en una idea del secreto y del crecimiento, que hacen de Anderson un originalísimo y muy intrépido escritor.

Casarse

Escribe Anderson: “Si fuéramos amantes solo conseguiríamos sumir nuestras vidas en una tristeza innecesaria”. Escribe el autor de Winesburg, Ohio: “Quiero que seas mi amante, pero quiero que estés lejos. Aléjate un poco”. La domesticidad mata el amor y genera cierta repulsión. Walter detesta el jardín de su mujer (¿su sexo?, ¿su olor a patatas?) y aboga por conservar cierto pudor en las entregas absolutas, por la necesidad de mantener la identidad en el marasmo del sexo y la familia. La perspectiva de Anderson es completamente diferente a la que el dramaturgo sueco August Strindberg adopta en Casarse. Historias de matrimonios (Nórdica), panfleto misógino, rancio, de predicador arrebatado por la extraña simbiosis de fe en la socialdemocracia y beligerante antifeminismo. Una colección de relatos interesantísima desde el punto de vista sociológico –es el libro más leído de Strindberg en Suecia- que nos sirve, además, para calibrar cuáles son las armas y los argumentos de un enemigo que aún hoy se manifiesta en forma de endriago o de marido maltratador. Incluso asesino.

'Casarse. Historias de matrimonios'Dice Ingmar Bergman de Strindberg: “Strindberg me ha acompañado toda la vida: lo he amado, lo he odiado y lanzado sus libros contra la pared, pero no he podido deshacerme de él.” Ahora que he leído Casarse me doy cuenta de hasta qué punto el autor de La señorita Julia está presente en la filmografía del cineasta sueco. Un verano con Mónica (1953) es una magnífica película donde una magnífica Harriet Andersson interpreta a Mónica, una muchacha que comienza encarnando ese lado libérrimo, sensual, indomeñable e irreverente de las mujeres ante los mandatos divinos –las manzanas, el pecado y esas cosas-, para acabar convertida en un ser vicioso que abandona a su propio hijo y no puede soportar que la amen con un amor tan verdadero como convencional.

La mirada de Bergman primero admira a Mónica. Después la ilumina con un foco turbio: se mezclan la compasión y tal vez cierta repelencia en una sociedad en la que los animales libres están condenados a la jaula. La mujer se mira desde el filtro de una animalidad que lo mismo sirve para entender su sexualidad desinhibida como su domesticidad: la de esa mujer que solo se siente hembra, acata las leyes naturales y se convierte en una madre sosegada y mamífera. Como si la mujer solo pudiese realizarse como tal a través del parto y la crianza.

A pan y agua

Esa interpretación radical, que Bergman pone en duda en una película tan ambigua como hermosa, es la que asume Strindberg en Casarse: el matrimonio es una forma de prostitución femenina que acarrea renta vitalicia y pensión de viudedad. Algunas heroínas de este libro son auténticas Lisístratas que mantienen a sus esposos a pan y agua sexualmente hablando: la mujer rentabiliza su capital erótico, por acción u omisión, volviendo completamente loco al hombre. Los cuentos, escritos para ilustrar las tesis de Strindberg respecto a la emancipación femenina, parten de la base de que la única función de la mujer en la sociedad es ser madre: la emancipación, el afán de saber y el sufragismo solo acarrean infelicidad a las familias cuyas hembras, en los casos más extremos, caen en las garras de la depravación y la embriaguez: la heroína de “Mala suerte” es una muestra de esta viciosa crueldad mujeril. El amor cerebral y de conveniencia, civilizado y contra natura, tampoco acaba bien (“Roces” y “Duelo”). Los hombres criados solo por mujeres se debilitan y se convierten en despojos sociales (“El niño”) y los sometidos a abstinencia sexual enferman (“El precio de la virtud”). Ahí se percibe el naturalismo de Strindberg. Igual que en algunas escenas eróticas que son lo mejor de esta colección: Helene, en “Previo pago”, no soporta asistir a la cópula entre un caballo y una yegua. Las parrafadas militantes de los prólogos, preámbulos y entrevistas donde Strindberg expresa su opinión sin endulzar la píldora con ficciones no tienen desperdicio: su interpretación de Casa de muñecas de Ibsen es, desde luego, iconoclasta. Casarse es una curiosísima propuesta editorial para saber de dónde venimos y quizá también para entender quiénes somos y hacia dónde vamos. El horizonte no resulta demasiado esperanzador.

Descubrí a Sherwood Anderson a través de la novela Muchos matrimonios (Gallo Nero). Me auto-plagio al reproducir aquí unas líneas que ya escribí en otra parte. Y lo hago porque creo que ese discurso explica bien lo que sentí después de leer el libro. Quedé deslumbrada por la historia de un fabricante de lavadoras de Wisconsin, apellidado Webster, que se enamora de su secretaria, abandona a su familia, recupera su vocación de escritor y cuestiona los cimientos de la civilización y del american way of life: casitas adosadas, venta a plazos, puritanismo, Halloween… Parece una historia trivial leída mil veces y, sin embargo, los matices y el relieve de la palabra de Anderson alejan sus relatos de cualquier convencionalismo.

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