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‘¿Por qué razón me convertí en un nacionalista?’
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Carlos Sánchez

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‘¿Por qué razón me convertí en un nacionalista?’

Si un sueco hubiera leído en los últimos días la prensa española se quedaría atónito. Es probable que se convirtiera en un ‘nacionalista español’.,

Foto: Partido Barcelona-Real Madrid del pasado año.
Partido Barcelona-Real Madrid del pasado año.

En Historias de Almanaques, Berltot Brecht cuenta una fábula sugerente:

El protagonista de la obra, el señor K., no consideraba necesario vivir en un país determinado. Y pensaba para sus adentros: "En cualquier parte puedo morirme de hambre". Pero un día en que pasaba por una ciudad ocupada por el enemigo del país en que vivía, se topó con un oficial del enemigo que le obligó a bajar de la acera por la que caminaba. Tras hacer lo que se le ordenaba, el señor K. se dio cuenta de que estaba furioso con aquel hombre, y no sólo con él, sino que lo estaba mucho más con el país al que pertenecía, hasta el punto de que deseaba que un terremoto lo borrase de la faz de la tierra.

-¿Por qué razón -se preguntó el señor K.- me convertí por un instante en un nacionalista? Porque me topé con un nacionalista. Por eso es preciso extirpar la estupidez, pues vuelve estúpidos a quienes se cruzan con ella.

Si un ciudadano sueco, por poner un ejemplo, hubiera leído la prensa española en los últimos días se habría quedado atónito. Incluso, es probable que se convirtiera en un ‘nacionalista español’ para defender a la condición humana de tanta estulticia. El primer acto tuvo lugar hace unos días en el Parlament de Cataluña, donde ningún diputado, ni siquiera la presidenta de la Comisión (PP), se levantó para censurar la conducta de un energúmeno a la hora de criticar de forma fascista a Rodrigo Rato. El segundo episodio sucedió el pasado miércoles en Bruselas, donde un sujeto llamado Oriol Junqueras, que dice representar a los trabajadores, amenazó con paralizar una semana la economía catalana para hacer daño a España. Una especie de Marcha sobre Roma impensable en un país civilizado.

Lo peor, con todo, es que en este segundo caso se está hablando del máximo dirigente de un partido que respalda a un Gobierno, el catalán, que sobrevive gracias a sus votos, lo cual es todavía más preocupante si se tiene en cuenta que ERC es la fuerza política con mejores expectativas electorales, como coinciden todos los sondeos.

Con razón Brecht decía que hay que extirpar la estupidez, pues vuelve estúpidos a quienes se cruzan con ella. Y si en la desgraciada segunda legislatura de Aznar el Partido Popular fue una máquina de crear independentistas (ERC pasó entre el año 2000 y 2004 de uno a ocho diputados triplicando el número de votos), parece evidente que la deriva soberanista está fortaleciendo cierto ‘nacionalismo español’ de forma imparable, aunque sin ese componente xenófobo que ha prendido en algunos sectores de la sociedad catalana que hablan del resto de España con una superioridad moral inaceptable. Esta página -que se define como la que representa a quienes votarán 'sí'-  incluso habla de que España y Guinea están hechas de la misma pasta.

Los salvapatrias

Afortunadamente, son sólo una minoría. Pero dispone de un ruido mediático infernal consustancial a los movimientos autoritarios, para quienes la gestión de la propaganda es clave. Y el mejor ejemplo son esos extraños compañeros de viaje que han nacido en algunas cadenas de televisión de madrugada, donde salvapatrias de uno y otro signo se afean en público de forma solemne y afectada. Ahogando eso que algún día se llamó la ‘tercera España’.

Tanta barbarie oral, sin embargo, tiene efectos letales sobre la participación en política al expulsar del debate a las voces más serenas. Algo, por otra parte, habitual en la historia de España, donde lo mejor del pensamiento o se ha tenido que exiliar o ha sido a menudo pisoteado por la grosería intelectual y el insulto.

Y así es como se ha construido un país sin incentivos para participar en los asuntos públicos. Ni siquiera en los más cercanos que afectan a la manera de vivir o de trabajar de los ciudadanos. Hasta el punto de que en ocasiones, y de manera un tanto increíble, se producen casos como los de la televisión valenciana, donde los trabajadores esgrimen ahora una especie de ‘obediencia debida’ para justificar la infinita manipulación informativa.

El general Videla no gobernaba en Valencia cuando de manera obscena se ocultaba la verdad. Y quienes lo hicieron son cómplices de tanta inmoralidad. Como los empleados de banca que veían cómo sus jefes comercializaban participaciones preferentes

Nada más lejos de la verdad. El general Videla no gobernaba en Valencia cuando de manera obscena se ocultaba la verdad. Y quienes lo hicieron son cómplices de tanta inmoralidad. Como los empleados de banca que veían cómo sus jefes comercializaban participaciones preferentes a ignorantes económicos. O como los abogados, registradores o notarios que han validado con su conocimiento previo muchas operaciones fehacientemente ilegales. O como los profesores y economistas que en realidad ponen en sus escritos no lo que consideran intelectualmente más razonable, sino lo que ordena quien paga el informe. O como los periodistas que ven como sus propios medios se hunden mientras defienden intereses bastardos. O como los políticos que votan contra su conciencia y renuncian de forma deliberada al pensamiento crítico para mantener un puesto de trabajo en lugar de colaborar para renovar la vida pública. O como quienes conocieron el fraude de los ERE y callaron. O quienes amparan a policías que golpean de forma inmisericorde a ciudadanos indefensos.

Y aquí está, probablemente, una de las causas del desastre ético y moral que ha alimentado la recesión económica. El mirar para otro lado aun a costa de la dignidad individual. Hanna Arendt comparó este comportamiento al de las ruedecillas y tornillos que sirven para que funcione el engranaje de un sistema político autoritario. E incluso alertó sobre el colapso moral que se produce cuando las víctimas colaboran con sus opresores. A nadie se le puede exigir que se comporte como un héroe, pero sí que renuncie a actuar como un verdugo. Ningún afiliado es responsable de los despropósitos que puedan decir sus dirigentes, pero sí de que se mantengan en el cargo. Sin responsabilidad individual, la democracia es menos democracia. Sólo si se reconoce a tiempo el peligro hay esperanzas de conjurarlo.

El viejo Dostoievski ya lo advirtió en la parábola del Gran Inquisidor: "El hombre prefiere la paz y hasta la muerte antes que la libertad de elegir”, sostenía. Y muchos años más tarde, Marshall Berman*, el verdadero autor de Todo lo sólido se desvanece (tres décadas antes que Muñoz Molina), diría. "Muchísimos demagogos y movimientos demagógicos han obtenido poder y la adoración de las masas al liberar a la gente a la que gobiernan de la carga de la libertad". Y en eso estamos.

*Marshall Berman. Todo lo sólido se desvanece en el aire. Siglo XXI Editores

En Historias de Almanaques, Berltot Brecht cuenta una fábula sugerente:

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