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"El libro sobre la muerte de tu madre es muy malo": crisis en la literatura del duelo
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Alberto Olmos

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"El libro sobre la muerte de tu madre es muy malo": crisis en la literatura del duelo

Abundan hoy los libros en los que el autor homenajea o recuerda a sus padres muertos, lo que lleva a preguntarse si la literatura del duelo ha perdido su carácter excepcional y se ha vuelto un cliché

Foto: Un hombre frente a una sepultura en el cementerio de La Almudena de Madrid. (EFE)
Un hombre frente a una sepultura en el cementerio de La Almudena de Madrid. (EFE)

Entramos ahora en el campo minado del dolor ajeno. La primera anomalía es reconocer que nuestro acceso a la intimidad dolorida del otro es posible porque el otro lo ha querido. Ha escrito un libro. Esta exhibición funeral siempre me había interesado o, al menos, me había obligado a recomponer el ánimo antes de hojear el libro. Mi madre muerta, mi padre muerto, mi hijo muerto. Alzheimer, suicidio, accidente. El impacto inicial era insalvable. Uno siempre tragaba saliva.

Sin embargo, este año me he encontrado de golpe con tres libros enlutados ('Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre', de Sergio Galarza, Candaya; 'Examen a mi padre', de Jorge Volpi, Alfaguara; y 'No he salido de mi noche', de Annie Ernaux, Cabaret Voltaire; y lo que he sentido antes de poder siquiera comprender lo incorrecto de mi sentimiento ha sido algo como: ¿otra vez?, ¿otro más?, ¿de nuevo?

Esta primera impresión nada empática constituye para mí una desviación muy notable en el modo de enfrentarme a la llamada “literatura del duelo”. Además, como me creo el centro del mundo, asumo que no soy sólo yo el que aqueja cierto hartazgo respecto a este subgénero testimonial, y que debemos proclamar que ha entrado en crisis.

Vaciado de un gesto

Lo que noté enseguida, mirando las cubiertas de Galarza, Volpi y Ernaux, era que el gesto ya no tenía ninguna fuerza. De tanto repetirse, se había convertido en una formalidad. Es como si, desde 2010, todos los escritores del mundo dieran por hecho que le escribirán un libro a su padre o a su madre cuando estos mueran. Si algo hacía resonar estos libros entre los miles que se publican cada año, era la sensación de que sus autores habían superado un obstáculo gigantesco (el pudor) y una dificultad máxima (depresión, parálisis, desespero) para conseguir teclear siquiera cincuenta mil palabras acerca de su familiar fallecido. Era ese gesto contra uno mismo, ese decir cuando lo normal es guardar silencio, lo que nimbaba estos testimonios con un halo de excepcionalidad.

Ahora, sin embargo, lo que parece antinatural es no escribir estos libros, como si su abundancia en nuestro siglo hubiera convertido lo sacrílego (hay algo de profanación en un libro que narra una muerte, como si se abriera una tumba) en ritual (los escritores suelen hacer libros a su madre muerta), todo lo cual me sugiere bastantes dudas y conflictos.

Anotemos enseguida que estas cavilaciones nada tienen que ver con los libros en concreto de Galarza o Volpi, que he encontrado valiosos (el primero, por su franqueza; el otro, por su originalidad). El de Annie Ernaux -permítanme la crueldad- me ha parecido nefasto.

Mercado y muerte

Haciendo memoria, creo que el primer libro que uno entendió que cifraba muertes reales fue el célebre 'Mortal y rosa' de Francisco Umbral. Podemos tomar las 'Coplas a la muerte de su padre', de Jorge Manrique, como precedente primitivo de todo este registro. El 'Ramón Sijé' de Miguel Hernández o el 'Sánchez Mejías' de Lorca nunca los vio uno como literatura del duelo, y quizá esa etiqueta, a fin de cuentas, no constituya otra cosa que una reducción a la marginalidad, incluso una petición de benevolencia.

No creo que haya muchos críticos capaces de diluir en una reseña un mensaje como éste: "el libro sobre la muerte de tu padre es muy malo"

El caso es que desde 'El olvido que seremos', de Héctor Abad Faciolince, se multiplicaron los trabajos literarios sobre la muerte de personas respecto a las cuales el narrador guardaba vínculos singularmente estrechos: la madre, el padre, el hijo y la pareja, principalmente. Estos libros son recibidos siempre y sin excepción alguna con admiración y aplauso, pues no creo que haya muchos críticos capaces de diluir en una reseña un mensaje como éste: “el libro sobre la muerte de tu madre es muy malo.”

Sin embargo, esto podría llegar a suceder si, como digo, glosar el fallecimiento de la madre se volviera un lugar común entre los escritores. De hecho, también podría ocurrir que los editores rechacen libros de este género por exceso de oferta, como se dejan de contratar más libros de vampiros o de niños magos o de la Guerra Civil Española. No querría verme en la piel de un editor que le tuviera que decir a un autor: no voy a publicar tu libro sobre tu hijo muerto.

Porque, al cabo, de lo que hablamos aquí es de un mercado en el que cualquier libro tiene que destacar, seducir y distinguirse. Durante un tiempo, la elección del tema era más que suficiente en un libro de duelo para llamar nuestra atención. Creo que ahora -o en esas me hallo yo- este tipo de título ha de encontrar una planteamiento, un rasgo formal (pienso en el bellísimo y arriesgado punto de vista que elige Michel Rostain en 'El hijo'), que lo haga válido a ojos de los numerosos lectores que ya saben lo que es leer compadeciendo, y que quizá no podrán compadecerse más de tantos escritores apesarados.

Entramos ahora en el campo minado del dolor ajeno. La primera anomalía es reconocer que nuestro acceso a la intimidad dolorida del otro es posible porque el otro lo ha querido. Ha escrito un libro. Esta exhibición funeral siempre me había interesado o, al menos, me había obligado a recomponer el ánimo antes de hojear el libro. Mi madre muerta, mi padre muerto, mi hijo muerto. Alzheimer, suicidio, accidente. El impacto inicial era insalvable. Uno siempre tragaba saliva.

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