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Un joven Papa de derechas para acabar con el bufé libre de la fe
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Ramón González F

El erizo y el zorro

Por
Ramón González Férriz

Un joven Papa de derechas para acabar con el bufé libre de la fe

'The young pope' es una serie desconcertante. Es bella como lo son todas las obras de Sorrentino, y dice mucho de la condición humana, pero es difícil saber cuál es su relación exacta con la realidad

Foto: Jude Law es 'The young pope' en la nueva serie de Sorrentino en HBO.
Jude Law es 'The young pope' en la nueva serie de Sorrentino en HBO.

Es un Papa joven, tiene 44 años. Y es estadounidense. No era el candidato favorito, pero el cónclave le ha elegido porque puede ser un puente efectivo entre los cardenales más conservadores y los más progresistas. Pero no es así. Tras ser elegido, Lenny Belardo, en adelante Pío XIII, decide acabar con el sistema que ha venido rigiendo la curia: no quiere dirigirse a los fieles, no quiere bautizar niños, no quiere seguir los consejos políticos del muy astuto secretario de Estado, detesta la Iglesia tal como es y duda con frecuencia de su fe. Además, es muy conservador. Mucho. No solo en cosas como el aborto, la eutanasia o la homosexualidad -quiere expulsar de la Iglesia a todos los sacerdotes homosexuales, sean célibes o no-, sino en otras de las que apenas se habla.

No quiere que el catolicismo sea una religión amable, no quiere oír hablar de tolerancia. Si con todas estas medidas se pierden fieles, sea; los católicos serán menos, pero estarán unidos, más que por la fe, por el temor a Dios. Y él es el Papa, el vicario de Dios, de modo que simplemente se le obedece. Merece ser el hombre más poderoso del mundo. La mayoría piensa que es un loco y algunos pocos, que es un santo, pero casi nadie entiende su estrategia. No le importa hundir la Iglesia, porque las ruinas resplandecerán, porque serán el efecto de la Verdad, que es Dios, que a todos los efectos es él.

Foto: Jude Law protagoniza la serie 'The Young Pope' (Foto: Gianni Fiorito) Opinión

‘El joven Papa’ es una serie desconcertante. Es bella como lo son todas las obras de su director, Paolo Sorrentino, y dice mucho de la condición humana, pero es difícil saber cuál es su relación exacta con la realidad. En todo caso, a medida que avanzan los capítulos de la serie (son 10 en total, por el momento, y pueden verse en HBO), uno se sorprende porque va entendiendo no solo a todos los miembros del hervidero político y venal que es el Vaticano, sino también a ese Papa estrambótico.

Sus motivos son mitad personales -sus padres le abandonaron en un hospicio para vivir la vida 'hippie' y él detesta toda forma de progresismo porque lo identifica con la frivolidad de quienes le traicionaron-, mitad teológicos. Le repugna que el Vaticano haya permitido que la religión se convirtiera en algo tan parecido al resto de ámbitos laicos de la vida: no entiende que la Iglesia quiera simular que es una especie de ONG, ni la boba alegría de los creyentes al verle, como si inspirara las mismas sensaciones que una estrella de pop juvenil y no las propias del representante de Dios en la tierra, ni los consejos de especialistas de 'marketing', que quieren poner a la venta platos y camisetas con su cara -además de joven, es muy guapo- para que el Vaticano, que tiene dificultades económicas, aumente sus ingresos. Y uno va entendiendo que no lo entienda. Porque la religión no era esto, ¿verdad?

El joven Papa de Sorrentino no entiende que la Iglesia quiera simular que es una especie de ONG, ni la boba alegría de los creyentes al verle

Por mucho que nos esforcemos, a los ateos nos resulta muy difícil comprender la religión. Sobre todo porque, al carecer de fe, no podemos entender cómo se relacionan los creyentes con la suya. En España, según el CIS de octubre de 2016, un 69,9% de la población se declaraba católica, pero solo un 14,6% era practicante de manera regular. Según el INE, solo un 22,17% de las bodas de la primera mitad de 2016 en España fueron religiosas. De acuerdo con Pew Research, en mayo de este año un 58% de los católicos estadounidenses (no he encontrado datos tan actualizados para España) se declaraban partidarios del matrimonio gay. También según Pew (datos de abril), un 73% de los católicos estadounidenses apelan a su conciencia para guiarse en cuestiones morales difíciles, pero solo un 15% recurren a la Biblia y un 11% a los consejos del Papa.

