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Zapatero se arruga ante los editores de televisión privada, ¿por qué será?
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Carlos Sánchez

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Zapatero se arruga ante los editores de televisión privada, ¿por qué será?

El irlandés Sean McBride fue galardonado en 1974 con el premio Nobel de la Paz. Su nombre no dirá nada a la mayoría de los ciudadanos.

El irlandés Sean McBride fue galardonado en 1974 con el premio Nobel de la Paz. Su nombre no dirá nada a la mayoría de los ciudadanos. Y no es para menos. El mundo avanza tan rápidamente que es incapaz de saborear su propio pasado. Pero McBride era uno de esos tipos que merecen la pena. Se le recuerda por ser el coordinador de un informe encargado por la Unesco que oficialmente se llamó ‘Voces Múltiples, Un solo Mundo’. El documento vio la luz en 1980, y básicamente llamaba la atención sobre el papel de los medios en un mundo que comenzaba a globalizarse.

El informe McBride anclaba sus argumentos en la necesidad de asegurar un equilibrio entre el emisor de la información y el receptor. O dicho de forma más directa, reivindicaba la pertinencia de contar con medios de comunicación libres y transparentes. No supeditados al poder político o económico. El informe hablaba de ética, de democracia, y de esas cosas que hoy suenan algo subversivas. Incluso se atrevía a alertar sobre los efectos nocivos que tendría para los ciudadanos la existencia de oligopolios capaces de controlar los flujos de información.

El informe fue celebrado en su día como un pilar esencial para alumbrar un nuevo orden informativo mundial. Pero murió antes de nacer. Fue tachado de intervencionista -incluso de comunista- y con el tiempo sus hojas sólo sirvieron para ayudar a mantener viva la llama de alguna chimenea con problemas de combustión.

El mercado de la información es hoy un territorio parecido al far west en el que ni siquiera se salva el pianista. Provocando un envilecimiento de la sociedad verdaderamente insoportable. Haga usted la prueba. Deje a sus hijos una semana viendo la tele a su antojo y verá como al final del experimento tendrá la sensación de que es un mal padre. O haga la prueba usted mismo. Intente enterarse de lo que pasa en el mundo viendo los telediarios y al final acabará convencido de que realmente no entiende nada de lo que sucede a su alrededor. Salvo que le interesen únicamente los sucesos y los deportes.

Se dirá, con razón, que hay otros muchos medios de comunicación con los que informarse, y, por lo tanto, no caben comparaciones. Eso es cierto, pero nadie dudará de que la ‘tele’ no es un medio ‘cualquiera’. Básicamente por su potencia informativa (y no sólo en relación a los telediarios). Por eso, precisamente, el preámbulo de la Ley de televisiones privadas proclamaba hace ya 21 años que la televisión se configura como un servicio público de carácter esencial, tal y como ha sentenciado el Tribunal Constitucional. El citado preámbulo iba más allá, y recordaba que esta consideración de servicio público “puede decirse que representa un principio ampliamente aceptado en el Derecho público europeo”. La ley, incluso, dejaba bien claro que “la finalidad de la televisión como tal servicio público ha de ser, ante todo, la de satisfacer el interés de los ciudadanos y la de contribuir al pluralismo informativo, a la formación de una opinión pública libre y a la extensión de la cultura”. Ningún otro medio de comunicación tiene un grado de protección semejante, lo que explica su singularidad.

Vulgaridad y mal gusto

Es decir, que cuando el tercer Gobierno de Felipe González concedió las primeras licencias de televisión privadas, los adjudicatarios conocían las reglas del juego, pero, a pesar de eso, su programación -prácticamente desde sus inicios- ha destilado vulgaridad y mal gusto. Desde luego que están en su derecho. Cada uno emite lo que sabe hacer, pero lo que realmente sorprende es que quien concedió las adjudicaciones -el Gobierno de turno- no diga nada por el incumplimiento flagrante del pliego de condiciones. Es como si Fomento licita la construcción de una autovía de seis carriles y al final la empresa adjudicataria sólo pusiera en marcha cuatro carriles. Sería un escándalo nacional.

En la televisión, sin embargo, se acepta con naturalidad que su programación vaya contra el espíritu y la literalidad de las normas, lo que no deja de sorprender. Pero hay más. Cuando optaron a sus respectivas concesiones, las empresas adjudicatarias conocían que la televisión pública existía, y por lo tanto sabían que tenían que competir con ella. Pero ya se sabe que la competencia es muy mala, y prácticamente desde el primer día han cargado contra la televisión pública con un único argumento: nos roba una parte de la tarta publicitaria.

