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Joan Tapia

Confidencias Catalanas

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Adolfo Suárez y Cataluña

Mucho se ha escrito de la gran aportación de Adolfo Suárez a la transición ordenada –de la ley a la ley– de la dictadura a la

Foto: Josep Tarradellas y Adolfo Suárez (EFE)
Josep Tarradellas y Adolfo Suárez (EFE)

Mucho se ha escrito de la gran aportación de Adolfo Suárez a la transición ordenada –de la ley a la ley– de la dictadura a la democracia. Tal como dice el profesor Julián Casanova, el punto decisivo fue la aprobación por las Cortes franquistas (435 votos sobre 531) de la ley de reforma política el 18 de noviembre del 76. Fue el suicidio del antiguo régimen. Suárez tomó después otras decisiones que llevaron a la ruptura pactada. La primera fue la legalización en plena Semana Santa del PCE, que provocó la indignada dimisión del ministro de Marina, el almirante Pita da Veiga.

La segunda –ya tras las  elecciones del 77– fue la restauración de la Generalitat en la figura de su presidente, Josep Tarradellas, que había sido elegido en 1954 para el cargo por los miembros del parlamento de Cataluña (sobrevivientes y exiliados) en la embajada del Gobierno republicano en el exilio en México. Fue el único momento de la transición en el que se aceptó la legalidad republicana anterior al alzamiento militar del 18 de julio. Y con aquella decisión, Adolfo Suárez y las Cortes recién electas aceptaron que la autonomía de Cataluña era un derecho previo a la Constitución del 78 que por aquel entonces sólo se empezaba a redactar.

Al ser designado presidente por el Rey, Suárez era un político bien rodado en el franquismo y tenía bastante claro que España debía dejar de ser una democracia orgánica. En cambio, conocía poco la realidad catalana, como demuestran aquellas declaraciones en las que decía que el catalán no era una lengua adecuada para la ciencia. Pero su gran cualidad era saber adaptarse a la realidad para no quedar paralizado ante las dificultades. En las primeras elecciones, las del 15 de junio del 77, ya vio que Cataluña era caso aparte. La UCD, que sacó un 34,4% de los votos en toda España, recogió en Cataluña menos de la mitad (el 16,9%) y quedó relegada tras el PSC y el PSUC y a muy corta distancia del Pacte Democràtic, la primera coalición con la que Pujol concurrió a las elecciones.

Tenía enfrente el muy amplio pacto que exigía la recuperación de la Generalitat, ya que los grupos que abogaban por el retorno de Tarradellas, el presidente exiliado, habían sumado más del 75% de los votos. Así, la concesión de una autonomía limitada en forma de Diputación de Cataluña controlada por el centro-derecha, con la que habían especulado Martín Villa y Sanchez-Terán (antiguos gobernadores civiles de Barcelona) era imposible, porque la izquierda era muy mayoritaria ya que sólo el PSC y el PSUC disponían de más del 50% de los votos…

Había que encontrar la solución menos mala aceptando la realidad, que los partidos de la derecha española (UCD y AP) alcanzaban sólo el 20% de los votos y que los catalanistas centristas de Pujol se habían quedado en el 16,8%. Sumándolos (nada fácil) no se conseguía nada. Se precisaba imaginación y coraje tanto para aceptar que sólo se podía trabajar a partir del resultado electoral como para imponer una solución incómoda para los sectores españoles más conservadores y para muchos militares con el capitán general de Cataluña y antiguo ministro del Ejército, el general Coloma Gallegos, a la cabeza.

Suárez decidió tirarse a la piscina y restaurar la Generalitat republicana. Fue un acierto que facilitó que después una amplia mayoría catalana votara la Constitución del 78. Pero Suárez no sólo estabilizó la situación en Cataluña con la formación por Tarradellas de un Gobierno de unidad de amplia base en el que estaban desde Carles Sentís (UCD) hasta Antoni Gutiérrez Díaz, secretario general del PSUC (partido coaligado con el PCE de Santiago Carrillo), sino que sacó réditos políticos.

En efecto, en las siguientes elecciones generales, las de 1979, la UCD se presentó bajo la bandera de la coalición Centristas de Catalunya-UCD formada por la UCD, una escisión cualitativamente importante (Antón Cañellas) de Unió Democràtica de Catalunya (el tradicional partido democristiano catalán que hoy lidera Duran i Lleida) y el Centre Català, grupo impulsado por empresarios cercanos al Círculo de Economía. El resultado fue que UCD pasó del 16% al 19% de los votos y se convirtió en la segunda fuerza catalana, por detrás del PSC pero por delante del PSUC y con una ventaja amplia de tres puntos frente a CiU, la nueva coalición de Pujol.

Lo que sucedió después –primeras elecciones catalanas de 1980 y crisis y escisión de la UCD– acabó con aquel proyecto, y en las legislativas del 82 la CiU de Pujol (22,4%, seis puntos más) ya adelantó claramente a la suma de todo el centro-derecha español –AP (14,6%), UCD (2%) y CDS (2%). Y desde entonces la posición dominante del pujolismo frente a las sucursales sucesivas de AP y luego del PP se ha ido ampliando.  