Una explicación fácil a todo esto es que la religión, o al menos el catolicismo, se ha convertido en una especie de bufé libre. Uno escoge solamente aquello que le apetece o que le sienta bien y desdeña lo que no le conviene: puede creer en el cielo, pero desecha la idea de infierno por cruel; tiene una moralidad más o menos inspirada por los designios de Dios, pero considera que el sexo prematrimonial no es malo; se tiene por un miembro de la Iglesia, pero no va a misa aunque sea obligatorio ni sigue muy estrictamente las indicaciones de los curas.

La religión, o al menos el catolicismo, se ha convertido en una especie de bufé libre. Uno escoge solamente aquello que le apetece o que le sienta bien

Para un ateo más o menos progresista, esto parece normal: de hecho, es lo que hacemos con los partidos políticos a los que votamos: no nos sentimos obligados a respaldar todos sus programas; tomamos aquello con lo que estamos de acuerdo, tratamos de ignorar lo que nos molesta y votamos sin entusiasmo. Pero, al mismo tiempo, es un poco raro relacionarse así con una religión. A menos que la religión sea ya como todo lo demás en nuestro mundo rico: un poco de 'marketing', un poco de consuelo moral y de placer estético, un poco de sensación de pertenencia y bastante de individualismo, tanto en lo serio como en lo frívolo.

Quizás en nuestras democracias la religión no pueda ser otra cosa. Al Pío XIII de ficción le hace hervir la sangre, pero quizá sus asesores tengan razón y no entienda del todo el mundo en el que vive, un mundo en el que hay que asumir compromisos, ceder, aceptar que el pasado, pasado es, y que las tonterías intelectuales son inevitables. O quizá la tenga él y sea mejor arruinarse por creer en una idea firmemente -y dudar de ella como solo se duda de las ideas en las que se cree de veras- que ser popular y medrar traicionando todo lo que uno es.

Se acerca la Navidad y muchos creyentes discutirán sobre esto: ¿hemos convertido el nacimiento de Jesús en una excusa para el consumismo?, ¿hemos hecho que la conmemoración de un momento trascendental de la historia, como es la llegada del mesías, sea solo una película de Disney en la que un escandinavo gordo reparte chucherías montado en un trineo volador?, ¿o no pasa nada, porque el fin último de la religión es solo amar a los cercanos y a los desconocidos y perdonarles sus errores, y eso es justamente lo que hacemos con las comidas en común o con los regalos desinteresados, aunque no cantemos en latín? Mientras, los ateos lo miraremos con un poco de asombro y de superioridad moral. Pero entonces una tía abuela -quizá católica, quizá no mucho- nos dará un beso en la mejilla con demasiada saliva y se nos pasará.

Sea como sea, feliz Navidad.

Es un Papa joven, tiene 44 años. Y es estadounidense. No era el candidato favorito, pero el cónclave le ha elegido porque puede ser un puente efectivo entre los cardenales más conservadores y los más progresistas. Pero no es así. Tras ser elegido, Lenny Belardo, en adelante Pío XIII, decide acabar con el sistema que ha venido rigiendo la curia: no quiere dirigirse a los fieles, no quiere bautizar niños, no quiere seguir los consejos políticos del muy astuto secretario de Estado, detesta la Iglesia tal como es y duda con frecuencia de su fe. Además, es muy conservador. Mucho. No solo en cosas como el aborto, la eutanasia o la homosexualidad -quiere expulsar de la Iglesia a todos los sacerdotes homosexuales, sean célibes o no-, sino en otras de las que apenas se habla.

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