“El mercado de la información es hoy un territorio parecido al far west en el que no se salva ni el pianista. Provocando un envilecimiento de la sociedad insoportable”

El argumento en sí es tan simple que no tiene desperdicio. La publicidad, precisamente, es lo que garantiza que las televisiones públicas funcionen con criterios de mercado. Sin publicidad, las televisiones públicas serían únicamente una dirección general del ministerio o de la consejería de Presidencia correspondiente. Exactamente igual que sucedía en los tiempos del Ministerio de Información y Turismo. La pelea por la tarta publicitaria es, por lo tanto, la que les obliga a competir y a medirse cada día en el share de audiencia.

Claro está, también se puede elegir otro modelo de financiación, como el británico, donde cada receptor paga una tasa que financia la BBC. Un modelo que hoy por hoy se antoja imposible de adoptar en España por razones obvias. Habría un motín como el de Esquilache si alguien se atreve a obligar a pagar cien euros al año (por poner un ejemplo) a más de veinte millones de hogares.

Pluralidad informativa

¿Quiere decir esto que la publicidad garantiza la independencia y la pluralidad informativa? Desde luego que no. Los ciudadanos se quejan, y con razón, de que las televisiones públicas -unas más que otras- manipulan y conculcan el mandato constitucional, pero entonces el problema no vendría dado por la publicidad, sino por la existencia de una clase política que de manera sistemática considera la televisión como su cortijo popular. Por supuesto, con la anuencia de unos gestores apoltronados que no hacen bien su trabajo.

Los problemas, por lo tanto, por partes. La publicidad no es la causa de la manipulación. Más bien al contrario. Parece fuera de toda duda que si las televisiones públicas dejan de autofinanciarse mayoritariamente por la publicidad, su presupuesto de gasto dependerá en mayor medida de la voluntad del político de turno. Ya se sabe, si te portas bien y eres útil para ganar votos, te doy más dinero; en caso contrario, conoces el camino. ¿Es este el modelo que quiere Zapatero? ¿Qué autonomía de funcionamiento tendría el presidente de la Corporación de RTVE o el jefe de Telemadrid para plantar cara al Gobierno cuando sus ingresos dependen sólo de la discrecionalidad del Ejecutivo?

Habrá quien diga que el problema de fondo es la propia existencia de una televisión pública. Muchos piensan que no tiene sentido, y probablemente tengan razón. Pero volvamos al ejemplo anterior, el de los niños y adolescentes que ven la televisión. En un país con una tasa de lectura tan baja y con escasa formación de sus ciudadanos debido al bajo nivel de su sistema educativo, ¿es razonable que el Estado renuncie a la creación de una opinión pública libre y bien formada (sin proselitismos)?, como dicen las leyes. ¿O es razonable que en un país cuasi federal como es España se opte por convertir en residual a la televisión pública estatal para favorecer intereses de parte? ¿O es lógico renunciar a crear un gran medio de comunicación público para vender la imagen de España en el exterior, principalmente en Latinoamérica? ¿O es sensato renunciar a que la televisión pública será el motor de la industria audiovisual nacional?

Dicho en otros términos: ¿garantizan las televisiones privadas el cumplimiento del mandato constitucional? O simplemente van a tirar por la calle de en medio haciendo caja con los minutos de publicidad que le van a quitar a las televisiones públicas. Aquí está el quid de la cuestión. La televisión pública -con todos los controles democráticos que se quieran- debe garantizar unos mínimos de calidad y rigor informativo. Básicamente porque esas deben ser sus señas de identidad. Por el contrario, la razón de ser de las televisiones privadas es retribuir a sus accionistas, lo cual, dicho sea de paso, es absolutamente legítimo. Y desde luego que lo hacen bien. Telecinco -que es una ruina económica, según dijo su presidente- ganó el año pasado 269 millones de euros, y distribuyó 210 millones entre sus accionistas, lo cual no está nada mal.

Reducir la publicidad en los medios públicos con el único objetivo de compensar a las privadas es, por lo tanto, contribuir a que este país se siga embruteciendo un poco más, lo que desde luego no significa que ahora se estén haciendo las cosas bien. Los medios de comunicación no son una mera caja registradora, aunque algunos políticos decidan lo contrario a cambio de un plato de lentejas.

El irlandés Sean McBride fue galardonado en 1974 con el premio Nobel de la Paz. Su nombre no dirá nada a la mayoría de los ciudadanos. Y no es para menos. El mundo avanza tan rápidamente que es incapaz de saborear su propio pasado. Pero McBride era uno de esos tipos que merecen la pena. Se le recuerda por ser el coordinador de un informe encargado por la Unesco que oficialmente se llamó ‘Voces Múltiples, Un solo Mundo’. El documento vio la luz en 1980, y básicamente llamaba la atención sobre el papel de los medios en un mundo que comenzaba a globalizarse.