Ahora España no está a la intemperie (en provisionalidad), sino que tiene una Constitución democrática que obtuvo (gracias en parte al apoyo de CiU, el partido de Artur Mas) más votos en Cataluña que en el resto de España. Lo que sería absurdo es que la existencia de una Constitución democrática votada por la mayoría de fuerzas políticas españolas y catalanas fuera un obstáculo al acercamiento de posiciones superior a la provisionalidad del posfranquismo predemocrático.  

Pero la vida política democrática tiene fronteras más fijas y se presta menos a la improvisación. ¿Está Rajoy hoy más condicionado por los intereses y los prejuicios del PP de lo que lo estaba Adolfo Suárez por los militares y las familias del antiguo régimen? No debería ser así. ¿Tiene menos margen de maniobra Artur Mas –que a veces presume de ser un mero “instrumento” de la voluntad soberanista del pueblo catalán y que gobierna gracias a la primera minoría del Parlament (CiU) y a pactos que nunca llegan al 66% del legislativo catalán– que Tarradellas, que debía componer con dos partidos de izquierda que eran las dos primeras fuerzas y con Pujol, con el que estaba enfrentado por la lucha de liderazgo, y no dominaba (no lo quería) a ERC, su antiguo partido? Tampoco debería ser así.

Artur Mas ha dicho en Madrid que Suárez era un político con coraje que no huía de los problemas, dando a entender que Rajoy lo es menos y que es más prisionero de los intereses electorales a corto de su partido en toda España. Tiene buena parte de razón. Pero Felipe González puso ayer el dedo en la llaga al afirmar que Artur Mas también puede ser comparado con sus antecesores. Y es que Mas no ha tenido nunca ni la gran capacidad de pacto interno en Cataluña que logró Tarradellas ni ha alcanzado las mayorías absolutas de Pujol. Incluso tiene problemas para consensuar los objetivos a corto con su socio de coalición (la Unió de Duran i Lleida). Y a veces parece tentado de afrontar las dificultades con una huida hacia territorio desconocido (algunos de sus próximos como Oriol Pujol hablaban de “territorio desconocido” como si fuera el camino al séptimo cielo).

¿Piensa Mas que una Cataluña independiente dentro de la UE a primeros del siglo XXI es una meta más fácil de lograr y que necesita menos consensos internos y complicidades externas que la recuperación del autogobierno a finales de los setenta del pasado siglo? Sería absurdo. Tanto como que Rajoy pensara que el problema se cierra con una sentencia matizada y por unanimidad –a leer con detenimiento– del Tribunal Constitucional anulando la declaración soberanista del parlamento catalán.

Por cierto que Antoni Balmón, alcalde de Cornellà y el segundo del PSC, afirmaba ayer noche que daba la razón a los socialistas catalanes al aceptar la posibilidad de una consulta (cosa que niega el PP y que tampoco ve bien el PSOE), pero siempre respetando la legalidad (lo que quiere obviar el frente soberanista).

Pero vayamos al fondo de la cuestión. La solución del pleito catalán (mejor dicho, un nuevo pacto de conllevancia, que diría el sabio Ortega y Gasset) no puede venir de la mano de sentencias del Constitucional (aunque fueran acertadas), sino de un acuerdo político inteligente como el alcanzado por Suárez y Tarradellas hace casi cuarenta años y que ha sido un acervo importante de la autonomía catalana hasta la aventura del nuevo Estatut y la sentencia de un Constitucional muy dividido y presionado por la falta total de sintonía sobre todo (la cara horrible de la ‘marca España’) entre PP y PSOE tras las elecciones del 2004.

Suárez y Tarradellas eran políticos con un pasado complicado y estaban muy lejos de ser perfectos, pero no sería malo que Rajoy y Mas aprendieran algo de la flexibilidad y la capacidad de diálogo y de pacto tanto de aquel falangista de casaca blanca que fue esencial en la recuperación de la democracia como del viejo republicano y catalanista del ‘morro fort’ (radical) –primer consejero del presidente Companys durante la guerra que firmó el decreto de colectivizaciones–, que tras ser presidente de la Generalitat provisional fue nombrado por el Rey marqués de Tarradellas. 

Mucho se ha escrito de la gran aportación de Adolfo Suárez a la transición ordenada –de la ley a la ley– de la dictadura a la democracia. Tal como dice el profesor Julián Casanova, el punto decisivo fue la aprobación por las Cortes franquistas (435 votos sobre 531) de la ley de reforma política el 18 de noviembre del 76. Fue el suicidio del antiguo régimen. Suárez tomó después otras decisiones que llevaron a la ruptura pactada. La primera fue la legalización en plena Semana Santa del PCE, que provocó la indignada dimisión del ministro de Marina, el almirante Pita da Veiga.

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