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Rajoy y los demonios de la derecha
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Javier Caraballo

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Rajoy y los demonios de la derecha

Como en una tragedia griega, el Partido Popular parece condenado a estar viajando siempre al centro. La eterna travesía, que ya propició dardos envenados como aquel

Como en una tragedia griega, el Partido Popular parece condenado a estar viajando siempre al centro. La eterna travesía, que ya propició dardos envenados como aquel de Alfonso Guerra cuando se preguntó en un mitin “pero, ¿de dónde vendrán estos, que nunca llegan al centro?”. El centro político, que es el objetivo razonable de toda fuerza que aspire a ser mayoritaria en España, se convierte en el Partido Popular en un sarpullido que, de cuando en cuando, le recorre todo el cuerpo, lo convulsiona, como ahora, cuando Gallardón ha pegado un portazo a lo Pimentel y ha dejado el Consejo de Ministros. El centro, que es una aspiración mayoritaria, lo ven algunos en la derecha como una debilidad, una claudicación, un complejo. ‘O se es de derechas o no se es’, esa es para ellos la cuestión. Y claro, saltan los plomos.

El PSOE, que ha sabido hacer política mejor que sus adversarios, lo ha tenido siempre más claro, y ha sabido aglutinar en su seno, como una autopista de varios carriles, diversas corrientes ideológicas dentro de la izquierda. Desde la socialdemocracia más atenuada hasta el socialismo marxista, sin que por ello las relaciones entre ellos se entendieran en términos de traición de las siglas que defienden, como sí ocurre con el Partido Popular.

Sólo cuando el PSOE se despeñó por la deriva nacionalista, por mero interés electoral, empezó a quebrarse la coherencia interna. Pero, de forma general, podría mantenerse la aseveración: el PSOE sabe hacer política mejor que sus adversarios porque sabe digerir y resolver mejor que los demás las diferencias internas y los procesos de renovación.

Tres días antes de su dimisión, se publicaba aquí mismo, en El Confidencial, que el Tribunal Constitucional había decidido darle prioridad a la resolución del recurso contra la ley de tasas judiciales por “el fuerte rechazo social” que existe ante la evidencia del notable encarecimiento del acceso a la Justicia.

El ‘verso suelto’ se bastaba. Si se repasan informaciones de estos años atrás, desde que llegó al Ministerio de Justicia, se comprobará que el titular más repetido sobre Ruiz-Gallardón es “el ministro no nos ha consultado en ningún momento”. Con diferentes apellidos y cargos, la misma crítica. Pero es que, en el seno de su partido, existía la misma sensación.

Su última ‘iniciativa’ política puede servir para entenderlo. En el seno del Partido Popular se había creado un grupo de trabajo para reformar el modelo de aforamiento de la clase política que existe en España. La oleada de casos de corrupción de los últimos años ha puesto de manifiesto el abuso del aforamiento en España y se trataba de presentar una reforma profunda.

Pues en esas andaban, cuando el ministro Gallardón se descolgó con una entrevista de prensa –en la que, por cierto, prohibió que le preguntaran del aborto– anunciando que los aforados en España se reducirían de 17.621 a 22. Así, de una tacada, sin que el Partido Popular tuvieran más información que la que podrían tener en el PSOE o en las principales asociaciones de jueces y fiscales de España, que también les afectaba.

Con la reforma del aborto ha ocurrido exactamente igual. Desde que se presentó la reforma, ya era evidente la radicalidad. En ese sentido, poco que añadir a lo que ya se expresó entonces aquí mismo. Con el aborto en España no había problemas legales, ni sociales, ni comparativos; no existía una demanda social, nadie protestaba y la nueva posición religiosa del Papa Francisco invitaba a abordar otros problemas más graves.

Rajoy sólo hay reaccionado cuando se enteró que Gallardón estaba dispuesto a darle un portazo, al estilo de Manuel Pimentel, y para que no le ocurriera lo mismo, anunció la retirada del proyecto de ley. Fin de la secuencia.

Todo lo demás, a mi juicio, sólo pertenece al exceso. Sobre el aborto en sí mismo, tan lejos de quienes consideran “asesinato” la interrupción del embarazo en sus primeras semanas, como de quien sostiene, como se ha oído en el Congreso, que “el aborto hay que sacarlo del debate jurídico y médico (…) porque cada uno puede hacer con su cuerpo lo que quiera”. Y políticamente, lo dicho.

Los electores del Partido Popular no son los manifestantes antiabortistas que han llenado las paredes de algunas sedes del PP con pintadas de “traición”. La retirada de la reforma del aborto acerca más al PP a sus electores que lo contrario. La derecha a la que se debe aspirar en España no la representan las asociaciones antiabortistas, con todos mis respetos para esas opiniones.

Y dicen: “por un interés puramente electoral, Rajoy retira la ley del aborto…” Incluso si así fuera –que ya queda dicho que en el seno del PP muchos dirigentes no ocultaban sus diferencias por esa reforma–, tendríamos que plantearnos qué hay de malo en que, en un asunto como éste del aborto, la aspiración de un Gobierno sea legislar para la mayoría del país. Son los demonios de la derecha los que se han agitado con la retirada de la ley del aborto, los complejos. Y eso, que saltan los plomos y se cortocircuita el sentido común.

Como en una tragedia griega, el Partido Popular parece condenado a estar viajando siempre al centro. La eterna travesía, que ya propició dardos envenados como aquel de Alfonso Guerra cuando se preguntó en un mitin “pero, ¿de dónde vendrán estos, que nunca llegan al centro?”. El centro político, que es el objetivo razonable de toda fuerza que aspire a ser mayoritaria en España, se convierte en el Partido Popular en un sarpullido que, de cuando en cuando, le recorre todo el cuerpo, lo convulsiona, como ahora, cuando Gallardón ha pegado un portazo a lo Pimentel y ha dejado el Consejo de Ministros. El centro, que es una aspiración mayoritaria, lo ven algunos en la derecha como una debilidad, una claudicación, un complejo. ‘O se es de derechas o no se es’, esa es para ellos la cuestión. Y claro, saltan los plomos.

Mariano Rajoy